Выбрать главу
Terreno conquistado

Cuarenta mil hombres perfectamente armados y equipados con artillería pesada y grandes masas de caballería formaban, según se dijo, el ejército polaco de ocupación.

Los polacos hicieron una entrada triunfal en Kiev. Venían formados como para una gran parada, con vistosos uniformes y precedidos por sus clarines y charangas. A la cabeza de la columna de ocupación entraron en Kiev veinticinco caballeros polacos, jinetes en briosos corceles blancos con lujosos ataharres. La gente se echó a las calles alegre y satisfecha para aplaudir por las esquinas a aquellas tropas disciplinadas y bien vestidas que venían a terminar con la pesadilla de la guerra civil. A los dos días de llegar los polacos celebraron una gran revista militar y un aparatoso desfile para que los rusos pudiesen admirar su poderío. Ucrania, desangrada, famélica, harta ya de luchas intestinas, recibió en palmitas a los polacos que venían a poner orden y a traer pan.

Fueron unos días de júbilo. La gente discurría por Kiev alborozada. Yo quise participar en el regocijo general y me puse mis mejores trapitos y me eché a la calle hecho un brazo de mar. Mi ropa estaba bastante deteriorada, pero para darme importancia saqué aquel día un bastoncito muy elegante que tenía y me fui a sentar en la terraza de un hotel, al que antes acudía la gente distinguida, hecho todo un señor.

Pasaba la gente vestida de fiesta. Entre el pueblo se veían los soldados polacos con su limpios y elegantes uniformes.

Estaba yo sentado en la terraza del hotel, ambas manos apoyadas en el puño de plata de mi bastón, cuando se me acercó un soldado polaco que pidió lumbre con corteses frases. Se la di muy gustoso y cambiamos unas palabras amables.

Daba gusto poder hablar, al fin, con gente educada. Charlamos un poco y hubo un momento en el que el soldado se fijó —¡cómo no!— en mi precioso bastón con puño de plata.

—¡Qué bastón más bonito! —me dijo.

—¡Pschs! —dije yo, vanidosillo, alargándoselo para que lo admirase bien.

—Me gusta mucho —repitió después de examinarlo—; sí, me gusta. Voy a quedarme con él.

—¿Cómo?

—Sí, sí; decididamente me quedo con él —repitió con el aire más natural del mundo.

—Perdone usted —le dije—; el bastón es mío.

—Vamos, vamos… —contestó—. Este bastoncito será un buen regalo para mi oficial. Le gustará mucho.

Dio media vuelta y echó a andar con el bastón bajo el brazo. Eché tras él y le sujeté por un brazo.

—Este bastón es mío, y si su oficial quiere uno, que vaya a la tienda y lo compre.

Me dio un empellón que me dejó pegado a la pared y siguió su camino. Me fui tras él diciéndole todo lo que se me ocurría, amenazándole con denunciarle, suplicándole. Todo inútil. Me hacía el mismo caso que le hubiera hecho a un perro.

Llegó al hotel donde tenía el cuartel y se metió dentro sin preocuparse lo más mínimo de mí. Yo vacilé un momento, pero me dio tanta rabia el despojo, que cerré los ojos y eché escaleras arriba detrás del soldado. Cuando me di cuenta estaba en una especie de cuerpo de guardia en el que había varios oficiales. Les conté lo que me pasaba.

—En el ejército polaco no hay ladrones —me contestó secamente el oficial.

Yo insistí diciéndoles que el soldado había entrado allí, me ofrecía a reconocerle, supliqué, hice protestas de adhesión a los polacos. Todo inútil. Los oficiales terminaron por tomarme el pelo. Protesté ya indignado, pero el oficial, al ver que yo no me resignaba, cogió el látigo que tenía encima de la mesa y me dijo:

—Vete si no quieres que te cruce la cara.

Di media vuelta y el oficial restalló el látigo a mis espaldas.

«Sería mejor que fuese tu hermana»

Los polacos entraron en Kiev como en un país conquistado. Siempre con el látigo en la mano, trataban a los rusos como si fueran esclavos. Pasaban por el mercado y tiraban a patadas los puestecillos y los cestos de los pobres vendedores. A los ocho días de haber llegado, la gente, cuando les veía venir por un sitio, procuraba irse por otro. En la Krischatika vi una mañana cómo unos soldados tiraban de una patada el puestecillo de un vendedor ambulante de quincalla. Acertó a pasar en aquel momento un oficial, que obligó a los soldados a recoger las baratijas desparramadas por el suelo y les amonestó. No había hecho el oficial más que doblar la esquina cuando los soldados ya estaban allí otra vez para tirarle por una alcantarilla la pobre mercancía y abofetearle sin piedad.

De las tiendas se llevaban lo que querían y se negaban a pagar; en las casas particulares entraban sin ningún miramiento y hacían lo que les daba la gana. A la gente humilde la trataban a latigazos, y a los judíos los tenían aterrorizados, hasta el punto de que no se atrevían a sacar las narices de sus madrigueras. Judío que se encontraban, judío que apaleaban hasta dejarle exánime. Yo tuve que ponerme en la solapa una banderita española para que no me zurrasen antes de que pudiera decir que no era judío. Así y todo, una noche, un oficial polaco se tiró sobre mí y por poco me mata. Estábamos en la sala de juego del Club Kisó, y gracias al cajero, un polaco que dio fe de que yo no era judío, pude salvar el pellejo. Hacían tales cosas que tuve que resignarme a no salir a la calle si no quería sufrir humillaciones.

Poco después de haber llegado organizaron un servicio de vigilancia sobre los extranjeros. Montaron en la Comandancia una oficina especial de control para los no rusos, a la que nos obligaban a ir periódicamente, y anunciaron que nos permitirían salir del territorio después de cumplir ciertos requisitos. Para la evacuación de los extranjeros y de los ucranianos que quisieron marcharse tenían el propósito de organizar varios trenes; las plazas de estos trenes las concedía la Comandancia, y allá fui yo para ver si lograba una para Sole y otra para mí.

Tras la ventanilla de la oficina topé con un oficial polaco muy elegante y con unos bigotes muy tiesos. Presenté mis documentos de identidad, mi instancia y los dos retratillos que exigían, uno de Sole y otro mío.

Cuando vio el retrato de Sole el oficial, se quedó mirándolo muy complacido y exclamó:

—¡Es guapa!

—Muchas gracias, señor oficial —contesté yo cortésmente.

—¿Es tu hermana?

—No, señor; es mi mujer.

—Sería mejor que fuese tu hermana —insistió como el que no quiere la cosa, sin levantar los ojos del retrato.

Yo me rasqué la cabeza, porque ya sabía por dónde iba aquel tío.

—Pues, no, señor —repliqué—; no es mi hermana; da la casualidad de que es mi mujer.

—Piénsalo bien —agregó con acento de sorna—; a lo mejor es tu hermana. Sería mucho mejor.

—¿Para usted, verdad?

—Y para ti.

No hablamos más del asunto, pero empezó a ponerme dificultades y a marearme. Me faltaba esto y aquello y lo de más allá; las plazas estaba ya tomadas… Después de ponerme muchas pegas, que yo procuré ir resolviendo, cogió todos mis papeles en un puñado, me los devolvió y me dijo:

—No te molestes. Será mucho mejor que venga tu hermana. Las mujeres arreglan mejor estas cosas. Anda; dile a ella que venga y se resolverá todo enseguida.

—Usted es un sinvergüenza —le contesté furioso.

Se echó a reír.

—Anda, anda, no te enfades. Dile a tu hermana que venga a verme. ¡Ah! Y recomiéndale que venga arregladita, ¿eh?