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Alguna vez topaba con un comisario malhumorado que le paraba los pies cuando hacía preguntas impertinentes. Es decir, me los paraba a mí; pero yo me escurría diciendo:

—Yo no soy más que el intérprete. Este camarada es delegado de la Tercera Internacional.

—Sí —decía altivamente Galano—, soy delegado de la Tercera Internacional, y tengo derecho a saberlo todo. ¿Qué pasa?

Por las noches asistía a las reuniones que celebraban los jefes bolcheviques, e incluso se mezclaba en sus discusiones, dándome constantemente con el codo para que le tradujese aprisa lo que él no entendía. Me hizo que le llevase al circo y al teatro. Luciendo su título de delegado de la Tercera Internacional, se metía en el escenario y recorría los cuartos de las artistas con el mismo aire impertinente que tienen los señoritos en los teatros de los países burgueses. Buen español, el camarada Galano requebraba a todas las artistas que se le ponían a tiro, y terminó haciéndole el amor a una de ellas.

Poco antes de que se marchara me llamaron un día a la Checa para hablarme del delegado de la Tercera Internacional. Mejor dicho, para que hablase yo. Querían, por lo visto, que discretamente le espiase un poco. No me presté ni insinué ninguna de aquellas sospechas que respecto del camarada Galano me asaltaban, porque, bolchevique o no, aquél era español, y yo no debía delatar a ningún español. Pude darme cuenta de que el camarada Galano empezaba a no ser tan grato como antes.

Él continuaba afanosamente entregado a su tarea de acopiar datos cada vez más aprisa, con más nerviosismo. Se le metió en la cabeza que tenía que visitar el frente, y estuvimos gestionando que nos llevasen. Una noche, durante uno de los últimos ataques blancos, se entró como Pedro por su casa en el salón donde estaban reunidos los comisarios y los jefes del ejército rojo para estudiar nada menos que la retirada de Kiev, que en aquellos momentos de peligro parecía inexcusable. Sobre una mesa tenían extendidos varios mapas, y cada cual iba dando su opinión con graves palabras. El camarada Galano, con un aplomo formidable, cogió una silla, se acodó sobre los mapas y se puso a opinar.

Al principio no se atrevieron a decirle nada. Aquella osadía suya era desconcertante. Pero en el curso de la discusión uno de los jefes militares bolcheviques paró mientes en él y se le encaró:

—Y tú, ¿quién eres? ¿Qué haces aquí?

—Soy el delegado español de la Tercera Internacional.

—Aquí no tienes nada que hacer. Ya puedes largarte.

—A mí me interesa todo.

—Esto no.

—Esto sí —replicó vivamente Galano—. Los proletarios españoles tienen preparada la revolución, y me interesa conocer la estrategia revolucionaria.

—Que la aprendan los españoles como la estamos aprendiendo nosotros: haciendo la revolución primero.

—La revolución está en marcha, y vendrá en vuestro auxilio. A estas horas debe de haber estallado ya —gritó Galano.

Me di cuenta en aquel momento de lo embustero que era aquel tío y del impresionante aplomo que tenía para mentir. Se puso a decirles falsedades sobre España y los revolucionarios españoles con tal desvergüenza que yo estaba asustado. La marina de guerra, toda entera, desde los almirantes a los grumetes, era bolchevique; los comunistas españoles eran dueños de los ayuntamientos; un formidable ejército comunista estaba preparado en España…

Los militares bolcheviques escucharon sus mentiras con ostensible impaciencia. Le cortaron el hilo de sus divagaciones sobre la revolución española y empezaron a preguntarle cosas concretas sobre el comunismo, sobre la Tercera Internacional y sobre el Gobierno de Moscú. El camarada Galano comenzó a patinar y evidenció pronto que no sabía por dónde se andaba. Uno de los jefes militares se levantó entonces y cogiéndole por la solapa le izó en la silla y le dijo con acento que no daba lugar a dudas:

—Márchate ahora mismo de aquí si no quieres que te fusilemos. ¡Tú eres un farsante!

Aquello lo descompuso y le quitó arrestos, pero no por eso se dio por vencido. Todavía insistió durante unos días en su deseo de ir al frente. Anduvo conmigo gestionándolo inútilmente, cada vez más irritado contra los bolcheviques. Finalmente se marchó a Moscú de improviso.

Por entonces no tuve más noticias suyas. Pasado algún tiempo me encontré un día al comisario que me puso al servicio del camarada Galano, y le pregunté por éclass="underline"

—¿Qué fue del camarada Galano?

Torció el gesto y respondió:

—Era un espía, un traidor. Ha sido fusilado en Moscú.

No lo creí. Por algunas referencias indirectas que tuve después, mi impresión es la de que el camarada Galano, que se había presentado como bolchevique entusiasta, se puso después a malas con los dirigentes soviéticos, no sé por qué causas, y entonces le echaron con cajas destempladas. Pudo muy bien ser un espía de la burguesía, como me dijo el comisario, en cuyo caso era lógico que le hubiesen fusilado; pero yo no tuve ninguna prueba de que ocurriese así.

Me gustaría saber quién era el camarada Galano y qué suerte corrió. Tal vez haya en España quien lo sepa.

Casanellas, policía

Otro español con el que di fue el famoso Casanellas. Se me presentó en casa un día diciéndome que era español, que se había enterado de que yo también lo era y había sentido la necesidad de venir a charlar conmigo. Le recibí como se recibe a los amigos, y estuvimos largo rato hablando, mano sobre mano, de las cosas de Rusia y de España. Aunque en los primeros momentos el español aquel me había producido cierta desconfianza, tanto por un no sé qué equívoco que tenía como por el acento extraño con que hablaba el castellano, me abandoné pronto a mi cordialidad y a la alegría de encontrar un paisano en aquellas latitudes y en medio de aquellos horrores. Contribuyó él a desvanecer mis recelos demostrándome plenamente que era español, y aunque no me dio su verdadero nombre, Ramón Casanellas, me dejó entender con toda claridad quién era.

Cuando uno lleva muchos años fuera de su patria pasando fatigas y se encuentra de pronto con un compatriota, sin querer, charla uno más que le conviene. Parece como si el hecho de ser españoles nos convirtiese en hermanos cuando nos hallamos a muchas miles de leguas de España. Y como a un hermano recibí yo a Casanellas.

Él estuvo quejándose amargamente de Rusia. Las cosas le iban mal, se sentía defraudado, el comunismo no era tal y como él se lo imaginaba en Barcelona, aquí no se podía vivir con libertad…

—¿No? —me insinuaba con aquel raro acento americano que tenía.

Yo, desechado ya todo recelo, corroboré con mi dilatada experiencia personal sus malas impresiones. Le conté el daño que me habían hecho, las persecuciones injustas de que había sido víctima, las tropelías que habían cometido conmigo los comisarios durante la guerra civil… Le hablé de hermano a hermano, llorándole mis penas sin ningún recato. Afortunadamente yo me limitaba a contar mis cuitas y a lamentarme del mal que me habían hecho blancos y rojos, pero sin lanzarme a hablar en contra del régimen, porque, como ya he dicho muchas veces, a mí la política no me interesa. Casanellas, en cambio, parecía muy preocupado por el juicio que el régimen bolchevique mereciera.

—¿Qué te parece a ti? —me preguntaba—. ¿Qué opinas tú de la dictadura del proletariado?

Iba a decir todo lo que sentía, mi verdad sobre el bolchevismo, cuando se me ocurrió levantar la vista y advertí a Sole, que estaba detrás de Casanellas, mirándome muy significativamente, con los ojos muy abiertos y señalándome con la mirada a la espalda de nuestro compatriota. Me quedé un momento un poco cortado diciendo banalidades, y como Sole insistiera en sus miradas intencionadas y sus gestos de alarma me levanté con un pretexto cualquiera y me metí en la pieza contigua, adonde Sole discretamente me había precedido.