Como era de esperar, la epidemia de tifus se agravó en cuanto apretó el calor. Huyendo de aquella ciudad de la muerte, Sole y yo nos íbamos a la playa, y allí nos pasábamos el día tumbados al sol. Obtuvimos una autorización para bañarnos —hasta para bañarse en el mar hacía falta una autorización especial de los bolcheviques—, y yo creo que, gracias al sol y al agua, nos respetó el tifus. Por las noches, nos refugiábamos en nuestro tugurio de Odesa. No teníamos ni un pedazo de pan que llevarnos a la boca ni una triste lamparilla para alumbrarnos. Vivíamos del aire, como los camaleones.
Para comer de vez en cuando un poco de mamaliga, que era una masa de harina de maíz con agua y sebo de caballo, nadie tenía bastante con los millones de rublos que se ganaban de jornal. Sole y yo trabajábamos con cierta frecuencia en el Circo Manesh y en otros varios teatrillos; pero los veinte o treinta mil rublos que nos pagaban por función no nos permitían costearnos una sola comida. Bailamos en el Teatro Oreol, el Lira, el Vodevil, en el Circulo Gisner, en el cinematógrafo Gometa y en el Club Lenin; pero si no me hubiese ayudado vendiendo sal, cigarrillos, alpargatas y unos anafes de hojalata, que yo mismo construía, hubiésemos perecido de hambre como perecieron otros artistas. Nos salvamos, además, gracias a las cosillas que fuimos vendiendo a los judíos por lo que nos quisieron dar. ¡Ay, mis alhajitas!
Como siempre he sido un hombre cuidadoso y ordenado, conservo una lista detallada de mis gastos y mis ingresos en aquella época. Acaso sea curiosa la enumeración de las cosas que vendí en los últimos tiempos de Odesa. Fueron las siguientes:
Veinte francos oro, 96.000 rublos; veinte francos papel, 35.000 rublos; una toalla nueva, 10.000; seis pastillas de jabón, 1.500.000; una chaqueta negra, 20.000; tres arrobas de sal, 119.500; una sábana vieja, 33.000; un ajustador de oro, 240.000; una piel, 35.000; dos cajas de tabaco de majorca, 450.000; una moneda de oro de cinco rublos, 200.000; una moneda de oro de Alejandro III, 650.000; un puñadito de patatas, 65.000; unas botas altas, muy usadas, 199.000; dos rublos plata, 150.000; un par de medias suelas, 85.000; un bolso de señora de setenta y cinco gramos de plata, 596.000; un chelín y dos marcos, 225.000; un pantalón negro, 750.000; una sortija de sello, 500.000; una moneda de oro de tres rublos, 750.000; una sortija sin piedra, 250.000; un maletín, 250.000; un par de guantes, 100.000; un mantoncillo de Manila, 350.000; una moneda española de cinco duros, 1.400.000; un reloj, 150.000; una pitillera, 3.000.000; un plato sopero, dos tenedores, tres platillos y un florero, 232.000; un frac, 250.000, dos rublos oro, 1.500.000.
Gracias a esto, a los anafes, a las alpargatas y a lo que ganábamos bailando, pudimos resistir aquel azote del hambre. Cuando nos veíamos muy perdidos, nos contratábamos para los payescos, que eran aquellas excursiones de los artistas por los pueblos en los vagones que ponían los bolcheviques a disposición del Sindicato. Como no quiero ocultar nada en esta curiosa lista de mis ingresos en la época del hambre, debo consignar en ella unos cuantos miles de rublos que gané en aquellas excursiones jugando al póquer y a la treinta y una, que en Rusia se llama la veintiuna.
Llegó un momento en el que perdimos toda esperanza de salir vivos de aquel infierno. ¿Nos habían respetado las balas de la revolución y de la guerra civil, para que al final nos abatiese silenciosamente aquel azote callado del hambre? La gente parecía resignada a morir. Ya no le importaban a uno ni los bolcheviques, ni la Checa, ni el hambre, ni el tifus. Todo nos era igual. No hubiese quedado un ser vivo en Odesa ni en todo el sur de Rusia a no haber sido porque el mundo entero empezó a preocuparse de la catástrofe que ante los ojos de la Humanidad civilizada se estaba desarrollando. Aquello fue tan espantoso, tenía tales proporciones, que a pesar de la insensibilidad a que los hombres habían llegado después de las monstruosidades de la gran guerra, el mundo se estremeció de horror y acudió en socorro de los hambrientos.
Poco a poco empezaron a llegar auxilios de Europa y América. La primera delegación que llegó fue la de los franceses. Los bolcheviques les autorizaron para instalarse en unos pabellones, en los que hospitalizaron a los compatriotas suyos que fueron recogiendo. Trajeron también víveres, que distribuyeron sólo entre los franceses. Yo fui a que me socorrieran, pero, como no era francés, no quisieron hacer nada por mí.
Más tarde llegaron los americanos. Se dedicaron únicamente a socorrer a los niños, pero los acogían de cualquier nacionalidad que fuesen. Aquel problema de los niños que quedaban abandonados por haber muerto sus familiares en la guerra, en la revolución o en las luchas civiles, era espantoso. Las cuadrillas de zagalones que habían crecido en el campo o en las calles, como verdaderas alimañas, eran peligrosísimas. Los otros, los pequeñuelos, morían a millares. Dispusieron los bolcheviques que cada familia se hiciese cargo de un niño abandonado; pero, como pasaba con casi todas las disposiciones soviéticas, aquélla no se cumplió. A nosotros nos tuvieron asignado un niño, que no sé cómo íbamos a mantener, pero ni siquiera llegaron a dárnoslo.
Yo anduve durante mucho tiempo de un lado para otro, sin que me hiciesen caso en ninguna parte. Como para los bolcheviques España estaba fuera de ley, ser español era allí ser una especie de paria, que se podía morir o al que se podía matar sin que nadie se preocupase. Vinieron más tarde otras delegaciones nacionales recogiendo y amparando a sus subditos perdidos en el caos de Rusia. Cada país se preocupaba de salvar a los suyos. Sólo España no aportó nada por allí.
Los italianos mandaron unos grandes barcos con cargamento de trigo y maíz, que se vendieron libremente en el mercado de Odesa, pues los bolcheviques no pudieron poner mano sobre los víveres que venían del extranjero. También me arrimé a los italianos buscando amparo y también me rechazaron.
Entonces pensé que como no fuese renunciando a mi nacionalidad española y haciéndome subdito de algún otro país, no conseguiría que me sacasen de Rusia. Yo no quería, sin embargo, dejar de ser español definitivamente, y no se me ocurrió más arbitrio que el de proporcionarme una documentación falsa. Me acordé de que entre los pasaportes extranjeros que cogí en la Checa de Kiev había uno italiano, y, merced a unas raspaduras hábiles, troqué el nombre del infortunado dueño de aquel pasaporte por el mío. Ya tenía un Juan Martínez, súbdito italiano, que podría ir a la delegación italiana para que lo arrancasen de las manos de los bolcheviques.
La cosa no era tan fácil como a primera vista parecía, porque en los registros de extranjeros de Odesa y Kiev y en toda la documentación soviética yo aparecía como español. Tuve primero que sobornar al encargado del Registro de Extranjeros, para que copiase íntegro un cuaderno del registro, poniendo a Juan Martínez como italiano; pude sobornarle fácilmente, porque un día que estaba yo robando leña, me encontré a él robándola también, y como aquello estaba severísimamente castigado se estableció entre nosotros una solidaridad de delincuentes que, estimulada por unos cuantos millones de rublos, me sirvió para lograr de él lo que pretendía.
En cuanto a la documentación expedida por las autoridades soviéticas que yo debía presentar para que me extendiesen el visado y me dejasen salir no me servía, porque en ella constaba que yo era español; tuve, pues, que destruirla y notificar a la Checa que se me había extraviado, para que si la encontraban me la devolviesen. No se encontró, naturalmente, y entonces tuvieron que darme un duplicado, en el cual ya aparecía mi nueva nacionalidad italiana. En amañar todo aquello tardé varios meses. Provisto al fin de cuantos requisitos se necesitaban me presenté en la Checa para solicitar el visado y el permiso para embarcar con rumbo a Italia, cosa a la que, como tal italiano, tenía perfecto derecho, en virtud de las negociaciones llevadas a cabo entre la URSS y el Gobierno de Roma.