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– Está acabando -le informó a su prometido, no sin un brillo de orgullo filial- un gran libro sobre Bonnard.

No tuve valor para decirle que mi Gran Libro sobre Bonnard -suena como algo a lo que uno pudiera arrojar cacahuetes- no ha ido más allá de un supuesto primer capítulo y un cuaderno lleno de trilladas intuiciones de segunda mano y a medio elaborar. Bueno, qué más da. Puedo hacer otras cosas. Puedo irme a París a pintar. O puedo retirarme a un monasterio, pasar los días en tranquila contemplación del infinito o escribir un gran tratado, una vulgata de los muertos, ya me imagino en mi celda, con una barba larga, péñola en mano, sombrero y león dócil, al otro lado de una ventana que hay junto a mí unos minúsculos campesinos siegan el heno, y por encima de mi cabeza revolotea la paloma refulgente. Oh sí, la vida está plena de posibilidades.

Supongo que tampoco se me permitirá vender la casa.

La señorita Vavasour dice que me echará de menos, pero cree que hago lo correcto. Le digo que dejar los Cedros no es decisión mía, que me obligan. Sonríe ante esas palabras.

– Oh, Max -dice-, no creo que seas un hombre al que se le pueda obligar a nada.

Esto me da que pensar, no sólo debido a su tributo a mi fuerza de voluntad, sino porque constato, con cierta sorpresa, que es la primera vez que me llama por mi nombre de pila. No obstante, no creo que pretenda que yo la llame Rose. Es necesaria cierta distancia formal para el mantenimiento de la exquisita relación que hemos forjado y reforjado en estas últimas semanas. Ante esa insinuación de intimidad, sin embargo, las viejas preguntas no formuladas se apelotonan de nuevo en mi mente. Me gustaría preguntarle si se culpa de la muerte de Chloe -creo, debería decir, sin tener prueba de ello, que fue Chloe la primera que se metió en el mar, con Myles detrás, para intentar salvarla-, y si está convencida de que el hecho de que se ahogaran juntos fue tan sólo un accidente u otra cosa. Probablemente me lo diría si se lo preguntara. No la veo reacia. Ya ha cotorreado mucho acerca de los Grace, Carlo y Connie -«Sus vidas quedaron destruidas, desde luego»- y me ha contado que ellos también murieron no mucho después de perder a los gemelos. Carlo fue el primero, de un aneurisma, y luego Connie, de accidente de coche. Le pregunto qué tipo de accidente de coche, y me lanza una mirada.

– Connie no era de las que se suicidan -afirma torciendo ligeramente el labio.

Posteriormente se portaron bien con ella, dice, jamás le hicieron ningún reproche ni le insinuaron que había faltado a su deber. La instalaron en los Cedros, conocían a la familia de Bollo, les convencieron de que la cogieran para cuidar de la casa.

– Y aquí sigo -dice con una triste sonrisa-, después de todos estos años.

Oigo al coronel en el piso de arriba, haciendo ruidos discretos pero claros; se alegra de que me vaya, lo sé. Le he dado las gracias por su ayuda de la noche pasada.

– Probablemente me salvó la vida -he dicho, pensando que probablemente era cierto.

Mucho resoplido y mucho aclarado de garganta Señor mío, sólo cumplía con mi condenado deber!-, y con una mano me ha apretado con fuerza el brazo. Incluso me ha entregado un regalo de despedida, una pluma estilográfica, una Swan, es tan vieja como él, diría yo, todavía en la caja, en un lecho de papel de seda amarillento. Estoy escribiendo estas palabras con esa pluma, tiene un trazo elegante, liso y veloz, con alguna esporádica mancha. Me pregunto de dónde la ha sacado. No sé qué decir.

– No diga nada -ha dicho-. Yo nunca la he usado, usted debería tenerla, para escribir, y lo que quiera.

A continuación se ha marchado, frotándose las manos, viejas, blancas y secas. Observo que, aunque no es fin de semana, lleva su chaleco amarillo. Ahora ya nunca sabré si realmente estuvo en el ejército o es un impostor. Es otra de las preguntas que no me atrevo a formularle a la señorita Vavasour.

– Es a ella a quien echo de menos -dice-. A Connie… A la señora Grace, quiero decir. -Supongo que me la quedo mirando, y me lanza otra de esas miradas compasivas-. Él no, nunca tuve nada con él -dice-. No pensaría eso, ¿verdad? -Me he acordado de ella debajo de mí, aquel día que me subí a un árbol, sollozando, la cabeza sobre la bandeja de sus hombros escorzados, el pañuelo arrugado en la mano-. Oh no -ha dicho-, nunca tuve nada que ver con él. -Y también me he acordado del día del picnic y de que estaba sentada detrás de mí en la hierba y miraba hacia donde yo miraba ávidamente y veía lo que no estaba destinado a mis ojos.

Anna murió antes del alba. A decir verdad, yo no estaba allí cuando ocurrió. Había salido y estaba en la escalera de entrada de la clínica, inhalando profundamente el aire negro y lustroso de la mañana. Y en ese momento, tan sereno y sombrío, me acordé de mucho tiempo atrás, en el mar de ese verano en Ballyless. Me había ido a nadar solo, no sé por qué, ni dónde podían estar Chloe y Myles; quizá se habían ido con sus padres a algún lado, habría sido uno de los últimos viajes que hacían juntos, quizá el último. El cielo era todo neblina y ni soplo de brisa movía la superficie del mar, en cuya orilla las pequeñas olas rompían en una línea apática, una y otra vez, como un dobladillo vuelto infinitamente por una costurera soñolienta. Había poca gente en la playa, y estaban a cierta distancia de mí, y hubo algo en el aire denso e inmóvil que hizo que el sonido de las voces pareciera proceder de una distancia aún más grande. Yo estaba de pie, sumergido hasta la cintura en un agua perfectamente transparente, de modo que veía con todo detalle la arena acanalada del fondo, y diminutas conchas y fragmentos de patas de cangrejo rotas, y mis propios pies, pálidos y ajenos, como muestras exhibidas bajo un cristal. Mientras estaba allí, de repente, no, no de repente, pero en una especie de paulatino empujón, todo el mar se hinchó, no fue una ola, sino una marea lenta y constante que pareció alzarse de las profundidades, como si se hubiera removido algo inmenso ahí abajo, y por un momento me vi levantado y transportado un par de metros hacia la orilla, y entonces caí sobre mis dos pies, como antes, como si nada hubiera pasado. Y de hecho no había pasado nada, una memorable nada, tan sólo otro de esos grandes encogimientos de hombros con que el mundo manifiesta su indiferencia.

Una enfermera vino a buscarme. Me di la vuelta y la seguí hacia el interior del hospital, y fue como si me adentrara en el mar.

John Banville

John Banville nació en Wexford, Irlanda, en 1945. Su primera novela apareció en 1970. En Anagrama se han publicado los siguientes títulos: El libro de las pruebas (finalista del Premio Man Booker 1989; ganadora del Guiness Peat Aviation Award), Eclipse, El intocable e Imposturas. Su obra ha merecido grandes elogios por parte de la crítica, así como de destacados colegas: «John Banville es el escritor de lengua inglesa más inteligente, el estilista más elegante» (George Steiner); «Una frase tan devaluada como "maravillosamente bien escrita" recupera todo su valor cuando nos referimos a las novelas de John Banville. Es un maestro y su prosa es un deleite constante» (Martin Amis); «Banville es grande porque desciende al fondo más oscuro de la existencia, se enfrenta a la medusa sin nombre de la abyección y la tragedia, pero conserva una profunda, indestructible humanidad» (Claudio Magris); «Banville escribe con una prosa límpida y arriesgada, y tiene el oscuro don de ver el alma de la gente» (Don DeLillo). Entre otros premios, ha recibido el James Tait Black Memorial Prize y el Guardian Fiction Prize. Con