Riverwind había repetido una y otra vez que no había ningún ejército, que no tenían planeada ninguna invasión. El enano le dijo que lo demostrara, que le dijera dónde estaba escondida la gente para así verlo con sus propios ojos. Riverwind se dio cuenta de la intención de esa táctica y le dijo al repulsivo redrojo que se arrojara por un precipicio. Entonces intentaron hacerle hablar con golpes y patadas hasta que perdió el sentido; cuando lo hicieron volver en sí le metieron un saco por la cabeza y se lo llevaron. Primero habían ido en una vagoneta, a continuación en algún tipo de embarcación y luego se había desmayado otra vez para despertarse donde estaban ahora. Se preguntó cómo les habría ido a sus compañeros. Había oído sus gritos y sus gemidos y comprendió, con orgullo, que los otros cuatro Hombres de las Llanuras tampoco les habían dado a los enanos las respuestas que querían oír.
Se le empezaba a despejar la cabeza y decidió que no estaba dispuesto a yacer a los pies de esos enanos como un delincuente.
«Paladine, dame fuerzas», rogó y, apretando los dientes, se esforzó para ponerse sentado.
El enano delgaducho le dijo algo y le asestó una patada en el costado. Riverwind ahogó un quejido, pero se negó a echarse al suelo. Otro enano, éste alto y con canas en la barba, dijo algo en tono furioso al enano del yelmo. Riverwind observó con atención a ese enano. Tenía un porte noble y un semblante orgulloso y, aunque no lo miraba con afabilidad, parecía estar indignado por la penosa condición de los prisioneros.
Ese enano bramó una orden y llamó a uno de los guardias. El guardia salió de la sala y volvió poco después con una jarra llena de un líquido maloliente. Se la puso en los labios a Riverwind y éste miró al enano de noble apariencia. El enano asintió con un cabeceo que transmitía seguridad.
—Bebe —dijo en Común—. No te hará ningún mal. —Para demostrarlo, echó un trago él.
Riverwind sorbió y al instante se ponía a toser a medida que el abrasador líquido le bajaba por la garganta. Un agradable calor se propagó por su cuerpo y lo hizo sentirse mejor. El dolor martilleante cesó. Sin embargo, cuando se le ofreció otro trago Riverwind lo rechazó sacudiendo la cabeza.
El enano de noble porte no perdió tiempo con cumplidos.
—Me llamo Hornfel —se presentó—. Soy el thane de los hylars. Este es Realgar, thane de los theiwars, el enano que os ha hecho prisioneros a ti y a los otros. Afirma que habéis llegado hasta aquí con un ejército de humanos y elfos preparados para invadirnos. ¿Es eso cierto?
—No, no lo es —contestó Riverwind, que habló despacio porque tenía los labios hinchados.
—¡Miente! —gruñó Realgar—. ¡Admitió que era cierto ante mí hace menos de una hora!
—Mentira —aseguró Riverwind, que clavó en el theiwar una mirada funesta—. Soy cabecilla de un grupo de refugiados, antiguos esclavos del perverso Señor del Dragón Verminaard, de Pax Tharkas. Hay mujeres y niños con nosotros. Nos habíamos refugiado en un valle situado no muy lejos de aquí, pero entonces los dragones y los hombres-dragón nos atacaron y nos vimos obligados a huir.
Observaba la expresión del thane y, cuando habló de dragones y hombres-dragón, vio que el rostro de Hornfel se endurecía, incrédulo.
—Ya hemos oído esas mentiras antes, Hornfel —intervino Realgar—. Es el mismo cuento que nos contaron los otros Altos.
Riverwind alzó la cara. Otros Altos. Eso sólo podía significar que se refería a sus amigos. Se preguntó dónde estarían, si se encontrarían a salvo y qué estaba ocurriendo allí. Tuvo las preguntas en la punta de la lengua, pero no las planteó. Se enteraría de más cosas sobre esos enanos antes de hablar de algo que no conviniera sacar a relucir.
No obstante, los enanos continuaron discutiendo entre ellos y Riverwind no entendió una sola palabra. Tenía la impresión de que el enano llamado Hornfel no confiaba en el que se llamaba Realgar ni le caía bien. Por desgracia, Hornfel tampoco se fiaba de él. Había otro thane que parecía estar de parte de Realgar y otro que apoyaba a Hornfel. Los demás parecían tener problemas para decidirse.
Gilthanas rebulló entre gemidos, pero los enanos no le prestaron atención y Riverwind no podía hacer nada para ayudar al elfo. No podía ayudar a nadie. Así pues, siguió sentado, observando y esperando.
Tanis no tuvo ningún problema en conseguir que lo arrestaran, si bien lo primero que tuvo que hacer fue liberarlos para que pudieran prenderlo. Caminaba calle adelante, cerca de la posada, cuando se topó con dos guardias hylars atados de pies y manos y con mordazas. Les cortó las ataduras y los ayudó a levantarse, y después les dijo que necesitaba hablar con Hornfel de un asunto de suma importancia. Los enanos estaban furiosos, pero no con Tanis. Ellos también querían hablar con el thane y, tras una corta deliberación, decidieron llevar a Tanis con ellos.
Los guardias enanos lo apremiaron a subir a uno de los elevadores. Otros enanos lo miraban fijamente, ceñudos, y varios alzaron la voz para preguntar qué pasaba. Los guardias no tenían ni tiempo ni ganas de contestar. Lo mantuvieron sujeto, a pesar de que él les aseguró que no intentaría escapar, que quería ver a Hornfel. Cuando el elevador se detuvo, los guardias se pararon para preguntar a otros guardias dónde se encontraba Hornfel.
—En la Sala de los Thanes —fue la respuesta.
Tanis no estaba de muy buen humor. Había dormido poco y no había comido nada. Se sentía indignado por el atentado contra sus vidas y estaba muy preocupado por Flint y por Tas, sabiendo como sabía que había draconianos en Thorbardin. Entró en la Sala de los Thanes decidido a hacer entender a Hornfel el peligro que corría. Planeaba hablar en primer lugar y dar tiempo a los thanes para asimilar sus palabras. Cuando sus amigos llegaran con el prisionero draconiano, usaría a la criatura para recalcar sus argumentos. Demandaría que les dieran permiso a sus amigos y a él para buscar a Flint y a Tas en el Valle de los Thanes. Tanis estaba convencido de que a Flint lo habían engatusado —o lo iban a engatusar— para conducirlo a algún tipo de trampa.
Tenía esas palabras en la mente y en la lengua cuando, al entrar en la Sala de los Thanes, se las borraron de golpe la sorpresa y la consternación al ver a Riverwind atado, magullado y ensangrentado y a Gilthanas casi inconsciente.
El semielfo se detuvo y miró a sus amigos de hito en hito. Los thanes dejaron de hablar y lo miraron a él con fijeza. El más estupefacto fue Realgar, al estar convencido de que Tanis y los demás habían muerto. El thane theiwar previó que se avecinaban problemas, pero no sabía cómo combatirlos pues ignoraba qué era lo que había salido mal.
Tanis intentó hablar, pero los guardias se lanzaron a presentar sus quejas. Hornfel pidió, severo, una explicación de por qué el prisionero estaba suelto. Los guardias respondieron al tiempo que señalaban a Realgar con gestos furiosos, mientras los otros thanes contribuían a aumentar la confusión al exigir a voces saber qué pasaba.
El semielfo se dio cuenta de que, por el momento, sus guardias lo defendían mejor de lo que habría podido hacer él, así que se dirigió presuroso hacia Riverwind, que estaba sentado y apoyado en una columna. A su lado, Gilthanas yacía tendido en el suelo, más muerto que vivo.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Quién os hizo esto?
—Hubo una emboscada —contestó Riverwind con un gesto de dolor y la respiración entrecortada—. Draconianos. Nos esperaban en la puerta. No te preocupes. Los refugiados están ocultos, a salvo. Dejé a Elistan a cargo.
—Chist, no hables. Yo resolveré esto.
Riverwind lo asió con una mano ensangrentada.
—Ese enano, el del yelmo, intentó hacernos admitir que habíamos venido a invadirlos... —Riverwind se hundió hacia atrás, jadeante. El sudor le perlaba la frente y le corría por la cara.