Tanis le puso los dedos en el cuello a Gilthanas para buscar el pulso. El elfo necesitaba cuidados urgentes.
Hornfel se las arregló para acallar a los otros thanes y lograr cierta apariencia de orden. Los guardias enanos empezaron su informe con la noticia de que el kender se había escapado y los había dejado inconscientes (pasaron sobre eso muy de prisa) y después, con creciente ira, explicaron que acababan de recobrar el sentido cuando los atacaron cuatro theiwars. De lo siguiente que tuvieron conciencia fue de que el Alto (señalaron a Tanis) les cortaba las ataduras e insistía en que quería ver a Hornfel.
—¿Qué significa todo esto? —preguntó Hornfel con una mirada fulminante a Realgar.
—Yo te lo contaré, thane —intervino el semielfo mientras se incorporaba—. Los theiwars querían quitar de en medio a nuestros guardias para poder envenenarnos.
—Eso es mentira —gruñó Realgar—. Si alguien intentó envenenaros, humano, no hemos sido mi gente y yo. En cuanto a esos guardias, mis hombres los sorprendieron borrachos en plena guardia y decidieron darles una lección.
Los guardias negaron la acusación con vehemencia. Uno saltó hacia Realgar y su compañero tuvo que sujetarlo y tirar de él hacia atrás.
—Tenemos pruebas que demuestran que lo que digo es cierto —afirmó Tanis—. Tenemos los hongos venenosos y los cuerpos de dos theiwars que entraron a la posada para regodearse con lo que habían hecho y saquear nuestros cadáveres. Y tenemos más pruebas sobre un asunto mucho más grave que atentar contra nuestra vida, grandes thanes.
—¿Y qué hay de esas otras pruebas? —demandó Realgar, que señaló a Riverwind—. Este humano y los que venían con él admitieron que estaban con un ejército de humanos y elfos y planeaban invadir nuestro reino.
—Si él o cualquiera de los que vinieron con él dijeron tal cosa, lo harían para acabar con el dolor de la tortura. ¡Mirad lo que les han hecho! —protestó Tanis—. ¿Es así como hombres de honor de cualquier raza tratan a sus prisioneros?
»Quiero preveniros, thanes de Thorbardin —continuó el semielfo—, de que existe un ejército preparado para invadir vuestro reino, pero no es un ejército de humanos. Es un ejército de hombres-dragón al servicio de la Reina Oscura.
—¡Intenta engañarnos con esa absurda historia para distraernos y así pillarnos desprevenidos él y sus humanos! Yo al menos no perderé tiempo quedándome a escuchar las mentiras de este humano. Tengo que ir a preparar a mis tropas para repeler la invasión del ejército humano...
Realgar echó a andar hacia la puerta.
—¡Detenedlo, thanes! —advirtió Tanis—. Os ha traicionado. Está confabulado con esos hombres-dragón y su cruel amo, lord Verminaard. Les ha abierto las puertas de Thorbardin.
—Realgar —dijo Hornfel, severo—, debes quedarte para responder a esas acusaciones...
—¡Tú no eres el Rey Supremo, Hornfel! —replicó el theiwar—, ¡No puedes darme órdenes!
—¡Guardias, prendedlo! —ordenó el hylar.
Realgar abrió la mano y se vio que en la palma guardaba un anillo negro como el azabache; se lo puso en un dedo. Una bocanada de humo maloliente salió del anillo e hizo retroceder a los soldados, que empezaron a dar arcadas y a toser. Realgar desapareció.
—El theiwar dice la verdad, Hornfel —manifestó Ranee—. Estos humanos y sus amigos los elfos son el verdadero peligro. No hagas caso de las mentiras de este Alto.
—¡Tengo pruebas! —replicó Tanis—. Mis amigos y yo capturamos a uno de los hombres-dragón. ¡Traen hacia aquí a ese monstruo para que lo veáis con vuestros propios ojos!
—No voy a esperar —dijo Hornfel, decidido—. Iré a verlo yo. Y tú vendrás conmigo, semielfo.
—Iré, thane, pero antes debo ocuparme de mis amigos —contestó Tanis—. Están malheridos y necesitan que se los atienda y se los cure.
—Ya se ha mandado llamar a los médicos —contestó Hornfel—. Llevarán a tus amigos a la Casa de Salud, pero —añadió en tono sombrío— todos seguiréis siendo prisioneros hasta que haya determinado la verdad de lo que está pasando.
Salió de la Sala de los Thanes, y Tanis no tuvo más remedio que acompañarlo. Los otros thanes decidieron ir con ellos, incluido Ranee, que empezaba a pensar que Realgar también lo había traicionado a él.
El Gran Bulp se unió al grupo, pero sólo porque había sacado la errónea impresión de que todos iban a comer.
38
Huida. Un baño. Guerra bajo la montaña
El draconiano yacía despatarrado en el suelo. Caramon se encontraba de pie a su lado y se chupaba los nudillos despellejados.
—Esta cosa tiene duro el cráneo —protestó—. Lo que me gustaría saber es por qué no lo matamos y les enseñamos a los enanos el cadáver. Sería mucho más fácil.
—Retiro lo que dije sobre tu inteligencia, hermano —criticó Raistlin. El mago se había sentido mareado y débil, consecuencia de la ejecución del hechizo, y estaba de mal humor.
—¿Qué? —Caramon lo miró desconcertado.
—No habría cadáver que enseñarles —explicó Sturm con paciencia—. Acuérdate de lo que pasa cuando matamos a una de estas bestias. O estallan en pedazos o se convierten en polvo o...
—Ah, sí, cierto. Se me había olvidado. —Caramon se dio capones en un gesto que ponía de relieve su buen carácter.
—Deberíamos irnos ya —sugirió Raistlin—. Tanis ha tenido tiempo de sobra para hablar con los thanes.
—La contemplación de esta belleza tendría que conseguir que los thanes levantaran las posaderas de sus tronos y cobraran conciencia de lo que tienen a su alrededor —dijo Sturm—. Caramon, trae aquí el tablero de la mesa y ayúdame a ponerlo encima.
Habían intentado alzar al draconiano, pero las alas de la criatura dificultaban la tarea de cargar con él. A Caramon se le había ocurrido la idea de arrancar las patas de la mesa y convertir el tablero en una improvisada camilla. El hombretón lo acercó y lo soltó al lado del inconsciente draconiano.
Gruñendo por el esfuerzo, empujó al ser y lo hizo rodar sobre el vientre para que las alas no fueran un estorbo. El draconiano las había mantenido plegadas para ocultarlas debajo de las ropas, pero cuando lo alcanzó el conjuro de sueño las alas se habían relajado y ahora le cayeron pesadamente a los costados. Entre Caramon y Sturm consiguieron, con muchos forcejeos y resoplidos, poner al draconiano sobre el tablón.
—¡Pesa tanto como una casa pequeña! —jadeó Sturm.
Caramon, que probablemente habría sido capaz de levantar una casa pequeña de habérselo propuesto, se mostró de acuerdo con un cabeceo mientras se limpiaba el sudor de la cara. El draconiano no sólo pesaba mucho, sino que además llevaba armadura debajo de la ropa, así como una espada. Sturm lo despojó de ella y la tiró a un lado.
—¿Y tenemos que cargar con este engendro de demonio hasta lo alto del Árbol de la Vida? —preguntó Caramon a la par que sacudía la cabeza—. Esto..., Raist, ¿y tú no podrías...?
—No, no podría —contestó secamente el mago—. Ya estoy debilitado por los conjuros que he lanzado hoy. Tendréis que arreglaros como mejor podáis.
—Ve tú delante —le dijo Sturm a Caramon.
El hombretón se agachó, asió el tablero con el monstruo tendido encima y, con un gruñido, lo alzó del suelo. Sturm agarró el otro extremo y consiguieron sacar tablero y draconiano por la puerta.
—¡Esperad! —ordenó Raistlin—. Deberíamos taparlo con una manta. Bastante vamos a llamar la atención para que además nos vean cargar con un monstruo a través de sus calles.
—¡Date prisa! —jadeó Sturm.
Raistlin recogió dos mantas y las echó sobre el draconiano.
—Iré delante para ir abriendo camino —se ofreció el mago.
—¿Seguro que eso no te exigirá demasiado esfuerzo? —inquirió Sturm con acritud.