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Raistlin estaba sentado en una manta que su hermano había extendido en el suelo para él. Sostenía el bastón acunado en los brazos y tenía la mirada abstraída, vuelta hacia adentro. Daba la impresión de que no estuviera escuchando.

Hederick terminó diciendo que cuando llegara la primavera reanudarían el viaje a Tarsis, la ciudad junto al mar, donde encontrarían un barco que los llevara lejos de aquella tierra destrozada por la guerra.

—Un lugar donde los humanos puedan vivir en paz —concluyó el Sumo Teócrata, que dio énfasis a la palabra «humanos»—. Un lugar lejos de esa clase de gente dada a causar problemas y disputas en el mundo.

—¿De qué clase de gente habla? —quiso saber Tas, interesado.

—De elfos —contestó Tanis mientras se rascaba la barba.

—De enanos —gruñó Flint.

—Y de kenders —añadió Caramon al tiempo que le daba un tirón del copete que, aunque sin mala intención, hizo soltar un quejido a Tas.

Hederick miró hacia el grupo y apretó los labios en un gesto desaprobador, tras lo cual volvió la vista hacia la audiencia como diciendo: «¿Veis a lo que me refiero?»

Sin más, se retiró en medio de un gran aplauso.

—¿Qué clase de memoria tiene? —comentó Sturm mientras se atusaba el largo bigote que era el sello de los Caballeros de Solamnia y el orgullo de Sturm, junto con la espada y la armadura de su padre, que era toda la herencia que le había dejado su progenitor—. ¡Elfos y un enano contribuyeron a salvar su miserable vida!

—¡Y un kender! —añadió Tas, indignado.

—Quizás Elistan se lo recuerde ahora —dijo Tanis al ver que el Hijo Venerable de Paladine se adelantaba para dirigirse a la multitud.

—Los dioses del bien contuvieron la oscuridad —expuso Elistan—, del mismo modo que contuvieron las nieves que en breve alfombrarán este valle, pero el invierno llegará y también lo harán las fuerzas del mal.

—Si, como dices, Hijo Venerable, tu dios Paladine y los otros dioses de la luz nos han protegido en el pasado —lo interrumpió Hederick—, ¿no se nos puede asegurar que seguirán protegiéndonos en el futuro? —preguntó el Sumo Teócrata.

—Los dioses nos han ayudado, es cierto —contestó Elistan—, y seguirán ayudándonos, pero nosotros hemos de hacer la parte que nos toca. No somos criaturas de pecho cuyas necesidades han de atender sus padres. Somos hombres y mujeres adultos. Tenemos libre albedrío, un don otorgado por los dioses. Tenemos la capacidad de elegir...

—Y elegimos quedarnos aquí, en este valle —dijo Hederick.

Sus palabras dieron pie a risas y aplausos. Flint le dio a Tanis con el codo.

—Mira allí —instó en tono de urgencia, al tiempo que señalaba.

Los Hombres de las Llanuras se marchaban, habían dado la espalda a los oradores y a sus compañeros de huida y se marchaban de la arboleda. Riverwind y Goldmoon seguían parados, como reacios a marcharse, pero luego, sacudiendo la cabeza, Riverwind echó a andar. Le dijo algo a Goldmoon, pero la mujer no lo siguió de inmediato. Su mirada penetrante recorrió la multitud hasta dar con Tanis.

Goldmoon se quedó mirándolo largos instantes y el semielfo vio en su triste sonrisa una disculpa. Después, ella también se dio media vuelta y caminó hacia su esposo. Los dos fueron a reunirse con su pueblo.

Para entonces, todos los asistentes observaban la marcha de los Hombres de las Llanuras. «¡Idos con viento fresco!» gritaron algunos, pero otros manifestaron que era una vergüenza dejar que se marcharan enfadados. Hederick se mantuvo en segundo plano, con una sonrisa satisfecha.

Raistlin se había acercado a Tanis y le tiró de la manga. El semielfo olía el aroma a pétalos de rosa secos que emanaba del saquillo de ingredientes de conjuros que llevaba colgado del cinturón ceñido al talle. También le llegaba el olor a podredumbre, persistente alrededor del mago, un olor que el dulce aroma a rosas nunca conseguía enmascarar del todo. Los pétalos de rosa no eran los únicos ingredientes para hechizos que llevaba el mago. Algunos eran mucho menos placenteros.

—Algo va mal —dijo Raistlin en tono apremiante—. ¿No lo percibes?

Soltó un repentino siseo; asió a Tanis del brazo, y los dedos largos y esbeltos se le clavaron dolorosamente en la carne.

—Raistlin, no es un buen momento para... —empezó el semielfo, irritado.

—¡Chist! —Raistlin alzó la cabeza, como para escuchar—, ¿Dónde está el kender? ¡De prisa! ¡Lo necesito!

—¿De verdad? —gritó Tasslehoff, sorprendido—. Perdona —añadió, dándose importancia y pisándole a Flint los dedos de los pies—. Tengo que reunirme con Raistlin. Me necesita...

—Tienes la vista más aguda de todo el grupo —dijo el mago, que asió al kender con fuerza—. ¡Mira el cielo, de prisa! ¿Qué ves?

Tas hizo lo que le decía; doblando el cuello de forma que casi se cayó de espaldas, escudriñó el firmamento.

—Veo una nube blanca que parece un conejo. Allí. ¿La ves, Caramon? Tiene las orejas largas y la cola como una bola de algodón y...

—¡No seas ridículo! —gruñó Raistlin, que sacudió a Tas con tanta brusquedad que le echó la cabeza hacia adelante—. ¡Sigue mirando!

—Me vendría bien saber qué se supone que estoy buscando —indicó Tas dócilmente.

—Ese mago me pone la piel de gallina —dijo Flint, ceñudo, mientras se frotaba los brazos.

—No es él —manifestó Tanis—. Yo también lo noto. ¡Sturm! —llamó al tiempo que buscaba al caballero.

Sturm se había quedado a la sombra de un roble separado de los demás, sobre todo de Raistlin. El caballero de mentalidad estricta que vivía según el Código Est Sularis oth Mithas, «Mi honor es mi vida», había crecido junto con Raistlin y su hermano, y aunque a Sturm le caía bien Caramon, al caballero nunca le había gustado el mago ni había confiado en él.

—También yo lo percibo —dijo Sturm.

Un silencio inquieto se había adueñado de la multitud. La gente se giraba hacia un lado y otro buscando la causa del cosquilleo de miedo que le ponía el vello de punta en los brazos y la carne de gallina. Los Hombres de las Llanuras se habían parado y alzaban la vista al cielo. Riverwind tenía la mano posada sobre la empuñadura de la espada.

—¡Esto me recuerda algo! —exclamó Tanis de repente.

—Xak Tsaroth —murmuró Sturm.

—¡Allí! —gritó Tas al tiempo que señalaba—. ¡Un dragón!

El reptil volaba a gran altura sobre ellos, tan alto que el inmenso monstruo semejaba un juguete infantil, un juguete mortífero. Mientras la gente lo contemplaba con terror, el dragón inclinó las alas y empezó a descender en lentos y perezosos círculos. El sol matinal arrancó destellos en las rojas escamas y brilló a través de las finas membranas de las alas rojas. El miedo, que era parte del arsenal de un dragón, se apoderó de la multitud.

—¡Corred! —chilló Hederick—. ¡Corred si queréis vivir!

Tanis experimentaba el terror. Tenía ganas de huir, de correr a cualquier parte, donde fuera, impulsado por la ciega, desesperada necesidad de escapar al horror, pero comprendía que huir era lo peor que podían hacer. La mayoría de la gente se encontraba debajo de los árboles, oculta a la vista del dragón por las extendidas ramas.

—¡No os mováis! —consiguió gritar, aunque tuvo que esforzarse para respirar a pesar del asfixiante miedo—. Si nadie se mueve es posible que el dragón no nos vea...

—Demasiado tarde... —dijo Sturm, que tenía la vista alzada hacia la bestia—. El dragón ya ha visto cuanto tenía que ver, al igual que su jinete.

El dragón se había aproximado hacia ellos. Todos alcanzaban a ver al jinete equipado con la pesada armadura y un yelmo astado con máscara. El jinete montaba con comodidad en la silla diseñada específicamente para acoplarse al lomo de un dragón, entre las alas.