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—¿Goblins? —Caramon contempló a Sturm, asombrado—. Ésos no son goblins. —Desconcertado, miró a su hermano—. ¿Por qué cree que son goblins?

—Extraordinario —musitó el mago, intrigado—. Sólo son conjeturas, pero puesto que los draconianos no existían durante la época en la que vivió el príncipe, deduzco que el yelmo no sabe qué pensar sobre estos monstruos. En consecuencia, el príncipe ve lo que espera ver: goblins.

—Estupendo —rezongó el guerrero—. Tiene narices.

Se asomó por el borde a la pared negra y lisa, que trazaba un pronunciado repecho de unos diez metros para acabar en un montículo de cascotes que eran fragmentos de la fortaleza derruida y que se mezclaban con rocas en un gran amasijo. Al pie del cerro de escombros había un amplio espacio de suelo seco, que era donde los draconianos habían acampado, y más allá la niebla y el miasma de una ciénaga.

—Supongo que podríamos descolgarnos por la pared —sugirió Caramon en tono dudoso—. Aunque parece resbaladiza.

El guerrero esperó hasta ver que al draconiano se le caía la cabeza en el pecho y después sacó un poco el cuerpo por el borde para ver mejor la pendiente. En el momento en el que tocó con la mano la roca suave y negra la retiró bruscamente y soltó una imprecación.

—¡Maldita sea! —exclamó mientras se frotaba la palma que se le había puesto de un intenso color rojo—. ¡Esa condenada roca está fría como el hielo! ¡Es como meter la mano en un lago helado! —Se chupó los dedos.

—¡Déjame probar a mí! —pidió Tas, anhelante.

La cabeza del guardia se irguió con brusquedad. El draconiano bostezó y miró a su alrededor. Caramon agarró al kender y tiró de él hacia atrás.

—Al menos tú puedes usar la magia para descender flotando —increpó el guerrero a su hermano con tono de reproche—. Los demás tendremos que usar cuerdas para empujar con los pies y separarnos de la pared. Eso nos hará ir más lentos y seremos blancos fáciles.

—Estás de muy mal humor esta mañana, hermano —contestó Raistlin, que miró de soslayo a Caramon.

—Sí, bueno... —El guerrero se frotó la mandíbula, en la que crecía la barba de un par de días y empezaba a picarle—. Estoy preocupado por Tika, eso es todo.

—Me culpas porque la chica se largara sola.

—No, Raist, no te culpo a ti —contestó Caramon con un suspiro—. Si quieres saberlo, la culpa es mía.

—Puedes echarme la culpa a mí también —ofreció Tas, lleno de remordimientos—. Debería haber ido con ella.

El kender se asió el copete y se dio un fuerte tirón como castigo.

—Si hay que culpar a alguien, es a la propia Tika. Marcharse ha sido una imprudencia, un impulso absurdo fruto de su insensatez —opinó Raistlin—. Pero baste decir que corre menos peligro al regresar al campamento que el que estaría corriendo ahora aquí, con nosotros.

Caramon rebulló y pareció a punto de decir algo, pero Raistlin se le adelantó.

—Será mejor que nos preparemos para la partida. Caramon, tú y Tas volved y traed más cuerdas y cualquier otra cosa que encontréis y que creáis que nos podría ser de utilidad. Yo me quedaré con su alteza.

En el instante en el que Caramon y Tasslehoff se pusieron de pie, Sturm pensó que se ponían en marcha y sólo los argumentos persuasivos del mago impidieron que el caballero saliera corriendo.

—Espero que esos draconianos entren pronto en la fortaleza, porque no vamos a poder retener a Sturm mucho más tiempo —comentó Caramon.

El guerrero y el kender regresaron con cuerdas y empezaron a prepararlas para el descenso por la ladera. Una vez que Sturm se dio cuenta de lo que hacían, les ofreció su ayuda. El caballero no sabía nada sobre escalar montañas, pero el príncipe Grallen, que había pasado toda la vida bajo la montaña en los pasadizos subterráneos de los enanos, era experto en la materia. Su consejo resultó inestimable. Le enseñó a Caramon cómo hacer nudos fuertes y la mejor forma de asegurar las cuerdas.

Mientras trabajaban, los draconianos acampados abajo empezaron a despertarse. Raistlin, que hacía guardia, advirtió que el bozak tenía el mando del grupo. Más grande y supuestamente más listo que los baaz, el bozak de escamas broncíneas más que actuar como un comandante lo hacía como un matón y un tirano.

En el momento en el que se despertó, se puso a dar patadas y golpes a los baaz hasta que, entre rezongos y gruñidos, se pusieron de pie. El bozak repartió trozos de carne agusanada a los baaz y se quedó con la parte más grande para sí mismo y cinco baaz que por lo visto eran su escolta.

Por lo que Raistlin pudo entender de la mezcla de Común, argot de soldadesca y draconiano, el bozak ordenaba a sus soldados entrar de nuevo en la fortaleza para seguir buscando cualquier cosa de valor. Les recordó que después se quedaría con su parte y que más valía que nadie se guardara nada o le cortaría las alas de cuajo.

Encabezados por el bozak, los draconianos entraron en tropel en la fortaleza y poco después Raistlin oía los gritos guturales del bozak que resonaban a lo largo de corredores, a bastante profundidad por debajo del conducto de aire.

Caramon esperó en tensión, con la cuerda en la mano, hasta que las voces draconianas y el ruido del pataleo de pisadas se perdieron en la distancia. Entonces miró a su hermano y asintió con la cabeza.

—Estamos preparados.

Raistlin se subió al borde del agujero. Sosteniendo el Bastón de Mago se colocó, miró abajo, hacia el suelo que tenía unos veinticinco metros más abajo, y levantó los brazos.

—¡No, Raist! —exclamó de repente Caramon—. Puedo cargarte a la espalda.

Raistlin se giró para mirarlo.

—Me has visto hacer esto incontables veces, hermano.

—Sí, lo sé. Es sólo que... tu magia no funciona siempre.

—Mi magia no funciona siempre porque soy humano y falible —repuso el mago, irritado, porque eso era algo que no le gustaba que le recordaran—. Sin embargo, la magia del bastón nunca falla.

A despecho de sus palabras de convicción, Raistlin sentía el mismo cosquilleo de incertidumbre en la boca del estómago que sentía siempre que se entregaba por completo en manos de la magia. Se dijo a sí mismo, como hacía siempre, que estaba siendo un estúpido. Extendió los brazos, pronunció la palabra imperativa y saltó al aire.

El Bastón de Mago no le falló. La magia del cayado lo envolvió y, sustentado en las corrientes de la magia como si fuera tan ligero como un vilano, lo bajó y lo posó suavemente en el suelo.

—Ojalá pudiera hacer yo eso —dijo Tasslehoff con anhelo, asomado al borde—. ¿Crees que podría intentarlo, Caramon? A lo mejor ha quedado un poquito de magia en el aire...

—¿Y perderte la diversión de descender por esta pared vertical que está tan fría que te quemaría la piel si la rozaras? —gruñó Caramon—. ¿Por qué ibas a querer hacer eso?

Miró abajo y vio que Raistlin le hacía una seña para que supiera que estaba bien y luego se dirigía presuroso hacia la entrada de la fortaleza. El mago se quedó allí, observando y escuchando un buen rato y después volvió a mover el brazo para indicarle que todo estaba tranquilo. Caramon bajó con una cuerda las mochilas y el resto del equipaje, incluidas la jupak de Tas y la armadura de Sturm, que Raistlin habría querido dejar allí pero que el guerrero había insistido en llevar.

Raistlin desató los bultos, los apartó a un lado y después se situó cerca de la entrada, escondido detrás de una roca para coger por sorpresa a los draconianos si volvían. Caramon, Tas y Sturm empezaron el descenso.

El caballero bajó a pulso y con la facilidad de la práctica. Tasslehoff descubrió que descender una pared rocosa era realmente divertido; se empujaba con los pies contra la ladera de manera que salía lanzado al aire y luego volvía hacia la pared y vuelta a hacer lo mismo. Rebotó contra la cara del monte con gran regocijo hasta que Caramon lo regañó y le ordenó que se dejara de tonterías y bajara de una vez. El guerrero se movía despacio, nervioso de confiar la sustentación de su peso a la cuerda, y plantando los pies con torpeza contra la piedra. Fue el último en llegar abajo y lo hizo con un profundo suspiro de alivio. Comparado con eso, el descenso por el montón de piedras y cascotes resultó relativamente sencillo. Recogían sus posesiones cuando Raistlin salió de su escondrijo y les siseó para que guardaran silencio.