A Riverwind no le pasó por alto que algunos empezaban a vacilar y tomó la resolución de ponerse en marcha en cuanto hubiese un poco de luz en el cielo, antes de que tuvieran ocasión de cambiar de parecer. Sus exploradores habían encontrado la trocha abierta por Tanis y le informaron que la primera parte del viaje sería fácil; eso levantaría el ánimo a los viajeros y les daría confianza.
El día amaneció soleado y brillante. Justo antes de emprender la marcha, los exploradores volvieron con noticias de que la senda del enano conducía a un paso entre las montañas que hasta ese momento les había pasado inadvertido. Riverwind estudió el rudimentario mapa que Flint le había dibujado y los exploradores afirmaron que el mapa coincidía con lo que ellos habían encontrado. Mirando los trazos, Riverwind recordó la enigmática orden de Flint: llevar picos. Aunque ello significaba más carga para algunos, siguió las instrucciones del enano.
Los refugiados lanzaron vítores ante la noticia de que se había descubierto un paso y lo interpretaron como un buen augurio para el futuro. Emprendieron la marcha en silencio, sin mucho jaleo ni aspavientos. La dura vida de adversidades y privaciones los había endurecido. Estaban acostumbrados al esfuerzo físico; habían caminado muchos kilómetros para llegar a ese lugar y estaban preparados para caminar otros tantos kilómetros o más. Gozaban de buena salud; Mishakal había sanado a los enfermos. Hasta Tika se había recuperado casi por completo. Laurana reparó en que su amiga se mostraba inusitadamente taciturna y prefería ir sola, evitando tener compañía. Las heridas del cuerpo se habían sanado; las del corazón eran más profundas y ni siquiera una diosa podía remediarlas.
El sol brillaba y la temperatura aumentó conforme pasaba el tiempo, justo con el frío suficiente para que el esfuerzo de la caminata no resultara agobiante por el calor. Maritta empezó a entonar una canción adecuada para marchar por el camino, y en seguida todos unieron sus voces a la de la mujer. Avanzaron a buen ritmo por la vereda, a un paso regular y sostenido.
Riverwind sintió que su carga se aligeraba.
Esa noche, tras la partida de los refugiados, Hederick el Sumo Teócrata se encontró sentado solo en su cueva. Había pasado el día «deleitando» con algunos de sus mejores discursos a aquellos de sus seguidores que habían decidido quedarse. Eran menos de los que Hederick había esperado que se quedarían y ya habían escuchado varias veces todas sus arengas. Cuando empezó a oscurecer, pusieron cualquier excusa para escabullirse, ya fuera para irse a acostar o para reunirse a la luz de la lumbre a jugar a «puntos negros», un juego en el que unas teselas blancas marcadas con puntos negros se colocan siguiendo diversos patrones de números. Puesto que el Sumo Teócrata había prohibido terminantemente las apuestas, los hombres creyeron que era mejor mantener en secreto su juego.
Hederick se encontró solo, sin audiencia. La noche era silenciosa; increíblemente silenciosa. Estaba acostumbrado al ruido y el ajetreo del campamento, acostumbrado a caminar por el asentamiento haciéndose el importante. Todo eso se había acabado. Aunque había tenido buen cuidado de no demostrarlo, lo irritaba que tan poca gente hubiese confiado lo suficiente en él para quedarse y que la mayoría hubiese elegido partir hacia lo desconocido con un tosco e inculto salvaje. Hederick se había dicho que lo lamentarían.
Ahora que estaba solo, con tiempo para pensar, el que lo lamentaba era él. Sentado en la oscuridad se preguntó con inquietud qué pasaría si esa tonta camarera tuviera razón.
17
Sin sombra. Demasiadas sombras. Los sueños de un enano
La misma luz del sol que calentaba el corazón y el ánimo de los refugiados brillaba en el cielo sobre Caramon, Raistlin, Sturm y Tas. Sin embargo, el astro no consiguió calentar ni animar a ninguno de los cuatro. Caminaban por una tierra yerma, inhóspita, desolada. Caminaban por las llanuras de Dergoth.
Todos habían creído que no podía haber nada peor que vadear la ciénaga que rodeaba el Monte de la Calavera. El agua hedía a podredumbre y corrupción. No tenían ni idea de qué clase de criaturas vivirían bajo las aguas limosas, pero alguna había. Por las ondas que rizaban la superficie o por un repentino movimiento alrededor de los pies, era evidente que al pasar molestaban a alguna especie habitante del pantano. Tuvieron que mantenerse juntos para no perderse de vista entre la densa niebla y se vieron obligados a avanzar despacio, arrastrando los pies, para evitar tocones y ramas muertas que quedaban ocultos bajo el agua.
Por suerte, no era un pantano grande y salieron en seguida de la lobreguez de la ciénaga a un terreno seco, liso y duro. Los zarcillos tenues de la niebla siguieron enroscados alrededor de los amigos, pero un viento frío no tardó en deshacerlos. Volvieron a ver el sol y se felicitaron al creer que habían sobrevivido a lo peor. Sturm señaló una cadena montañosa que se alzaba en lontananza.
—Debajo de aquel pico conocido como Buscador de Nubes se encuentra Thorbardin —les dijo el príncipe Grallen, y Raistlin lanzó a Caramon una mirada de triunfo.
Tras un breve descanso reemprendieron la marcha y entraron en las llanuras de Dergoth. Poco después todos empezaron a desear hallarse en cualquier otro sitio, incluso de vuelta en el fétido miasma que acababan de dejar atrás. Al menos la ciénaga tenía vida. Era una vida verde y fangosa, escamosa y sinuosa, espeluznante y serpenteante, pero vida al fin y al cabo.
En las llanuras de Dergoth imperaba la muerte. Allí ya no vivía nada. Antaño habían existido praderas y bosques poblados de pájaros y otros animales. Trescientos años atrás allí se había librado una batalla en la que combatieron enanos contra enanos en una disputa encarnizada. La tierra se empapó de sangre, se exterminó a los venados, las aves huyeron. La hierba se pisoteó y se talaron los árboles para hacer piras funerarias en las que incinerar los cadáveres. Aun así, seguía quedando vida. Los árboles habrían crecido de nuevo, la hierba habría reverdecido y las aves y los animales habrían regresado.
Entonces ocurrió la espantosa explosión que demolió la gran fortaleza y acabó con todos los combatientes de ambos bandos. La conflagración destruyó todo lo que existía con tal violencia que no quedó ni el más leve vestigio de vida. Ni árboles ni hierba ni bestias ni insectos ni liquen ni musgo. Nada excepto muerte. Grotescos montones de armaduras retorcidas, chamuscadas y derretidas y pilas de ceniza alfombraban el suelo arrasado por el fuego. No había quedado nada más de los dos ejércitos cuyos denodados esfuerzos habían finalizado en un único instante terrible en el que el fuego devoró cuerpos, hizo hervir la sangre y los consumió totalmente.
Las llanuras de Dergoth, situadas entre el Monte de la Calavera y Thorbardin, eran planicies de desesperación. El sol brillaba en el cielo azul, pero era una luz fría, como la de las lejanas estrellas, y no proporcionaba calor a quienes se veían obligados a cruzar aquel espantoso lugar, un sitio tan horrible que hasta borró la alegría del kender.
Tasslehoff caminaba con la mirada prendida en sus botas cubiertas de ceniza, porque mirarlas era mejor que mirar al frente y no ver nada aparte de nada, cuando de repente se fijó en algo extraño. Alzó los ojos al cielo y de nuevo los bajó al suelo.
—Caramon, he perdido mi sombra —dijo con voz tensa.
El guerrero oyó al kender, pero fingió que no. Ya tenía bastante con preocuparse de su hermano. Raistlin lo estaba pasando mal. Fuera cual fuese la energía que lo había sostenido y le había dado fuerzas en el viaje al Monte de la Calavera, parecía que lo hubiese abandonado al marcharse de allí. La caminata a través de la ciénaga lo había dejado exhausto. Caminaba despacio, apoyado en el bastón, y cada paso parecía costarle un gran esfuerzo.
Aun así, se había negado a descansar. Insistió en que siguieran adelante y comentó que el supuesto príncipe Grallen no les permitiría detenerse, cosa que seguramente era verdad. Caramon tenía que ir frenando continuamente a Sturm, que marchaba a paso rápido, fija la vista en las montañas, porque en caso contrario habría dejado atrás al agotado mago con su marcha lenta.