—Mira, Caramon, tú también has perdido la tuya —señaló Tas con alivio—. Ya no me siento tan mal.
—¿Que he perdido qué? —inquirió el guerrero, que sólo le prestaba atención a medias.
—Tu sombra —contestó Tas al tiempo que señalaba al suelo.
—Probablemente será mediodía —comentó con desgana Caramon—. No se ve la sombra de uno cuando tienes el sol justo encima de la cabeza.
—Eso es lo que pensé yo —dijo Tas—, pero mira el sol. Está casi en el horizonte. Faltan un par de horas para que oscurezca. No, nuestras sombras han desaparecido —concluyó con un suspiro.
Con una sensación de ridículo, Caramon se volvió a mirar hacia atrás para ver su sombra. Tenía el sol delante, pero no había una sombra alargándose detrás de él. Ni siquiera veía sus huellas, que deberían haberse marcado con claridad en la fina ceniza gris. Experimentó la repentina sensación de haber dejado de existir.
—Caminamos por un mundo de muerte al que no pertenecen los seres vivos —dijo Raistlin con la voz reducida a un mero susurro—. No proyectamos sombra ni dejamos huellas.
—Odio este sitio —dijo Caramon, estremecido por un escalofrío.
Lanzó una mirada aciaga a Sturm, que se había parado para esperarlos y daba golpecitos con un pie en señal de impaciencia.
—Raist, ¿y si el yelmo encantado que lleva puesto nos está conduciendo hacia una trampa mortal? Quizá deberíamos regresar.
Raistlin se planteó, anheloso, volver al Monte de la Calavera. No le encontraba explicación, pero mientras habían estado allí se había sentido fuerte y sano, casi como antes de la Prueba. Allí fuera, ahora, tenía que obligarse a dar cada paso, cuando lo que deseaba era dejarse caer en el suelo cubierto de ceniza gris y dormir sobre el polvo de los muertos. Tosió, sacudió la cabeza e hizo un débil ademán para señalar al caballero.
Caramon entendió. Sturm, bajo la influencia del yelmo, estaba obligado a ir a Thorbardin. Si regresaban, no querría ir con ellos.
Raistlin le tiró de la manga a su hermano.
—¡Tenemos que seguir! —dijo jadeante—. ¡No debemos dejar que la noche nos sorprenda en este horrible lugar!
—¡Amén a eso, hermano! —convino Caramon de todo corazón. Colocó el fuerte brazo debajo del de su gemelo para servirle de apoyo en su vacilante caminar y alcanzaron a Sturm.
—Espero recuperar mi sombra —dijo Tasslehoff, que iba detrás—. Le tenía cariño. Acostumbraba venir conmigo a todas partes.
Siguieron avanzando trabajosamente.
Su sombra, alargándose a un lado del camino, advertía a Tanis que sólo quedaban unas pocas horas de luz. Habían bajado de la montaña con rapidez por la antigua calzada enana que descendía entre pinos. Unos cuantos kilómetros más y llegarían al bosque. Un lecho de agujas de pino sonaba muy bien después de las incómodas y lúgubres noches en la montaña, con la roca por colchón y una piedra de almohada.
—Huelo a humo —dijo Flint, que se frenó de golpe.
El semielfo husmeó el aire. También él captó el olor a humo. No se había percatado de ello. En el campamento, ese olor de las lumbres de las cocinas había sido penetrante. Estaba cansado de caminar todo el día y no había sabido apreciar realmente lo que ese olor significaba allí. Cuando cayó en la cuenta, irguió la cabeza y escudriñó el cielo.
—Allí está —dijo al tiempo que señalaba unos pocos zarcillos negros que se elevaban por encima de los pinos, no muy lejos de su posición. Observó el humo—. A lo mejor es un incendio forestal.
—Huele a carne quemada —respondió el enano a la par que sacudía la cabeza. Frunció el entrecejo y lanzó una mirada cargada de pesimismo por debajo de las pobladas cejas—. Qué va, no huele a incendio forestal. —Clavó el pico en el suelo y manifestó con gesto avinagrado:— Huele a enano gully. Ése es el pueblo del que te hablé. —Miró en derredor—. Debería haber reconocido dónde habíamos venido a parar, pero nunca había llegado hasta aquí desde esta dirección.
—Me he estado preguntando si el pueblo al que te referías era en el que estuviste prisionero.
Flint soltó un fuerte resoplido y se puso muy colorado.
—¡Como si fuera yo a acercarme a ese sitio ni en mil años!
—No, claro que no —dijo Tanis, que disimuló una sonrisa y cambió de tema—. Hasta ahora siempre habíamos encontrado a los enanos gullys en ciudades. Parece extraño hallarlos instalados aquí, en terreno agreste.
—Esperan a que las puertas se abran —contestó Flint.
—¿Cuánto tiempo llevan ahí? —inquirió Tanis, que miró al enano con aire perplejo.
—Trescientos años. —Flint agitó la mano—. Hay madrigueras de gullys por toda esta zona. El día que las puertas se cerraron y los dejaron fuera, los gullys se sentaron en cuclillas delante de la montaña a esperar, convencidos de que las puertas volverían a abrirse. Todavía siguen esperando.
—Al menos esto demuestra que los gullys son optimistas —comentó el semielfo. Entonces salió de la calzada hacia una vereda que viraba en la dirección del humo.
—¿Dónde crees que vas? —demandó Flint, inmóvil en la calzada como si se hubiese quedado clavado en el sitio.
—A hablar con ellos —contestó el semielfo, a lo que su amigo respondió con un gruñido.
—Se ve que como el kender no anda por aquí echas en falta tu ración diaria de estupideces —rezongó el enano.
—Los enanos gullys tienen un talento natural para localizar lo oculto —repuso Tanis—. Como vimos en Xak Tsaroth, lograron colarse por pasadizos secretos y túneles. ¿Quién sabe? Quizás han descubierto alguna forma de entrar en la montaña.
—En tal caso, ¿por qué siguen viviendo fuera? —razonó Flint, aunque fue en pos de su amigo.
—Puede que no sepan lo que han encontrado.
Flint sacudió la cabeza.
—Aun en el caso de que hubiesen encontrado un modo de acceder a Thorbardin nunca conseguirías hallar sentido a lo que te contaran. Y no permitas que esos desdichados te convenzan para quedarte a cenar. —El enano arrugó la nariz—. ¡Puag! ¡Qué peste! ¡Ni siquiera una rata asada huele tan mal como eso!
Habían llegado a un punto donde el humo era ya más denso y el olor resultaba muy desagradable. Si era de una lumbre, Tanis no llegaba a imaginar qué estarían cocinando los gullys.
—No te preocupes —contestó y se tapó nariz y boca con la mano a la par que intentaba respirar lo menos posible.
La vereda los condujo a un claro entre los árboles. Allí, Flint y Tanis se pararon en seco y contemplaron en un silencio sombrío la terrible escena. Los edificios habían sido incendiados y se había masacrado a todos los enanos gullys. Sólo quedaban esqueletos carbonizados e informes masas humeantes de carne ennegrecida.
—No era rata asada, sino gullys asados —dijo Flint con aspereza.
Poniéndose harapos sobre la nariz y la boca y con los ojos llorosos por el humo, los dos amigos recorrieron el pueblo por si quedaba alguno que siguiera vivo, pero su búsqueda resultó infructuosa.
Quienesquiera que fuesen responsables de aquello habían atacado rápida y brutalmente. Al parecer habían pillado desprevenidos a los enanos gullys —sobradamente conocidos por su cobardía—, sin tiempo para huir. Los habían matado allí donde los sorprendieron. Algunos de los cadáveres tenían agujeros de parte a parte, otros estaban partidos en pedazos, mientras que otros tenían astas de flechas medio quemadas que les sobresalían entre las costillas y algunos no tenían rastros de heridas, pero aun así estaban muertos.
—Aquí ha intervenido magia oscura —dijo Tanis, severo.
—No fue lo único que intervino.
Flint se agachó y, con mucho cuidado, recogió por la empuñadura una espada rota caída junto al cadáver de un gully que había llevado puesta en la cabeza, boca abajo, una sopera. Quizás el improvisado yelmo le había salvado la vida un poco de tiempo, lo suficiente para llegar al mismo borde del poblado antes de que su atacante lo alcanzara y le hiciera pagar caro romperle la espada. El gully, todavía con la sopera puesta en la cabeza, yacía retorcido, con el cuello roto.