—Draconiana —dijo Flint mientras miraba la espada.
Aunque sólo quedaba la mitad de la hoja era fácil de identificar por los extraños filos aserrados que utilizaban los servidores de la Reina de la Oscuridad.
—De modo que están a este lado de la montaña —concluyó el semielfo con tono adusto.
—Quizás estén ahora mismo ahí fuera, observándonos —sugirió Flint, que soltó la espada rota para armarse con el hacha.
Tanis desenvainó la espada y los dos amigos escudriñaron con atención las sombras.
Los últimos rayos de sol empezaban a desaparecer tras las montañas. Ya estaba oscuro entre los pinos, y las sombras de la cercana noche, junto con el humo, hacían difícil ver algo.
—Ya no podemos hacer nada por estos pobres desdichados —dijo el semielfo—. Marchémonos de aquí.
—De acuerdo —contestó Flint, pero de repente se quedó muy quieto.
—¿Has oído eso? —preguntó Tanis en un susurro.
El enano se acercó a él, pero espalda contra espalda con Tanis.
—Suena como el tintineo de armaduras, algo grande deslizándose sigilosamente entre los árboles —dijo en voz baja.
El semielfo recordó a los enormes draconianos y su gran envergadura de alas, las pesadas extremidades protegidas bajo piezas de armadura y cotas de malla. Podía imaginar a los monstruos intentando deslizarse entre los pinos, haciendo susurrar la maleza al engancharse en ella, pisando las hojas secas y chascando ramas... justo los sonidos que estaban oyendo. De pronto el ruido cesó.
—¡Nos han visto! —musitó Flint.
Sintiéndose vulnerable y a descubierto en el claro, Tanis estuvo tentado de decirle a Flint que corriera hacia los árboles, pero se contuvo. Con la penumbra y el humo, lo que quiera que estuviese ahí fuera podría haberlos oído, pero todavía no los habría localizado. Si corrían, atraerían la atención hacia ellos y revelarían su posición.
—No te muevas —advirtió Tanis—. ¡Espera!
Al parecer, el enemigo del bosque había tenido la misma idea. No oyeron más ruidos de movimiento, pero sabían que aún estaba allí, esperando también.
—¡A la mierda! —masculló el enano—. No podemos quedarnos aquí toda la noche. —Antes de que Tanis pudiera impedírselo, el enano alzó la voz—. ¡Lagartijas babosas! ¡Dejaos de merodear y salid aquí a luchar!
Oyeron un chillido, rápidamente ahogado.
—Flint, ¿eres tú? —preguntó con recelo una voz y el enano, al oírla, bajó el hacha.
—¿Caramon? —llamó.
—¡Y yo, Flint! —gritó otra voz—. ¡Tasslehoff!
Flint gimió y sacudió la cabeza.
Hubo mucho estrépito en la pinada, se encendieron antorchas y Caramon salió entre los árboles sosteniendo a Raistlin, que apenas podía caminar. Tasslehoff apareció detrás a toda carrera aunque llevaba a Sturm de la mano y tiraba de él.
—¡Vas a ver a quién he encontrado! —exclamó Tas.
Tanis y Flint miraron al caballero de hito en hito al ver que se cubría la cabeza con un yelmo demasiado grande para él. Tanis se acercó para abrazar a Sturm, pero el caballero dio un paso atrás, hizo una reverencia y se mantuvo apartado. Tenía la mirada prendida en Flint y la expresión no era amistosa.
—No te conoce, Tanis —explicó el kender, que casi no podía contener el entusiasmo—. ¡No nos conoce a ninguno!
—No lo habrán golpeado en la cabeza otra vez, ¿verdad? —preguntó Tanis mientras se volvía hacia Caramon.
—Qué va. Está hechizado.
Tanis desvió la mirada hacia Raistlin.
—No he sido yo —dijo el mago, que se sentó pesadamente en un tocón de árbol que había salido indemne del fuego—. Fue cosa del propio caballero.
—Es una larga historia, Tanis. ¿Qué ha pasado aquí? —preguntó Caramon al tiempo que miraba la destrucción del poblado.
—Draconianos —fue la escueta respuesta del semielfo—. Por lo visto esos monstruos han cruzado la montaña.
—Sí, nosotros también nos topamos con draconianos —dijo el guerrero—. En el Monte de la Calavera. ¿Crees que siguen por los alrededores?
—No hemos visto ninguno. ¿De modo que conseguisteis llegar a la fortaleza? —inquirió Tanis.
—Sí, y damos gracias por estar lejos de ese sitio horrible y de esas malditas llanuras. —Con un gesto de la cabeza señaló hacia la dirección de la que llegaban.
—¿Cómo nos habéis encontrado?
Raistlin tosió y echó una ojeada a su hermano. A Caramon se le puso la cara roja y apoyó el peso ora en un pie ora en otro con nerviosismo.
—Le pareció que olía a comida —aclaró Raistlin, mordaz. Caramon esbozó una sonrisa avergonzada y se encogió de hombros.
Entretanto, Flint había estado observando intensamente a Sturm y a Tasslehoff, que se retorcía para contener el regocijo.
—¿Qué le pasa a Sturm? —preguntó el enano—. ¿Por qué me mira de ese modo, como si quisiera fulminarme? ¿Y de dónde ha sacado ese yelmo? ¿Por qué lo lleva puesto? No le queda bien. Ése es un yelmo... —Se acercó más, entrecerrando los ojos para ver mejor el casco en la penumbra—. ¡Es enano!
—¡No es Sturm! —soltó de repente Tasslehoff—. ¡Es el príncipe Grallen de debajo de la montaña! ¿No es maravilloso, Flint? Sturm cree que es un enano. ¡Pregúntale!
Flint estaba boquiabierto. Entonces cerró la boca con un fuerte chasquido.
—No puedo creerlo. —Se dirigió al caballero—. Óyeme bien, Sturm, no pienso permitir que me toméis el...
Sturm cerró la mano sobre la empuñadura de la espada. Los ojos marrones eran fríos y duros bajo el yelmo. Dijo algo en lenguaje enano, a trompicones, como si le costara trabajo pronunciar las palabras.
Flint se quedó mirándolo de hito en hito, mudo de asombro.
—¿Qué ha dicho? —quiso saber Tasslehoff.
—Guarda las distancias, escoria de las colinas —tradujo Flint—. O algo por el estilo. —El enano lanzó una mirada furiosa hacia Caramon y en especial a Raistlin—. ¡Más vale que alguien me explique qué está pasando aquí!
—Fue culpa del propio caballero —repitió el mago, que asestó una fría mirada a Flint—. No tengo nada que ver con eso. Se lo advertí. Le dije que el yelmo era mágico y que no lo tocara, pero no me hizo caso. Se puso el yelmo y éste es el resultado. Cree ser el príncipe Grallen, sea quien sea ese personaje.
—Un príncipe de Thorbardin —confirmó Flint—. Uno de los hijos del rey Duncan. Grallen vivió hace más de trescientos años. —Sin acabar de fiarse de Raistlin, el enano se acercó más para examinar el yelmo.
—Es realmente una pieza digna de la realeza —admitió—. ¡Jamás había visto nada igual! —Alargó la mano—. Si pudiese...
Sturm desenvainó la espada y la sostuvo ante el pecho de Flint.
—¡No te acerques más! —avisó Raistlin—. Tienes que entenderlo, Flint. Eres un Enano de las Colinas, y el príncipe Grallen te ve como el enemigo contra el que luchó y murió.
—¡Que entienda! —increpó Flint, furioso. Sin quitar ojo a Sturm, alzó las manos y retrocedió—. No entiendo nada de esto. —Asestó una mirada fulminante a Raistlin—. Estoy de acuerdo con Tanis. ¡Esto apesta al trabajo de un mago!
—Como así es —confirmó fríamente Raistlin—. Pero no mío.
Explicó que se había encontrado el yelmo por casualidad y que Sturm lo había visto con él en las manos y se había quedado prendado del casco.
—El encantamiento debía de buscar un guerrero y, cuando Sturm lo cogió, el hechizo se apoderó de él. No es una magia maligna, más allá de tomar prestado el cuerpo durante un corto tiempo. Cuando lleguemos a Thorbardin, el alma del príncipe habrá llegado a casa. Probablemente la magia liberará al caballero y volverá a ser el severo y hosco Sturm Brightblade que siempre hemos conocido.