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Tanis miró de nuevo a Sturm, que seguía con la espada desenvainada y sin apartar la torva mirada de Flint.

—Dices que «probablemente» la magia lo liberará —le habló a Raistlin.

—Yo no lancé el hechizo, Tanis, así que es imposible que lo sepa con certeza. —De nuevo tosió, lo que lo obligó a callarse, y luego continuó—: Quizá no te has dado cuenta de lo que esto significa. El príncipe Grallen sabe dónde se encuentran las puertas de Thorbardin.

—¡Por las barbas del gran Reorx! —exclamó Flint—. ¡El mago tiene razón!

—Te dije que la llave para acceder a Thorbardin se hallaba en el Monte de la Calavera.

—Nunca puse en duda tus palabras —contestó el semielfo—. Aunque he de admitir que mi idea sobre esa «llave» se acercaba más a un mapa. —Se rascó la barba—. Ahora el problema es, según lo veo yo, impedir que el príncipe mate a Flint antes de que hayamos llegado allí.

—El príncipe cree que somos mercenarios. Podríamos decirle que Flint es nuestro prisionero —sugirió Caramon.

—¡Ni se os ocurra! —bramó el enano.

—¿Y qué tal un emisario que viene a negociar las condiciones de un armisticio? —dijo Raistlin.

Tanis miró a Flint, quien se sintió en la obligación de oponerse arguyendo que nadie en su sano juicio creería tal cosa. Sin embargo, al final asintió con un gesto de cabeza, a regañadientes.

—Decidle que también yo soy príncipe, un príncipe de los neidar.

Tanis disimuló una sonrisa y se puso a explicar las cosas al príncipe Gralien, a quien por lo visto le pareció aceptable, ya que Sturm envainó la espada y le dedicó a Flint una mínima reverencia envarada.

—Ahora que eso ya está solucionado, ¿alguno de los dos tiene algo de comer? —preguntó Caramon—. Hemos agotado todo lo que traíamos.

—No entiendo cómo puedes tener hambre —dijo Raistlin, que se apretó la manga de la túnica contra la boca y la nariz—. ¡El hedor es espantoso! Al menos deberíamos movernos contra el viento.

Tanis echó otro vistazo al poblado destruido y a los pequeños y patéticos cadáveres.

—¿Por qué harían esto los draconianos? ¿Por qué tomarse la molestia de masacrar a unos enanos gullys? —se preguntó en voz alta.

—Para silenciarlos, por supuesto —le respondió Raistlin—. Toparon con algo con lo que no debían topar, algún secreto de los draconianos o algún secreto que a los draconianos les habían ordenado proteger. Por eso tuvieron que morir.

—Me pregunto qué secreto será —caviló el semielfo, preocupado.

—Dudo que lleguemos a saberlo alguna vez —dijo Raistlin, que se encogió de hombros.

Abandonaron el poblado y volvieron a la calzada que ascendía hacia la montaña que albergaba Thorbardin.

—He rezado una oración por los pobres gullys —dijo Tasslehoff en voz solemne mientras se acercaba a Tanis—. Es una plegaria que me enseñó Elistan. «Comandé» sus almas a Paladine.

—Encomendé —lo corrigió el semielfo—. Encomendé sus almas.

—Sí, eso también —contestó Tas con un suspiro.

—Ha sido un bonito detalle que hagas eso —dijo Tanis—. A ninguno de los demás se nos ha ocurrido.

—Porque estáis ocupados pensando en cosas grandes —le explicó Tas—. Yo me ocupo de cosas pequeñas.

—Por cierto —dijo el semielfo cuando se le vino una idea a la cabeza—. ¡Te dejé en el campamento del valle! ¿Cómo es que apareces con Raistlin, Sturm y Caramon? Creí haberte dicho que cuidaras de Tika.

—¡Y lo hice! —repuso Tas—. ¡Espera a que te cuente!

Se lanzó a relatar lo ocurrido y, a medida que avanzaba en los hechos, el gesto de Tanis se tornaba más severo.

—¿Dónde está Tika? ¿Por qué no ha venido con vosotros?

—Regresó para advertir a Riverwind —contestó Tasslehoff, animado.

—¿Sola? —Tanis se volvió a mirar a Caramon, que intentaba en vano ocultar su corpachón detrás de su gemelo.

—Se escabulló durante la noche, Tanis —explicó el guerrero a la defensiva—. ¿Verdad, Raist? No sabíamos que iba a marcharse.

—Podríais haber ido tras ella —dijo el semielfo, cada vez más serio.

—Sí, podríamos haberlo hecho —contestó suavemente Raistlin—. Y, de haber sido así, ¿en qué situación estarías ahora, semielfo? Deambulando por las montañas buscando la forma de entrar en Thorbardin. Tika no corría peligro. La ruta por la que habíamos llegado sólo la conocíamos nosotros.

—Eso espero —dijo Tanis, sombrío.

Tragándose las palabras iracundas que no habrían servido de nada, se puso a la cabeza del grupo. Hacía muchos años que conocía a Raistlin y a Caramon y sabía que los gemelos tenían un vínculo que era imposible romper. Un vínculo malsano —o así lo había considerado siempre— pero no era el lugar ni el momento para decir nada. Había albergado la esperanza de que el floreciente idilio entre Tika y Caramon daría al hombretón la fuerza necesaria para liberarse del férreo control de su hermano. Parecía ser que no.

Tanis no sabía qué había pasado en el Monte de la Calavera, aunque imaginaba —a juzgar por la mirada malcontenta que Caramon había dirigido a su hermano— que Tika había intentado persuadir al guerrero de que la acompañara y Raistlin lo había impedido.

—Si le ocurre algo, me lo cobraré en la piel de Raistlin —masculló entre dientes el semielfo.

Al menos Tika había tenido el sentido común de ir a poner sobre aviso a Riverwind. Confiaba en que la joven hubiese llegado a tiempo hasta los refugiados y que éstos hubiesen hecho caso del aviso y hubiesen huido. Él no podía regresar ahora, por mucho que le hubiese gustado hacerlo. La urgencia de su misión en Thorbardin acababa de multiplicarse por ochocientos.

Flint marchaba en la retaguardia, detrás de Sturm, incapaz de apartar los ojos del caballero y del maravilloso yelmo que llevaba puesto... O, más bien, según Raistlin, el yelmo que lo llevaba a él. El enano no confiaba en ningún tipo de magia —y menos en la que tuviera algo que ver con Raistlin— y nadie iba a convencerlo de que aquello no era obra del joven mago de algún modo.

El enano tenía que admitir que algo había pasado para cambiar así a Sturm. El caballero era capaz de pronunciar unas cuantas palabras del lenguaje enano aprendidas de oírlo a él a lo largo de los años, pero no eran muchas. Desde luego, no sabía nada del que se hablaba en Thorbardin y que era ligeramente distinto del que utilizaban los Enanos de las Colinas.

Después de que hubieron acampado, Tanis le pidió al príncipe que le describiera la ruta a Thorbardin. El príncipe Grallen lo hizo de buen grado; habló de un cordal de crestas que seguirían para subir a la montaña. Les dijo la distancia que tendrían que viajar y cómo localizar la puerta secreta, si bien no les contó qué debían hacer para abrirla una vez que llegaran a ella.

Tanis miró a Flint para recibir confirmación del enano. Este no sabía a qué cordal específico se refería el príncipe, pero sonaba verosímil, si bien no lo dijo.

Lo único que el viejo enano dijo, entre rezongos, fue que suponía que descubrirían si era verdad al día siguiente y que esperaba que Tanis se callara y los dejara descansar un poco esa noche.

Cuando Flint se tumbó, alzó la vista al cielo y se puso a buscar la estrella roja que era la fragua de Reorx, el Forjador del Mundo, hasta que dio con ella.

A Flint le gustaba la idea de ser un emisario. Ni que decir tiene que había protestado cuando Raistlin lo propuso, sólo por el mero hecho de haberlo propuesto él, pero no se había opuesto con firmeza. Había accedido sin poner muchas pegas. Y entonces se le ocurrió algo.

«¿Y si soy realmente un emisario? ¿Y si soy el enano que une por fin a los clanes beligerantes?»

Yació despierto mucho tiempo contemplando las chispas que saltaban por el cielo a medida que el dios proseguía su eterna tarea de forjar la creación. Se vio a sí mismo como una de esas chispas, sólo que la luz de la suya brillaría para siempre.