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18

Adiós al valle. Cornisa peligrosa. La piedra angular

El primer día de viaje fue relativamente fácil para los refugiados. El segundo día no habían llegado muy lejos cuando eso cambió y empezaron las dificultades. La vereda proseguía hacia arriba y, a medida que subía, se hacía más empinada y más angosta hasta que al final se convirtió en una senda estrechísima con un muro vertical a un lado y un aterrador precipicio en el otro. Más allá se encontraba el paso. Casi habían llegado allí, pero antes había que salvar ese obstáculo.

Tendrían que recorrer en fila ese tramo peligroso y Riverwind ordenó hacer un alto. Ya había muchos que estaban aterrados sólo de ver el precipicio y el riesgo de caída tan cerca de los pies; entre ellos, como Tanis había adivinado, se encontraba Goldmoon.

Había nacido y crecido en las llanuras centrales de Abanasinia, un territorio llano y monótono que se extendía a lo largo de kilómetros y kilómetros sin que nada se interpusiera entre ella y el glorioso cielo. Este mundo de montañas y valles era nuevo para Goldmoon y no se había acostumbrado a él. Riverwind caminaba arriba y abajo de la fila animando a la gente, cuando uno de sus guerreros llegó corriendo.

—Es Goldmoon —informó—. Será mejor que vengas.

Riverwind encontró a su esposa con la espalda pegada contra la pared del risco, mortalmente pálida, temblando de terror. Se acercó a ella, y la mano con la que se asió a él con una fuerza increíble estaba fría como el hielo.

Se hallaba a la cabeza de la fila. Riverwind no había olvidado el miedo que su esposa le tenía a los sitios altos y había intentado convencerla de que se pusiera al final, pero ella no quiso atender a razones. Afirmó que ya estaba curada del vértigo y había echado a andar con aparente seguridad. Podría haberlo conseguido, ya que no era un tramo largo, pero cometió el fatal error de mirar hacia abajo. Se vio a sí misma precipitándose al vacío y estrellándose contra el fondo sembrado de rocas, con los huesos rotos, el cráneo aplastado y las piedras salpicadas con su sangre, que iba formando un charco debajo del cuerpo destrozado.

—Lo siento, no puedo hacerlo, esposo —musitó y, cuando él la apremió suavemente para que siguiera adelante, se puso rígida—. Dame unos instantes.

—Goldmoon —dijo en voz queda mientras miraba hacia atrás, a los refugiados que aguardaban en fila—, los demás te observan, te miran buscando en ti el ánimo necesario para cruzar.

La mujer lo miró con expresión de súplica.

—Quiero hacerlo. ¡Sé que he de hacerlo, pero no puedo moverme!

Miró de nuevo por el borde del precipicio a las rocas, los árboles y el valle que parecía tan lejano bajo sus pies; se estremeció y volvió a cerrar los ojos.

—No mires abajo —aconsejó él—. Mira hacia arriba, hacia adelante. Fíjate en esa brecha en forma de «V» que hay allí en lo alto. Es el paso de montaña. ¡Sólo tenemos que cruzarlo y estaremos al otro lado!

Goldmoon miró, sacudió la cabeza y pegó la espalda contra la pared.

»¿Has rezado a los dioses para que te den ánimo? —le preguntó el guerrero a su esposa.

—En mi corazón está el coraje de Mishakal, esposo —contestó con una sonrisa trémula—, pero aún tiene que abrirse paso hasta mis pies.

Riverwind la amó más aún en ese momento y la besó en la mejilla. La mujer le echó los brazos al cuello y se ciñó contra él con tanta fuerza que casi le cortó la respiración. La condujo de vuelta a la vereda, a terreno firme, y se preguntó qué iba a hacer.

Habría otros como su esposa a los que les resultaría difícil, si no imposible, recorrer aquel tramo. Tenía que discurrir una forma de ayudarlos.

Le dijo a la gente que parara a descansar mientras pensaba en aquel problema. Reflexionaba en busca de alguna solución cuando vio llegar a buen paso, senda abajo, a uno de los exploradores. El hombre le hizo una seña.

—Hemos encontrado algo extraño —informó el explorador—. Arriba, en la brecha de acceso al paso, está tirado en el suelo el pico del enano.

—Quizá le pesaba mucho y no quiso cargar más con él —sugirió Riverwind.

El explorador sonrió y negó con la cabeza.

—Sabes que no siento mucho aprecio por los enanos, jefe, pero no conozco a ninguno que no sea capaz de cargar a la espalda el peso de esta montaña si se le ha metido en la cabeza hacerlo. No es probable que se dejara atrás un pico.

—A menos que tuviera una buena razón —dijo Riverwind, pensativo—. ¿Hay algo más? ¿Nada que sugiera que él y Tanis fueron atacados o que encontraran la muerte?

—Si hubiese habido un ataque, habríamos visto señales de lucha, pero no hay sangre en las piedras, ni marcas en la tierra y no hay mochilas ni otros componentes del equipo. Para mí que ese pico se dejó a propósito, como una especie de señal, pero ninguno de nosotros ha sabido discurrir su significado.

—Dejadlo donde está —instruyó Riverwind—. Que ninguno de los hombres lo toque hasta que yo vaya a echar un vistazo. A lo mejor consigo descifrar este misterio.

El explorador asintió con la cabeza y regresó junto a sus compañeros. Se llamaba Garra de Águila y avanzó por la angostura con la fácil agilidad de un puma. Riverwind lo siguió con la mirada y observó la cornisa. Ésta se ensanchaba en algunos sitios lo suficiente para que cupieran dos o incluso tres personas juntas. Podía situar a hombres como Garra de Águila, inmunes a las alturas, en cada uno de esos puntos, preparados para ofrecer un brazo fuerte y una mano firme a quienes pasaran por la cornisa.

Riverwind explicó su plan y pidió voluntarios, entre los que eligió hombres fornidos, resueltos y sin miedo a las vertiginosas alturas, y los situó en varios puntos a lo largo de la cornisa. Luego se acercó a Goldmoon, le dijo lo que tenía que hacer y señaló al primer hombre que se encontraba en la cornisa a unos cuantos palmos de distancia, con la mano extendida.

—Sólo tienes que avanzar una corta distancia tú sola —le explicó—. No mires abajo, lleva la espalda pegada a la pared y mira únicamente a Chotacabras.

Goldmoon asintió con un tembloroso cabeceo. Tenía que hacerlo, su esposo contaba con ella. Musitó el nombre de la diosa sanadora y luego, temblorosa, avanzó despacio, pasito a pasito. El corazón le palpitaba con fuerza y la boca se le había quedado seca. Consiguió llegar hasta la mano de Chotacabras y se agarró con una fuerza espasmódica. El guerrero la ayudó a pasar mientras la sujetaba firmemente y le hablaba en tono animoso. El siguiente hombre estaba más lejos, pero la mujer se volvió a mirar a Riverwind y le dedicó una sonrisa triunfal aunque un poco trémula antes de seguir adelante.

Riverwind se sintió orgulloso de ella. Parecía que su plan funcionaba, pero avanzaban muy despacio. Para algunas personas no representaría una dificultad, por supuesto. Maritta, que pasó después de Goldmoon, recorrió el tramo de cornisa con seguridad, rechazando la mano de Chotacabras con un ademán. Otras, como Goldmoon, se la asieron con toda su alma. Hubo quienes fueron incapaces de hacerlo caminando, pero los obligaron a cruzar a gatas.

A ese paso, tardarían todo el día o más en llegar a la brecha del paso. Dejando a Elistan a cargo de la gente, Riverwind siguió adelante para ver por sí mismo el pico que, inexplicablemente, el enano había dejado atrás.

Riverwind coincidió con Garra de Águila. El pico se había dejado allí de forma intencionada. Se preguntó por qué. Para señalar el paso no, porque desde ese punto resultaba obvio. Reparó en la roca veteada, distinta de las otras que había a su alrededor, y se fijó en la forma en la que la punta del pico descansaba en la piedra.

Al acuclillarse se dio cuenta de que la punta no estaba en realidad apoyada, sino que se había encajado suavemente debajo de la roca.

Se incorporó y, cruzado de brazos, escudriñó atentamente en derredor, arriba y abajo de la cara de la montaña. Los exploradores habían entrado en el paso a través de la cortadura y habían encontrado las marcas dejadas por Tanis.