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¿Qué significaba, pues, aquel pico? Que era algo importante no le cabía duda.

«Al menos —se dijo mientras observaba el lento avance de los refugiados vereda arriba— tengo tiempo para cavilar y deducirlo.» No iba a disponer de tanto tiempo como pensaba.

A última hora de la tarde, cuando el sol empezaba a ponerse y a envolver la vereda en sombras, Riverwind ordenó hacer un alto en la ascensión. Estaba contento con el ritmo que se había mantenido. Sólo quedaban unas cien personas más para pasar la peligrosa cornisa que conducía al paso. No había perdido a nadie en la travesía, aunque había habido momentos angustiosos cuando el pie de alguien había resbalado o alguna mano se había soltado de la que la sujetaba. O cuando un chiquillo se quedó paralizado en la cornisa, incapaz de moverse, y uno de los hombres tuvo que bajar poco a poco hasta donde se había quedado parado para rescatarlo.

Los que habían cruzado ya se preparaban para hacer noche en el paso, aliviados de haber recorrido la primera parte del viaje y comentando, esperanzados, que lo peor ya había quedado atrás. Los exploradores habían informado a Riverwind del hallazgo de lo que parecía ser una antigua calzada enana. A partir de allí la marcha sería más fácil.

Riverwind calculó que habrían atravesado el paso a media mañana. Algunos de los que aún no habían arrostrado el tramo de la cornisa necesitarían más tiempo, porque entre ellos había varios que todavía no habían tenido valor para intentarlo. El hecho de que sus compañeros de viaje hubiesen pasado sin incidentes les daba cierta seguridad y dijeron a Riverwind que creían que lograrían hacerlo tras una noche de descanso. Todo el mundo estaba muy animoso y se preparaba para acampar durante la noche. Laurana y Elistan se habían ofrecido a quedarse con ese grupo demorado y Riverwind había accedido con la tranquilidad de saber que la gente estaba en buenas manos.

El atardecer se presentaba frío, y acampar entre piedras distaba mucho de resultar cómodo. Riverwind convenció a los refugiados para que no encendieran lumbres. Cualquier luz en la montaña sería como un faro en la noche. Los refugiados se arrebujaron en capas y mantas y se tumbaron muy juntos unos a otros para darse calor, encajados entre las piedras de la mejor forma posible, preparados para pasar una noche incómoda y deprimente. Riverwind hizo las rondas y habló con los que hacían guardia para comprobar que estaban despiertos y alerta. Y durante todo el tiempo siguió dándole vueltas a la incógnita del pico.

Lo último que hizo antes de acostarse fue quedarse plantado junto a la herramienta, cavilando a la fría luz de las estrellas qué habrían querido decirle al dejarla allí.

Un grito aterrado de su esposa lo sacó del sueño. Se despertó para encontrar a Goldmoon asiéndolo por el hombro.

—¡Hay algo ahí fuera!

Él también lo sentía, al igual que muchos otros, porque oyó gritar a la gente y la sintió bullir con inquietud a su alrededor. Riverwind ya estaba de pie cuando uno de los guardias llegó corriendo.

—¡Dragones! —dijo en un susurro urgente, sin alzar la voz—. ¡Sobrevuelan las montañas!

—¿Qué pasa? —preguntó la gente, asustada, cuando Riverwind acompañó al guardia fuera del paso hacia la zona abierta desde donde podría otear. Miró hacia el norte y un estremecimiento lo sacudió.

Oscuras alas tapaban las estrellas. Dragones en el extremo más alejado del valle. Volaban despacio y hacían amplios virajes, como si los reptiles cargaran un peso y se esforzaran para mantener la altitud. A Riverwind le recordó los virajes que hacía un halcón al intentar atrapar a un conejo de las praderas.

El miedo al dragón lo atenazó, pero ahora ya sabía identificarlo y se negó a sucumbir a él. Estaba a punto de convocar a sus guerreros cuando oyó pisadas y, al volverse, encontró a los suyos agrupados a su alrededor, silenciosos y expectantes, esperando sus órdenes.

—Eso es el ataque al campamento del que Tika nos avisó —dijo, sorprendido de su propia calma—. No creo que los dragones sepan que nos hemos marchado. ¡Decidles a todos que han de permanecer en silencio y ocultos, que sus vidas dependen de ello! El llanto de un bebé podría delatarnos.

Goldmoon se alejó de prisa junto con algunos de los otros Hombres de las Llanuras y empezó a explicar a la gente el peligro que corrían.

Aquí y allí, se oyó el lloriqueo de un niño, gemidos y gritos sofocados a medida que el miedo al dragón se propagaba, pero Goldmoon y los demás estaban cerca para darles consuelo con plegarias a los dioses.

Los dragones llegaron a un punto situado por encima de la arboleda quemada. Lunitari estaba medio llena esa noche y su luz brilló en las rojas escamas y en la figura con un yelmo montada en el primer dragón. Riverwind reconoció la máscara astada de lord Verminaard. Detrás de él volaban cuatro dragones más. Mientras los observaba, el vuelo de los reptiles perdió velocidad. Las bestias empezaron a realizar lentos virajes que los llevaron encima de las cuevas en las que los refugiados habían vivido.

Aquéllos no eran los gráciles y ágiles Dragones Rojos que Riverwind había visto combatiendo en el cielo de Pax Tharkas. Esos dragones volaban con pesadez y, de nuevo, tuvo la impresión de que llevaban una carga pesada.

Gilthanas apareció a su lado.

—¿Qué pasa con Laurana y con los que están al otro lado de la cornisa? —preguntó.

Riverwind había estado pensando en Hederick y los que se habían quedado en el valle y sólo supo sacudir la cabeza, consciente de que no tenían ninguna posibilidad. Entonces se dio cuenta de lo que preguntaba realmente Gilthanas. Se refería a los que todavía no se habían aventurado por la cornisa. Estaban acampados a descubierto, en la cara de la montaña, sin un sitio donde refugiarse ni donde ocultarse.

—Tenemos que conseguir que crucen —lo apremió el elfo.

—¿A oscuras? Demasiado arriesgado. —Riverwind sacudió la cabeza—. Confiemos en que los dragones se contenten con atacar las cuevas. Y esperemos que no se les ocurra volar en esta dirección.

Se preparó para ver cómo los dragones escupían fuego sobre las cuevas, pero no ocurrió así. Por el contrario, los dragones siguieron sobrevolando el valle en círculos cada vez más bajos, descendiendo en una formación en espiral. El dragón que llevaba a Verminaard permaneció a más altura, observando desde arriba. Riverwind estaba desconcertado y entonces divisó algo que incrementó su desconcierto.

Unos bultos caían de la espalda de los dragones; o al menos eso era lo que parecían. A Riverwind no se le ocurría qué podían estar dejando caer los reptiles. Entonces dio un respingo, horrorizado.

No eran bultos. ¡Eran draconianos y saltaban del lomo de los dragones! Distinguía las alas de las criaturas al extenderlas cuando saltaban, veía la luz de la luna destellar en las pieles escamosas y en las hojas de las espadas.

Las alas de los draconianos frenaban el descenso y los capacitaban para planear a fin de aterrizar cuando llegaban al suelo. Por lo visto no eran expertos en saltar desde los dragones, ya que algunos caían de cabeza contra las gruesas ramas de los árboles y muchos se zambullían, pateando y agitando los brazos, en el arroyo. Aullidos de rabia rasgaron el gélido aire de la noche. Riverwind alcanzó a oír las voces gritando órdenes a los que habían aterrizado cuando los oficiales intentaron poner orden, encontrar a los soldados y situarlos en formación.

Eso no tardaría mucho en conseguirse. Los draconianos marcharían hacia las cuevas y descubrirían que su presa había huido. Empezarían a buscarlos.

—Tienes razón —le dijo a Gilthanas—. Tenemos que hacer que crucen los que están al otro lado. —Sacudió la cabeza despacio—. ¡Los dioses nos ayuden!

Caminar por la empinada y angosta cornisa había sido difícil y atemorizador con la luz del día y ahora tenía que pedir a esas personas que lo hicieran de noche y a oscuras. Y en silencio.