Riverwind volvió por la peligrosa cornisa y encontró a Elistan y a Laurana esperándolo.
—Ya hemos despertado a todos y están preparados —se anticipó el clérigo.
—Pobre Hederick —susurró Laurana al ver que los draconianos empezaban a cubrir las colinas como un enjambre.
A Riverwind le era difícil sentir atisbo alguno de pena por ese hombre o los que estaban tan engañados como para confiar en él. Tampoco disponía de tiempo para perderlo pensando en él. Contempló al grupo reunido, con los semblantes pálidos que destacaban en la oscuridad, pero todos guardaban silencio y estaban preparados. Riverwind detestaba hacer lo que tenía que hacer a continuación, pero no le quedaba otra opción.
—Tenemos que taparles la boca con mordazas.
Elistan y Laurana lo miraron fijamente, tal vez preguntándose si se habría vuelto loco.
—No entiendo... —empezó Laurana.
—El silencio es nuestra única esperanza de escapar —explicó Riverwind—. Si alguien se cayera, los draconianos podrían oír los gritos.
Laurana palideció y se llevó la mano a la boca.
—Claro —dijo Elistan en voz queda antes de alejarse a buen paso hacia el grupo.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó el guerrero a Laurana.
—Sí —logró responder ella sin apenas voz.
—Me alegro. —Riverwind se mostraba enérgico, flemático—. Tenemos que empezar a pasar ya, no hay tiempo que perder. Los draconianos atacarán las cuevas, pero no tardarán mucho en comprender que nos hemos ido. Vendrán tras nosotros.
—¿Estaremos a salvo en el paso? —preguntó la elfa.
—Eso espero —contestó procurando darse confianza a sí mismo tanto como a ella—. No sabíamos que el paso estaba aquí y hemos vivido en la zona durante meses. Con suerte y la ayuda de los dioses, los draconianos no nos encontrarán. Si lo hacen, nos defenderemos del ataque.
Dejó de hablar y dio un respingo. Fue como si la cegadora luz de un relámpago iluminara de pronto su mente. La punta del pico encajada en una piedra distinta de todas las demás.
—¡Daos prisa! —apuró a Laurana—. Que sigan avanzando. No dejéis que nadie se pare. —Se dio media vuelta para regresar, pero se volvió de nuevo hacia la elfa—. Si alguien se resiste a cruzar, habrá que dejarlo aquí. No tenemos tiempo para mimar a nadie. ¡Que se muevan todos!
Regresó por la peligrosa cornisa arriba al tiempo que pensaba que en realidad resultaba más fácil hacerlo a oscuras. Así no se veía hasta dónde podía uno caerse ni las afiladas piedras del fondo que aguardaban para destrozar el cuerpo. Los hombres que habían hecho lo mismo por la mañana ocuparon sus puestos a lo largo del tramo, listos para ayudar a los que ya empezaban a cruzar. Elistan estaba al principio para ofrecer palabras tranquilizadoras y bendiciones en nombre de Paladine. Con las mordazas ceñidas sobre la boca, la gente empezó a avanzar despacio a lo largo de la cornisa.
Riverwind hizo un alto para mirar en la dirección donde se hallaban las cuevas y vio algunos draconianos que corrían ya hacia ellas. Una vez en la zona habitada, la sorpresa al ver que sus víctimas habían escapado los sumiría en una gran confusión. Pensarían que la gente se había internado más dentro de las cuevas y registrarían los túneles y pasadizos. Al final, los draconianos comprenderían la verdad: que las cuevas estaban abandonadas. Verminaard sabía que los refugiados no podían dirigirse hacia el norte; la ruta más lógica era el sur. Allí sería donde buscaría en primer lugar.
El Hombre de las Llanuras echó una ojeada hacia el este y se preguntó cuántas horas tendrían hasta el amanecer.
No creía que fuesen muchas...
—Venid conmigo —ordenó a sus guerreros—. No necesitaréis armas, sino picos. ¡Y traedme a algunos de los hombres que trabajaban en las minas!
La primera oleada de draconianos acometió contra los riscos que habían habitado los refugiados. Los aullidos lanzados con el propósito de causar espanto en sus víctimas dieron paso a maldiciones al registrar cueva tras cueva y hallar muebles toscos, juguetes, ropas y reservas de comida y agua que los refugiados se habían visto obligados a dejar atrás.
Riverwind condujo a los mineros donde Flint había dejado el pico. Les enseñó la herramienta y la roca veteada mientras les explicaba lo que creía que el enano intentaba decirles.
Los mineros examinaron el área lo mejor que pudieron a la luz de la luna y de las estrellas y convinieron en que aquella roca era una piedra angular. Sin embargo, que funcionara o no, eso ya no podían asegurarlo.
El cruce por la cornisa proseguía, aunque con una lentitud angustiosa. Riverwind no le quitaba ojo al cielo. Aún no apuntaba claridad alguna, pero el brillo de las estrellas empezaba a difuminarse.
Las últimas personas cruzaban despacio ya. Una de ellas, una joven, al llegar al otro lado trastabilló y cayó al suelo. Estaba temblando y las lágrimas le corrían por las mejillas, pero no hizo ruido. Goldmoon la sujetó y se la llevó lejos de la cornisa.
Laurana fue la penúltima en cruzar. Gilthanas, uno de los que estaban situados a intervalos en la cornisa, le dijo algo en elfo mientras la ayudaba a pasar. Ella le apretó la mano y lo besó.
Elistan fue el último y llevaba a un niño cargado a la espalda, con los bracitos del crío enlazados con fuerza alrededor del cuello. Los pasos del clérigo eran firmes y no vaciló. La madre del pequeño, que esperaba al otro lado de la cornisa, se cubría la cara con las manos, incapaz de mirar.
—Ha sido divertido, Elistan —dijo el chiquillo tras quitarse la mordaza una vez que llegaron a terreno seguro—. ¿Podemos repetirlo?
La gente rió, aunque era una risa temblorosa. Los hombres salieron de la cornisa y todos emprendieron la marcha hacia el paso.
Atrás, en el campamento del valle, los draconianos salieron de las cuevas. Ahora ya había luz suficiente para que Riverwind viera sin dificultad lo que pasaba allí. El dragón de Verminaard se posó en tierra y los draconianos se apelotonaron alrededor del Señor del Dragón. Éste inclinó la cabeza para conferenciar con sus oficiales. A su orden, los otros tres reptiles rojos sobrevolaron el valle en distintas direcciones. Uno fue hacia el este. Otro hacia el oeste.
El tercero lo hizo hacia el sur, directo hacia los refugiados. Sin embargo, el reptil no miraba hacia allí, sino hacia abajo; escudriñaba el suelo del valle.
—¡Rápido, rápido! —urgió Riverwind en voz baja mientras azuzaba a la gente y la conducía como antaño había hecho con las ovejas—. Refugiaos en el paso, moveos tan de prisa como podáis.
La gente apretó el paso, sin pánico, y Riverwind empezaba a pensar que al final iban a tener éxito y que escaparían sin ser vistos, cuando un grito hendió la noche.
—¡Esperad! ¡No me abandonéis! ¡No me dejéis aquí!
El dragón oyó la voz, alzó la cabeza y dirigió la mirada hacia allí.
Mascullando maldiciones, Riverwind se volvió.
Hederick corría por la vereda, y la tripa fofa se le sacudía arriba y abajo; tenía la cara congestionada y boqueaba como un pez fuera del agua. Sus acólitos corrían detrás de él y se propinaban empellones y codazos en su pánico por ir más de prisa.
El Sumo Teócrata llegó a la cornisa, miró a Riverwind, miró hacia abajo y se puso lívido.
—¡No puedo cruzar por ahí!
—Todos los demás lo hemos hecho —replicó fríamente el Hombre de las Llanuras, que a continuación señaló hacia el dragón. El reptil había virado y volaba directamente hacia ellos.
Los partidarios de Hederick lo apartaron sin miramientos, entraron en la cornisa y la cruzaron casi corriendo. El Teócrata, temblando de miedo, avanzó casi a rastras detrás de ellos.
Llegó al final de la cornisa sin incidentes y se acercó hecho una furia a Riverwind, dispuesto a interpelarlo con protestas y demandas. Riverwind lo agarró y lo empujó hacia varios guerreros, que asieron al Teócrata por los brazos y lo azuzaron para dirigirse a toda prisa hacia el interior del paso.