La mirada de Tanis recorrió la vasta extensión gris de piedra que se alzaba ante ellos.
—Si encontramos la puerta, ¿nos dejarán entrar los Enanos de la Montaña?
—Ésa no es la pregunta que me hago yo —repuso Flint. Tanis lo miró con expresión interrogante.
»Lo que yo me pregunto es si habrá enanos bajo la montaña que puedan responder "sí" o "no" a esa cuestión. Quizá la razón de que la puerta haya permanecido clausurada durante trescientos años es que no queda nadie vivo para abrirla.
Sturm había reanudado la marcha y Flint echó a andar detrás de él. Tanis se volvió a mirar a los gemelos.
—Ya vamos —dijo Caramon.
Raistlin asintió con la cabeza y, ayudado por el bastón y por su hermano, empezó a ascender. Tasslehoff los seguía.
Dejaron la garganta y llegaron a la cornisa rocosa.
—Esto lo construyeron enanos —dijo Flint mientras pateaba con fuerza el saliente—. ¡Hemos llegado, semielfo! ¡Hemos llegado!
La cornisa era lisa y llana. Antaño había sido mucho más ancha, pero partes de ella se habían caído o desmoronado con el paso del tiempo. No habían avanzado mucho por el saliente, tal vez unos quince metros, cuando Sturm se detuvo y se volvió de cara a la pared rocosa. Flint escudriñó ávidamente la piedra. Los ojos se le humedecieron. Soltó un largo y trémulo suspiro. Cuando habló, la voz le sonó enronquecida.
—La hemos encontrado, Tanis. La puerta de Thorbardin.
—¿De veras? —El semielfo miró arriba y abajo y no vio nada salvo roca lisa.
Sturm se acercó a la pared con la mano extendida.
—¡Mira eso! —exclamó en voz queda Flint.
Raistlin apartó con el codo a Tanis en su ansiedad por ver lo que estaba a punto de ocurrir. Tasslehoff corrió junto al caballero y miró, expectante, la pared vacía.
—Yo que tú no me quedaría parado ahí —advirtió Sturm.
—Es que no quiero perderme nada —protestó el kender.
Sturm se encogió de hombros y, volviéndose de cara a la montaña, levantó las manos y gritó unas palabras en lengua enana.
—Soy Grallen, hijo de Duncan, el Rey Bajo la Montaña. Mi espíritu regresa a las estancias de mis antepasados. En nombre de Reorx, requiero que la puerta se abra.
Al oír mencionar el nombre del dios, Flint se quitó rápidamente el yelmo y lo sostuvo contra su pecho, inclinada la cabeza.
Un rayo de luz irradió desde el rubí engarzado en el centro del yelmo de Sturm. Roja y resplandeciente como el fuego de la forja de Reorx, la luz iluminó la cara de la montaña.
El suelo retumbó y tiró a Tanis, que se quedó a gatas. La montaña tembló y se sacudió. Raistlin mantuvo el equilibrio apoyado en el bastón. Caramon también cayó al suelo y se deslizó senda abajo un tramo. Una puerta colosal, de unos dieciocho metros de ancho por nueve de alto, apareció en la vertiente de la montaña. Un ruido chirriante como el de una gigantesca rueda de molino sonó dentro, en algún sitio.
—¡Quítate de en medio! —bramó Flint, que asió a Tasslehoff por el cuello de la camisa y lo apartó a un lado.
Como el tapón de un barril de cerveza, el colosal bloque de piedra salió de la pared y se deslizó por el saliente justo por donde antes había estado Tasslehoff.
Ahora que la enorme puerta estaba abierta, vieron un inmenso mecanismo con forma de tornillo que empujaba el bloque de granito hacia afuera. La puerta rechinó sobre la plataforma exterior y siguió desplazándose, pasado ya el borde de la cara de la montaña. El mecanismo que la operaba gemía y chirriaba, empujándola más y más lejos hasta que el pesado bloque de piedra sobresalió del borde de la cara de la montaña.
El eje que impulsaba la puerta era de roble, macizo y fuerte, pero no pudo soportar la brutal tensión y se partió. El bloque de piedra se tambaleó y se precipitó por el vacío para estrellarse con gran estruendo en las rocas del fondo. Los compañeros contemplaron el desastre en un silencio impresionado. Entonces, Raistlin habló:
—La puerta de Thorbardin está abierta —dijo—. Y ya no puede cerrarse.
Tanis comprobó que todos se encontraban bien. Caramon subía por la senda de la garganta; Flint apartaba de sí a Tasslehoff, que intentaba abrazar al enano mientras afirmaba que le había salvado la vida.
—¿Dónde está Sturm? —preguntó el semielfo, alarmado, temeroso de que la puerta lo hubiese aplastado.
—Entró poco después de que la puerta se abrió —informó Raistlin.
—¡Maldita sea! —masculló Tanis.
Se asomaron al hueco dejado por el bloque de granito, pero no se veía nada ni se oía nada. Un aire cálido con un intenso olor a tierra salía a bocanadas de la caverna. Flint, serio el gesto, enarboló el hacha. Empezaron a entrar lenta y cautelosamente.
Todos excepto Tasslehoff.
—¡Apuesto a que soy el primer kender que pisa Thorbardin en trescientos años! —gritó y, blandiendo la jupak, entró a la carrera al tiempo que gritaba—: ¡Hola, enanos! ¡Estoy aquí!
—Lo más probable es que sean trescientos siglos —masculló Flint, iracundo—. Jamás se ha permitido entrar a un kender bajo la montaña. ¡Y con toda la razón, he de añadir!
El enano fue en pos de Tas con andares pesados, como si soportara una carga. Tanis y los demás se apresuraban a reunirse con él cuando, procedente de la oscuridad, llegó la voz de Tasslehoff articulando la exclamación que más teme todo aquel que haya tenido trato con kenders:
—¡Ups!
—¡Tas! —gritó el semielfo, pero no tuvo respuesta.
La pálida luz del sol entraba a raudales por la puerta, de manera que iluminaba el camino de los compañeros un corto trecho. Sin embargo, en seguida dejaron la luz atrás y los engulló la noche impenetrable e infinita.
—No alcanzo a verme la nariz —rezongó Caramon—. Raist, enciende el bastón.
—¡No, no lo hagas! —lo previno Tanis—. Aún no. No conviene que delatemos nuestra presencia. Y hablad en voz baja.
—A menos que estén sordos, los enanos ya saben que nos encontramos aquí —comentó Caramon en tono irritado.
—Es posible —admitió el semielfo—, pero más vale pecar de precavidos.
—Los enanos pueden vernos en la oscuridad —le dijo Caramon a su gemelo en un susurro—. ¡Tanis también ve en la oscuridad! Nosotros somos los que estamos ciegos.
De la oscuridad llegó el sonido de pies a la carrera y el entrechocar metálico de piezas de armadura. Caramon enarboló la espada, pero Tanis sacudió la cabeza.
—Es Flint —les dijo—. ¿Has encontrado a Tas? —le preguntó al enano cuando llegó donde estaban ellos.
—Sí. Y a Sturm —informó Flint en tono lúgubre—. Mirad allí. Vedlo por vosotros mismos. Ese kender tonto se ha metido en un buen aprieto esta vez. ¡Los han capturado los theiwars!
—¡No veo nada! —masculló Caramon.
—Chitón, hermano —aconsejó Raistlin en voz queda.
Tanis, con su visión elfa, vio a Sturm tendido en el suelo, ya fuera muerto o inconsciente. Tasslehoff se había agachado junto al caballero y sostenía el yelmo del príncipe Grallen en las manos. A juzgar por las apariencias, había estado a punto de ponérselo cuando lo interrumpieron.
Seis enanos, equipados con cota de malla que les llegaba a las rodillas y armados con espadas, rodeaban al kender. Al menos, Tanis imaginó que eran enanos. No lo sabía con seguridad, porque nunca había visto enanos con esa apariencia. Eran delgados y parecían desnutridos, tenían el cabello largo, negro y desgreñado; las negras barbas también tenían un aspecto desastrado. La piel no era del tono acastañado que se veía en la mayoría de los enanos, sino de un blanco enfermizo, como la tripa de un pez. Olía el hedor de sus cuerpos sucios. Tres de los enanos apuntaban con la espada a Tasslehoff, en tanto que los otros tres rodeaban a Sturm con la aparente intención de robarle la armadura.
—¿Qué pasa? —demandó Caramon en un susurro alto—. ¿Qué ocurre ahí? ¡No veo!