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Mirando a su alrededor con asombro, Tanis imaginó el vasto vestíbulo animado con el bullicio de atareados enanos y gentes de otras razas que iban a Thorbardin. En otros tiempos los elfos habían caminado por esos lugares, igual que habían hecho los humanos, porque los productos de la artesanía enana estaban muy solicitados. El oro y la plata habían entrado a raudales en Thorbardin por aquel entonces. Gemas preciosas y excepcionales, hierro y acero extraídos de la montaña habían salido en grandes cantidades.

Ahora los raíles de las vías estaban oxidados y las vagonetas yacían caídas de costado, con las ruedas paralizadas en el tiempo. Las tiendas que antaño vendían ollas y cazos, llantas para ruedas de carretas, juguetes de madera, espadas, armaduras y resplandecientes joyas ahora sólo atendían los tristes y vacíos sueños de fantasmas.

Las casas se habían clausurado con tablas y las contraventanas se estaban cayendo; las puertas de madera colgaban de goznes herrumbrosos.

—Tanis —llamó Caramon en un susurro—, echa un vistazo a Flint. Algo va mal.

El semielfo volvió la cabeza para mirar al enano, preocupado. Caramon tenía razón. Flint no tenía buen aspecto. Había dejado de forcejear y de maldecir a sus captores, todo lo cual era una mala señal. Tenía la cara marcada de manchas rojas y su respiración sonaba trabajosa. Los guardias los azuzaban para que avanzaran a paso rápido y mantenían prestas las armas y estaban ojo avizor.

—Alteza —llamó Tanis—, ¿sería posible parar un rato para descansar o, al menos, ir un poco más despacio?

—Aquí no —contestó Arman—. De hecho, ya llevamos demasiado tiempo en esta zona del reino. Vinimos para liberar a mi hermano, Pico —añadió a la par que señalaba al enano enfermo que caminaba a su lado—. Oímos el ruido de la puerta y nos acercamos a investigar, pero ahora debemos irnos antes de que vengan más theiwars.

—¿Así que esta parte del reino está gobernada por los theiwars? —preguntó Tanis, que miró a Flint de soslayo, pero su amigo no parecía prestar atención a lo que hablaban—. ¿Están en guerra los theiwars y los hylars?

—Aún no —contestó Arman, serio—. Pero sólo es cuestión de tiempo.

—Qué suerte la nuestra —masculló Sturm—. Guerra bajo la superficie al igual que arriba.

Tanis estaba pensando lo mismo y se preguntaba cómo afectaría ese conflicto entre enanos a su propia causa, cuando de repente, con sobresalto, se dio cuenta de que Raistlin se había puesto a su lado, muy cerca. El semielfo olió el inquietante olor a pétalos de rosa y a putrefacción y reculó un poco sin poder evitarlo.

—Quiero hablar contigo, semielfo —dijo el mago—. A propósito de los theiwars, ¿no te resulta extraño que no parecieran sorprenderse al vernos? Compara su reacción con la de Arman Kharas y sus soldados.

—Para ser sincero, no me fijé en la reacción de los theiwars, aparte de las espadas que llevaban empuñadas, claro —respondió Tanis.

—Esto no es algo para tomárselo a broma —lo reprendió Raistlin y, antes de que Tanis pudiera decir nada más, se apartó con enojo y se situó de nuevo junto a su hermano.

El semielfo suspiró. Tenía cierta idea respecto a lo que se refería Raistlin, pero era otra preocupación con la que no quería cargar también. Volvió a mirar a Flint; el enano tenía prietos los dientes, quizá por la rabia o quizá para aguantar el dolor. Con ese viejo testarudo no era fácil saberlo.

Caramon le preguntó si estaba herido o enfermo, pero Flint no le hizo ni caso. Siguió caminando con determinación, sordo a la preocupación de sus amigos.

Para sorpresa de Tanis, Arman Kharas dejó su posición a la cabeza del grupo y retrocedió para caminar junto a los prisioneros. Arman parecía encontrarlos fascinantes, porque no dejaba de mirarlos; sobre todo a Tanis.

—No eres un humano —dijo por último.

—Tengo sangre elfa —reconoció Tanis.

Arman asintió con la cabeza, como si lo hubiese sospechado.

—Este vestíbulo tuvo que ser muy hermoso en otros tiempos —dijo Tanis—. Quizás ahora que la puerta está abierta, esta zona desierta de Thorbardin pueda reconstruirse y devolverle la prosperidad de antaño.

—Esto pertenece ahora a los theiwars y ellos no tienen ningún interés en construir, ya que están más centrados en sus oscuras conjuras y confabulaciones. Y esta parte del reino no está desierta —añadió Arman en tono ominoso—. Los theiwars están ahí, observándonos desde las sombras y asegurándose de que no permanezcamos mucho tiempo en su reino.

—¿Por qué no nos atacan? —preguntó el semielfo, complacido de que el príncipe hylar hablara al menos con él.

—Los theiwars prefieren oponentes que vayan solos y desarmados, como mi hermanastro. Cayó por casualidad en terreno theiwar y lo tomaron prisionero. Pidieron rescate, pero mi padre se negó, con toda razón, a pagar a matones y asesinos. Nuestros espías me informaron dónde retenían a Pico y mi padre envió tropas a mi mando con la orden de liberarlo.

Salieron del gran vestíbulo y entraron en una zona que parecía un templo antiguo, ya que tenía símbolos de varios dioses cincelados en las paredes.

—En los viejos tiempos debió de venir muchísima gente a Thorbardin —comentó Tanis.

—Venían de todo Ansalon —confirmó Arman en tono enorgullecido—. Incluso de la lejana Istar. Visitaban el reino para comprar o trocar mercancías. También venían a contratar a nuestros metalúrgicos y a nuestros maestros canteros y constructores. Trajeron riqueza y prosperidad a nuestro pueblo. —La voz del príncipe se endureció y sus palabras se tornaron amargas—. Trajeron el Cataclismo y después, la guerra, y nuestra prosperidad acabó.

—No tendría que haber acabado si los habitantes bajo la montaña no hubiesen cerrado la puerta y dejado fuera a sus parientes, que tenían derecho a entrar —intervino Flint; eran las primeras palabras que pronunciaba desde hacía mucho rato.

Tanis sintió alivio al ver que la cara de su amigo volvía a tener un poco de color. Eso —y el hecho de que sacara de nuevo a relucir su viejo argumento— era señal de que se estaba recuperando de lo que quiera que le hubiese pasado.

—No es menester que entremos en esa controversia ahora —lo amonestó el semielfo, pero fue gastar saliva en balde.

—El rey Duncan, o Derkin, como lo llamáis los neidars, no tuvo elección —manifestó Arman—. El Cataclismo también nos había afectado a nosotros. Muchos de nuestros campos de cultivo en los suburbios se destruyeron. Las provisiones de víveres eran limitadas. Si hubiésemos permitido que vuestro pueblo entrara no os habríamos salvado. Habríamos muerto todos de inanición.

—Eso es lo que tú dices. —Flint soltó un resoplido desdeñoso, pero no habló con su habitual tono de agravio ni de convicción.

Siguió echando ojeadas de soslayo a las ruinas de la que en tiempos había sido una gran ciudad y, a pesar de sus denodados esfuerzos para ocultarlo, era evidente lo conmocionado y deprimido que se sentía ante lo que veía. Las maravillas de Thorbardin eran vagonetas destrozadas y goznes de puertas oxidados.

Tanis decidió cambiar de tema antes de que Flint se lanzara a una nueva diatriba.

—Si la Puerta del Norte permanece abierta, los theiwars la controlarán. ¿En qué afectará eso a los hylars?

—La puerta no permanecerá abierta —fue la rotunda respuesta de Kharas—. A menos que ocurra algo que lo impida, el Consejo de Thanes enviará soldados para guardar la puerta e impedir el paso a intrusos hasta que se pueda cerrar y clausurar de nuevo.

—Tú crees que tendría que mantenerse abierta, ¿verdad? —dijo el semielfo con la esperanza de haber encontrado un aliado.

—Creo que es mi destino, una vez que haya conseguido el Mazo de Kharas, gobernar las Naciones Enanas unidas —dijo Arman—. Para conseguir eso, la puerta ha de permanecer abierta.