—Eh, un momento —dijo Flint, ceñudo—. ¿Quién eres?
—Tú sabes mi nombre —respondió el enano, que siguió observándolo de hito en hito—. Lo sabes igual que yo sé el tuyo. Soy un viejo amigo, Flint Fireforge.
—¡Tú qué vas a ser un viejo amigo mío! —barbotó Flint, indignado—. Nunca he tenido un amigo que se pusiera tanto oropel. ¡Plumas, chorreras y puños de encaje! ¡Le sacarías los colores a un pisaverde de Palanthas!
—Aun así, me conoces. Me nombras a menudo. Juras por mi barba y me pides que tome tu alma si mueres. —El enano hurgó en la oscuridad y sacó un frasco de barro, le quitó el tapón, lo olisqueó y, con una sonrisa de oreja a oreja, se lo ofreció a Flint.
El fragante olor del fuerte licor conocido como aguardiente enano impregnó el aire.
—¿Te apetece un trago? —preguntó el desconocido.
Una terrible sospecha se abrió paso en la mente de Flint. Sintió necesidad de contar con algún apoyo. Tomó el frasco de barro, se lo llevó a la boca y echó un trago. El abrasador licor le quemó la lengua, le raspó el gañote, le retorció el pescuezo y bajó siseando esófago abajo hasta el estómago, donde explotó.
Flint soltó un suspiro cargado de vapores y se limpió las lágrimas.
—Bueno, ¿eh? Es de elaboración propia —dijo el enano, que añadió con orgullo—: Apuesto a que nunca habías probado algo igual.
Flint asintió con la cabeza y tosió.
El enano recuperó el frasco de barro de un manotazo, echó un trago, le puso el tapón y volvió a hacerlo desaparecer en el aire. Se puso en cuclillas delante de Flint, que se retorció bajo la intensa mirada de los negros ojos del desconocido.
—¿Te has imaginado ya mi nombre? —preguntó el enano.
Flint sabía ese nombre tan bien como el suyo, pero el hecho de tener ese conocimiento era tan pasmoso que no quería creerlo, así que sacudió la cabeza.
—No voy a insistir más en ello —dijo el enano al tiempo que se encogía de hombros y esbozaba una sonrisa afable—. Baste decir que te conozco, Flint Fireforge. Te conozco muy bien. También conocía a tu padre y a tu abuelo y ellos me conocían a mí, igual que tú me conoces aunque seas demasiado testarudo para admitirlo. Eso me complace. Me complace muchísimo.
»En consecuencia —continuó el enano, que se echó hacia adelante y, con el índice, propinó a Flint secos golpecitos en el esternón mientras hablaba—, voy a hacer algo por ti. Voy a darte la oportunidad de ser un héroe. Voy a darte la oportunidad de encontrar el Mazo de Kharas y salvar el mundo forjando las Dragonlances. Tu nombre, Flint Fireforge, se repetirá en estancias y palacios de todo Ansalon.
—¿Dónde está la pega? Porque tiene que haber una —respondió Flint, desconfiado.
El enano prorrumpió en carcajadas y el estallido de hilaridad hizo que se doblara por la cintura. Curiosamente, ningún otro de los que estaban en el templo lo oyó. Nadie se movió.
—No te queda mucho tiempo, Flint Fireforge. Tú lo sabes, ¿verdad? A veces te cuesta trabajo recobrar el aliento, te duele la mandíbula y el brazo izquierdo... Los mismos síntomas que tenía tu padre cuando faltaba poco para el final.
—¡A mí no me pasa nada! —manifestó Flint, indignado—. Estoy tan en buena forma como cualquiera de los enanos aquí presentes. ¡O en mejor forma, si lo digo yo!
El desconocido se encogió de hombros.
—Lo único que digo es que has de pensar en el legado que dejarás al marchar. ¿Entonarán los bardos tu nombre cuando te hayas ido o tendrás una muerte ignominiosa, solo y olvidado por todos?
—Como he dicho ya, ¿cuál es la pega? —inquirió Flint, ceñudo.
—Lo único que has de hacer es ponerte el Yelmo de Grallen —contestó el enano.
—¡Ja! —soltó Flint en voz alta. Dio con los nudillos en el yelmo que sostenía entre las manos—. ¡Lo sabía! ¡Una trampa!
—No es tal —afirmó el enano mientras se atusaba la barba con complacencia—. El príncipe Grallen sabe dónde está el Mazo. Sabe cómo llegar hasta él.
—¿Y qué pasa con la maldición? —cuestionó Flint.
—Hay peligro, no lo niego. —El enano se encogió de hombros—. Pero, claro, ¿qué es la vida sino una continua apuesta, Flint Fireforge? Hay que arriesgarlo todo para ganar todo.
Flint lo rumió unos instantes mientras se frotaba el brazo izquierdo sin ser consciente de ello. Entonces sorprendió al extraño observándolo con una sonrisa maliciosa y dejó de hacerlo.
—Lo pensaré —concedió.
—Hazlo —dijo el enano, que se incorporó, se desperezó y bostezó. Flint, en un gesto de respeto, se incorporó también.
—¿Has... eh...? ¿Has hecho esta oferta a alguien más?
—Eso es cosa mía —contestó el enano con un guiño pícaro.
Flint lo aceptó con un gruñido.
—Estos enanos... ¿Saben que estás aquí? —preguntó.
El enano asestó una mirada fulminante al templo.
—¿Acaso da esto a entender que lo saben? ¡Pandilla de consentidos! ¡Haz esto! ¡Haz aquello! Dame esto. Dame lo otro. Favoréceme a mí en vez de a él. Escucha mis preces, no escuches las suyas. Soy digno y él no. ¡Bah!
El enano soltó un tremendo bramido. Alzó las manos al cielo y sacudió los puños a la par que bramaba otra vez, y otra. La montaña se sacudió y Flint cayó de hinojos, encogido de miedo.
El enano bajó los brazos, se alisó la chaqueta, se arregló las chorreras y recogió el sombrero adornado con la pluma.
—Puede que vuelva a Thorbardin —dijo con un guiño y una sonrisa maliciosa—. Y puede que no. Depende.
Se puso el sombrero, lanzó una mirada penetrante a Flint y, silbando una alegre melodía, salió del templo como si estuviera de paseo.
Flint continuó de hinojos.
Arman Kharas se despertó y lo vio encogido en el suelo.
—Ah, has notado el temblor de tierra —dijo—. No te preocupes, era pequeño. Carracas, los llamamos, porque hacen repicar unos cuantos platos, nada más. Vuelve a dormirte.
Arman se tumbó y se dio la vuelta; poco después roncaba de nuevo.
Tembloroso, Flint se incorporó y se limpió el sudor de la frente. Miró el Yelmo de Grallen y pensó —no por primera vez— qué se sentiría siendo un héroe. Pensó en el dolor del brazo y pensó en la muerte y pensó en no ser recordado por nadie. Pensó en los platos que tintineaban en Thorbardin.
Se volvió a tumbar en el suelo, pero no se durmió. Dejó el yelmo a un lado, con cuidado de no tocarlo.
24
Ambiciones congeladas. Planes para un deshielo
Dray-yan paseaba por el cuarto mientras esperaba que Grag llegara con su informe. Pasear —igual que encogerse de hombros— era otro amaneramiento que el aurak había copiado de los humanos. La primera vez que vio al Señor del Dragón Verminaard intentando resolver problemas con paseos de una punta a otra de la habitación, Dray-yan había considerado esa práctica con desdén, una lamentable pérdida de energía física. Eso fue antes de que él se enfrentara a sus propios problemas. Ahora el aurak paseaba también.
Cuando sonó la llamada a la puerta, Dray-yan reconoció la forma de tocar la puerta de Grag y bramó la orden de entrar con la voz de Verminaard.
Grag entró y en seguida cerró la puerta tras de sí.
—¿Y bien? —demandó Dray-yan al fijarse en la sombría expresión que tenía Grag—. ¿Qué noticias hay?
—La puerta de Thorbardin está abierta y nieva en las montañas. Hemos tenido que abandonar la persecución de los esclavos.
—Lástima —dijo Dray-yan.
—¡La nieve es copiosa y húmeda y oculta todo! —adujo en su defensa el bozak—. Los dragones, tanto los Rojos como los Azules, se niegan a volar mientras nieve así. Dicen que se les acumula en las alas. No los deja ver, por lo que se desorientan y les da miedo tropezar con la vertiente de la montaña. Que si queremos dragones acostumbrados a la nieve, que mandemos venir a los Dragones Blancos, que están en el sur.