Flint se despertó y se encontró con una mano descansando en el Yelmo de Grallen. La apartó bruscamente y miró el yelmo con inquietud. Recordaba con toda claridad el sueño de la noche anterior; era tan vivido que casi le parecía real. Ridículo, por supuesto. Oh, sí, todo eso de tener encuentros con los dioses estaba muy bien para Goldmoon y Elistan. Después de todo eran humanos y éstos siempre hablaban de sus dioses con confianza, como si fueran compañeros, y hacían proselitismo y compartían sus creencias religiosas con cualquiera.
Pero eso no iba con Flint Fireforge. La religión era un tema profundo y privado para el enano. Sí, quizá jurara por las barbas de Reorx de vez en cuando, pero era más una expresión de respeto y Flint no iba por ahí ensalzando las virtudes del dios a unos completos extraños. ¡Si lo hiciese, muy bien podría ocurrir que el kender decidiera venerar a Reorx!
Reorx no era un dios que metiera las narices en los asuntos privados de un enano. De igual modo, un enano no andaba dándole la lata al dios para que interviniera. Eso era lo que Flint opinaba sobre ese tema. Aunque tenía la impresión de que algunos de sus congéneres no compartían dicha opinión. Toda esa charla sobre enanos demandando a Reorx que hiciera tal cosa por ellos o que arreglara tal otra...
Eso, si daba crédito a un extraño con ropa estrambótica que no tenía nada mejor que hacer que molestar a un tipo dormido.
Flint miró el yelmo. Se lo había cogido a Arman porque le había puesto furioso que éste se lo quitara a él. De otro modo, no tuvo más remedio que admitir Flint, no habría tocado esa maldita cosa. Porque estaba maldita, no cabía duda.
El yelmo era mágico, lo que significaba que tenían que haberlo hecho los theiwars, los únicos enanos con habilidades en la magia. Sí, el yelmo era de manufactura antigua y, según se contaba, los theiwars no habían sido tan retorcidos y perversos antaño como en la actualidad. El yelmo los había conducido a sus amigos y a él allí y les había mostrado cómo entrar por la puerta, aunque aún estaba por ver si eso era bueno o no. El yelmo no le había causado ningún daño a Sturm. En lo que a Flint concernía, que lo hubiese transformado de humano a enano era dar un paso adelante.
Con todo, el yelmo era mágico y, en opinión de Flint, no existía eso de «magia buena». No pensaba ponérselo. El enano miró hacia Tanis, que aún dormía, aunque no era un sueño profundo ni relajado a juzgar por los suspiros y murmullos del semielfo.
«Me pregunto si debería contarle lo del sueño», se planteó para sus adentros.
De todos sus amigos, Tanis era el único al que el enano consideraría siquiera decírselo. Sabía lo que dirían los demás si supieran que Reorx le había brindado una oportunidad de hallar el Mazo de Kharas. Una vez que hubiesen oído que lo único que tenía que hacer era ponerse el yelmo, Raistlin y Sturm se lo encasquetarían hasta las orejas. Contárselo a Caramon estaba descartado, porque se lo diría a su gemelo. En cuanto a Tasslehoff, ni siquiera se lo planteaba.
«No —decidió Flint—. Tampoco puedo contárselo a Tanis. Tiene a todos esos refugiados a su cargo. Jamás haría nada que me perjudicara, pero si la cosa llegara a un punto en el que tuviera que elegir, me pediría que me pusiera el yelmo...» Flint suspiró.
—¡Era un sueño! —se dijo entre dientes—. Un sueño estúpido. Como si yo pudiera llegar a ser un héroe... ¡O como si quisiera serlo!
A la mañana siguiente, Arman los despertó para ponerse pronto en camino, o al menos dedujeron que sería por la mañana, ya que no había manera de saber qué hora era. Siguieron caminando a través del reino enano y su vastedad los llenó de asombro porque parecía extenderse más y más y, en palabras de Tasslehoff, «iba arriba, abajo y a los lados».
—Thorbardin ocupa unos ochocientos kilómetros cuadrados bajo la montaña —se jactó Arman—. Hemos construido viviendas, tiendas e industrias en todos los niveles, uno sobre otro, todos ellos dispuestos a la vieja usanza. Se puede ir a cualquier ciudad de cualquier parte de Thorbardin y saber exactamente dónde encontrar qué.
Eso no habría podido demostrarlo con Tanis. El semielfo se hallaba perdido en el laberinto; para él, todas las calles, tiendas y viviendas le parecían iguales, hasta que llegaron a lo que Arman denominó «conductos elevadores», unos grandes pozos abiertos en la roca que conectaban todos los niveles. Una especie de cajas metálicas sujetas a enormes cadenas subían y bajaban entre los niveles en medio de golpeteos y ruidos metálicos. Los que querían ir de un nivel a otro (y no deseaban hacerlo por las escalas de cadenas tendidas entre los niveles) podían subir a una de las cajas y bajarse al llegar a su punto de destino.
Tanis se asomó por el borde de uno de esos conductos y se quedó estupefacto al ver los muchos niveles que había. Arman Kharas consideraba esas plataformas elevadoras una maravilla de la ingeniería enana y esperaba que los compañeros se mostraran impresionados. Sufrió una desilusión al enterarse de que ya habían visto artilugios parecidos en las ruinas de la ciudad hundida de Xak Tsaroth y manifestó, desdeñoso, que los habrían diseñado ingenieros enanos.
No subieron a los elevadores, cosa que Caramon agradeció infinito; su última experiencia con mecanismos de transporte enanos era algo que prefería olvidar. Siguieron caminando por la que Arman llamó Calzada de los Thanes. La caminata los llevó, por la Calzada Primera, desde las viviendas abandonadas de la ciudad theiwar hasta un bosque; un extraño y fabuloso bosque situado en una enorme cueva natural que tenía el nombre de Suburbios Oeste. En aquel lugar el asombro de los compañeros alcanzó un grado suficiente para satisfacer incluso a Arman Kharas.
—¡Los árboles son hongos! —gritó Tasslehoff.
El kender aplaudió de puro placer y, sin darse cuenta, dejó caer un pequeño cuchillo que Tanis reconoció como perteneciente a Arman. Recuperó el arma con presteza y, cuando el enano estaba ocupado mostrando las maravillas del bosque de hongos, se lo deslizó con agilidad por el borde de la bota.
Raistlin, que había realizado extensos estudios sobre hierbas y plantas, estaba ansioso por inspeccionar los gigantescos hongos que se alzaban por encima de sus cabezas. Las colosales setas, otros tipos de hongos y extrañas plantas que medraban en la oscuridad, crecían en la rica marga que llenaba la zona de un olor acre y terroso. No era desagradable, pero bastó para recordarle a Tanis que se encontraba a bastante profundidad bajo la superficie, enterrado vivo.
De repente tuvo la horrible sensación de que si no salía de allí se moriría asfixiado. Sintió el pecho oprimido, gotas de sudor le perlaron la frente y sintió la urgente tentación de escapar y volver corriendo a la puerta. Ni siquiera la amenaza de las piedras cayendo sobre él lo disuadió. Se lamió los labios y miró a su alrededor en busca de una ruta de escape.
Entonces apareció Flint, firme y tranquilo, a su lado.
—¿El viejo problema de siempre? —preguntó el enano en voz baja.
—¡Sí! —Tanis se estiró el cuello de la túnica que, a pesar de quedarle flojo, no le parecía lo bastante.
Flint sacó un odre de agua que había llenado en un pozo público, cerca del templo.
—Toma, echa un trago. Intenta pensar en otra cosa.
—Otra cosa que no sea estar atrapado en una tumba —dijo Tanis, que tragó el agua fresca y se echó un poco en la frente y en el cuello.
—Anoche tuve una pesadilla —comentó Flint en tono gruñón—. Reorx se me aparecía y me ofrecía entregarme el Mazo de Kharas. Lo único que tenía que hacer era ponerme este yelmo.
—Pues póntelo, entonces —dijo Sturm—. ¿Por qué vacilas?
Flint frunció el entrecejo, se giró para mirar hacia atrás y se encontró con el caballero pegado a sus talones.
—No hablaba contigo, Sturm Brightblade. Hablaba con Tanis.
—¡El dios de los enanos se te aparece, te dice que te pongas el yelmo y a cambio te guiará hasta el Mazo de Kharas y no pensabas contármelo!