Выбрать главу

—Para algunos la guerra no ha terminado —declaró, y Flint no supo si el hylar lo decía a modo de disculpa o si era una acusación.

—Para algunos no terminará nunca —repuso con acritud—. Mientras los habitantes bajo la montaña vivan a salvo y con comodidad, mientras mi pueblo trabaje la tierra y combata contra goblins y ogros para defenderla, no.

—¿Es que crees que vivimos bien aquí? —preguntó Arman con un resoplido desdeñoso.

—¿Y acaso no es así? —increpó Flint, desafiante, a la par que señalaba los campos de cultivo, las casas acogedoras y los comercios ante los que pasaban con rapidez en el vagón de transporte.

—Tiene aspecto de prosperidad —admitió Arman—, pero lo que no ves son los centenares de mineros que no tienen trabajo porque las minas de hierro se han cerrado o, mejor dicho —añadió—, sí los has visto. Eran los que lanzaban piedras.

—¡Las minas cerradas! —Flint estaba estupefacto—. ¿Por qué? ¿Se han agotado?

—Oh, tenemos mena de hierro de sobra —contestó Arman—, sólo faltan compradores. Si cada enano que vive en Thorbardin necesitara diez espadas o catorce cazos o treinta y seis ollas, nuestros productores de hierro tendrían negocio de sobra, pero eso no ocurre. Los propietarios de las minas no podían pagar a los mineros. Los enanos que no tienen trabajo no pueden pagar al carnicero, que a su vez no puede pagar al casero, que a su vez no puede pagar al agricultor...

—A nuestros hijos los están matando dragones, goblins y hombres-lagarto —interrumpió Flint, acalorado—. ¡La guerra ha estallado ahí arriba y tú te quejas porque no se puede pagar la cuenta del carnicero! En fin, he dicho más de lo que debería. El semielfo os lo explicará cuando hable ante el Consejo.

Arman parpadeó.

—Cuéntame algo más de lo que pasa en la superficie.

Flint negó con la cabeza.

»También aquí abajo estallará la guerra —dijo Arman cuando comprendió que el otro enano no pensaba hablar—. Ya viste a esos enanos y oíste lo que nos llamaban. El Consejo sigue gobernando Thorbardin, pero la gente está cada vez más descontenta. Hace un año ningún theiwar se habría atrevido a atacar a un hylar. Ahora, con el creciente malestar entre la población, nuestros enemigos, los theiwars y los daergars, nos ven debilitados y vulnerables. —Arman se calló y luego añadió con brusquedad:— Me has preguntado qué señal tenía de que mi destino se cumpliría dentro de poco. Te lo diré. Creo que fue la apertura de la Puerta Norte.

—¿Y qué pasa con el Yelmo de Grallen? —inquirió Flint.

El semblante de Arman se ensombreció.

—No lo sé. No entiendo muy bien esa parte. —Se encogió de hombros y entonces su rostro recuperó el sosiego—. Con todo, tengo fe en Kharas. Él me guiará. Mi momento se acerca.

Flint rebulló en el asiento, incómodo. Se sentía culpable por su sueño, como si Reorx y él estuviesen tramando algo a espaldas de Arman.

«No actúes como un viejo idiota», se reconvino para sus adentros.

Arman Kharas se sumió en el silencio. Estaba extasiado, completamente absorto en la visión de su destino.

Los compañeros continuaron viajando por la calzada, todos ellos absortos en sus propios pensamientos y sueños.

Agarrado al borde del vagón, que se mecía de forma peligrosa sobre la vía, Caramon pensaba en Tika, se reprendía por haberla dejado ir sola y rogaba que estuviera a salvo porque sabía que se culparía de cualquier cosa que pudiera pasarle. Esperaba que lo perdonara y que entendiera, como ella misma había afirmado.

«Raistlin me necesita, Tika —se dijo para sus adentros una y otra vez mientras la enorme manaza se abría y se cerraba sobre el borde del vagón—. No puedo dejarlo solo.»

Raistlin meditaba sobre los extraños acontecimientos que le habían ocurrido en el Monte de la Calavera. ¿Por qué sabía moverse por un sitio en el que nunca había estado? ¿Por qué había llamado a Caramon por un nombre extraño que le era del todo desconocido? ¿Por qué lo habían protegido los espectros? No tenía ni idea, pero aun así percibía una sensación en lo más hondo de su ser que no dejaba de pincharlo y no sabía por qué. Era una sensación desagradable e incómoda que lo irritaba, igual que cuando había una cosa que uno tenía que recordar, algo de vital importancia, algo que se tiene en la punta de la lengua, pero de lo que uno no acaba de acordarse.

«El Amo nos ordenó...», le había dicho el espectro. ¿Qué amo?

«El mío no —rechazó Raistlin para sus adentros—. ¡Por mucho que haga por mí, nadie será mi amo jamás!»

Sturm pensaba en el Mazo de Kharas y en su larga y gloriosa historia. Conocido originalmente como Mazo del Honor, se había forjado siglos atrás en recuerdo al martillo de Reorx, y los enanos se lo habían entregado a los humanos de Ergoth como símbolo de paz. Se decía que, en cierto momento, el gran dirigente elfo, Kith-Kanan, había tenido en su poder el Mazo. Siempre se había utilizado con propósitos pacíficos y honorables, nunca para derramar sangre.

Así fue como Huma Dragonbane había buscado el Mazo y lo había puesto en manos de un famoso forjador enano al que encomendó la forja de las primeras Dragonlances. Armado con ellas, bendecido por los dioses, Huma había sido capaz de expulsar del mundo a la Reina de la Oscuridad y a sus dragones del mal, de vuelta al Abismo.

Tras aquello, el Mazo había desaparecido para reaparecer otra vez en manos de un héroe merecedor de él, Kharas, que lo había usado para intentar forjar la paz, aunque sin éxito, y ahora el Mazo estaba desaparecido.

«¡Ojalá fuera yo quien lo devolviera a los caballeros! —pensó Sturm—. Llegaría ante el Comandante de la Rosa y le diría: "¡Tomad, milord, usadlo para forjar las benditas Dragonlances!" El Mazo ayudaría a los caballeros a derrotar al mal y así compensaría lo malo que he hecho y me absolvería de toda culpa.»

Los pensamientos de Tasslehoff eran menos fáciles de narrar al semejar una abeja achispada que va zumbando de flor en flor al buen tuntún. Más o menos sería así:

«Caramon no tendría que agarrarse a mí tan fuerte. (Indignado) ¡No voy a caerme del vagón! ¡Oh! ¡Fíjate en eso! (Excitado) Echaré un vistazo más de cerca. No, supongo que no. (Melancólico) Allá va. ¡Mira eso! ¡Más enanos! ¡Hola, enanos! Me llamo Tasslehoff Burrfoot. ¿Eso era un nabo? (Ilusionado) Arman, ¿era un nabo lo que te tiraron? Pues vaya color tan raro para un nabo. (Intrigado) Es la primera vez que veo uno negro. ¿Te importa si le echo un vistazo? Bueno, no sé por qué estás de tan mal humor. (Dolido) No te dio tan fuerte. ¡Caray, chico! ¡Fíjate en eso! (Excitado)...»

Los pensamientos de Tanis giraban en torno a Riverwind y los refugiados y se preguntaba si habrían sobrevivido al ataque de los draconianos y si estarían de camino a Thorbardin. De ser así, contaban con él para que hallara un refugio seguro allí, en el reino enano.

El semielfo recordó aquel día del pasado otoño, cuando se había encontrado con Flint en la ladera de un monte, cerca de Solace, y se preguntó —no por primera vez— cómo había llegado desde aquel momento y lugar a donde estaba ahora, montado en un transporte de manufactura enana que se desplazaba sobre ruedas oxidadas a gran profundidad bajo la superficie de la tierra, con ochocientos hombres, mujeres y niños cargados a la espalda. O cómo se había enredado en una guerra en la que nunca había tenido intención de combatir. O cómo había contribuido a traer de vuelta a unos dioses en los que no creía.

«Pero si lo único que hice fue entrar en la posada a echar un trago con unos viejos amigos», se dijo con una sonrisa y un suspiro.

Flint iba sentado con el Yelmo de Grallen bien sujeto y le parecía oír que el traqueteo de las ruedas repetía unas palabras: «No mucho tiempo. No mucho tiempo. No mucho tiempo...»