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—Arrojad el maldito yelmo al lago y a Marman Arman con él.

Marman Arman. «Marman» en argot enano venía a ser «pirado». Flint miró a Arman con curiosidad para ver qué hacía, pero sólo le veía la espalda ya que el enano joven iba a proa, fija la mirada al frente. Tenía rígida la espalda y tensos los hombros; la barbilla apuntaba hacia adelante en un gesto de desafío. Actuaba como si no hubiese oído el malintencionado juego de palabras.

Flint cambió de postura ligeramente a fin de verle la cara. El joven enano estaba colorado, prietos los dientes. Tenía cerrados los puños, con las uñas clavadas en las palmas.

—Lo encontraré —juró. Parpadeó de prisa y en las pestañas se notó el brillo de las lágrimas—. ¡Lo encontraré!

Flint apartó la mirada, azorado, y deseó no haberlo visto. No le caía bien Arman y lo consideraba un fanfarrón y un jactancioso, pero se sorprendió al sentir lástima por él igual que la había sentido por un semielfo que no hallaba un hogar entre los elfos ni entre los humanos o como la había sentido por unos gemelos huérfanos que sólo se tenían el uno al otro para defenderse desde una temprana edad y por un joven solámnico apartado de su padre y obligado a vivir en el exilio.

Flint no equiparó a Arman con los otros de forma consciente. Desde luego no tenía intención de acudir en ayuda de ese joven enano que los había arrestado. Claro que tampoco había tenido intención de acudir en ayuda de Tanis, Sturm, Raistlin ni Caramon. Si alguien lo acusara de tal cosa, Flint lo habría negado con vehemencia. Daba la casualidad de que los gemelos eran vecinos; y daba la casualidad de que Tanis había necesitado un socio comercial. Eso era todo.

Aun así, en ese momento, Flint le tenía muchísima lástima a Arman Kharas. Si el viejo enano hubiera podido descubrir quién había lanzado el insulto, le habría dado de puñetazos.

El transbordador atracó en un muelle del Árbol de la Vida. Allí la multitud reunida era aún más numerosa, una mezcla de todos los clanes. Los soldados habían acordonado una zona y contenían a los mirones papanatas. Los compañeros fueron recibidos con los mismos gestos ceñudos, las mismas miradas sombrías, el mismo silencio ominoso que sólo rompía la alegre voz del kender, que intentaba presentarse y dar la mano constantemente, aunque sus intentos eran fallidos porque Caramon, con cara de pocos amigos, le tiraba del cuello de la camisa y lo obligaba a volver a su lado.

Entonces, desde alguna parte en el centro de la multitud empezó a sonar un sordo retumbo que semejaba el gruñido de una bestia gigantesca con muchas gargantas. El gruñido se hizo cada vez más fuerte y más amenazador y, de repente, la muchedumbre se echó hacia adelante y empujó a los soldados, que la mantuvieron a raya entrelazando los brazos y plantando firmes los pies en el suelo de piedra.

—¡Más vale que los saques de aquí, alteza! —gritó un capitán a Arman en lenguaje enano—. Algunos son estibadores kiars y ya se sabe que los kiars están más locos que un murciélago con la rabia. No podré contenerlos mucho más tiempo.

Arman señaló hacia un conducto elevador en el que los enanos subían y bajaban por los niveles del Árbol de la Vida. Los compañeros corrieron hacia allí con los soldados hylars cerrando filas tras ellos y amagando con la punta del mango de las lanzas a los que se acercaban demasiado.

Entraron precipitadamente en las grandes plataformas que semejaban cajas metálicas, las cuales, para alivio de Caramon, demostraron ser mucho más estables que las marmitas del sistema elevador con el que habían topado en Xak Tsaroth. Apiñados en la caja junto con Arman Kharas, los compañeros observaron a la chasqueada multitud. La plataforma dio una sacudida y empezó a ascender haciendo mucho ruido y zarandeando a todos sus ocupantes.

Subieron entre traqueteos y chirridos sumidos en un tenso silencio. El mundo extraño en el que se encontraban, la opresiva oscuridad, los peligros a los que ya habían tenido que enfrentarse y el hostil recibimiento empezaban a hacer mella en todos ellos.

—Ojalá no hubieses encontrado jamás este yelmo —dijo Flint de repente, con una mirada fulminante a Raistlin—. ¡Siempre metiendo la nariz donde no debes!

—No me culpes a mí —replicó Raistlin—. Si el necio caballero hubiese hecho caso de mi advertencia y no hubiese metido la nariz en el yelmo...

—No estaríamos ahora aquí, en Thorbardin —arguyó Sturm con voz gélida.

—No, estaríamos en otra parte —repuso a su vez Flint con mordacidad—. ¡En algún sitio donde la gente no quisiera degollarnos!

—Deja en paz a Raistlin, ¿quieres, Flint? —intervino Caramon, encrespado—. ¡No hizo nada malo!

—No necesito que me defiendas, Caramon —dijo Raistlin, que añadió con aspereza—: Por mí, os podéis ir todos al Abismo.

—Pues yo siempre he querido ir al Abismo —parloteó Tasslehoff—. ¿A ti no te gustaría ir, Raistlin? ¡Tiene que ser horrible! Maravillosamente horrible, quería decir.

—¡Cierra el pico, cabeza de chorlito! —gritó Flint.

—Eso es un buen consejo para todos nosotros —comentó Tanis en voz baja.

Estaba apoyado contra el costado de la plataforma elevadora, cruzado de brazos y con la cabeza inclinada. Todos supieron de inmediato qué estaba pensando: en los refugiados, que eran responsabilidad del grupo; esa gente contaba con ellos para hallar un cobijo seguro. Tal vez los refugiados estaban huyendo de sus enemigos en ese mismo momento para salvar la vida, con la esperanza de sobrevivir puesta en ellos, y el recibimiento que tendrían serían multitudes furiosas, espadas, lanzas y rocas arrojadas desde la oscuridad.

Sturm, frustrado, se retorció el bigote mientras Caramon enrojecía al sentirse culpable. Tasslehoff abrió la boca, pero la volvió a cerrar cuando Raistlin le posó una mano en el hombro, en un suave gesto de reconvención. Flint siguió con la vista clavada en el suelo de la plataforma, ceñudo, en una firme negativa a mirar a ninguno ya que suponía, acertadamente, que todos estaban pendientes de él.

Y del Yelmo de Grallen. El Yelmo de Grallen maldito.

La caja metálica ascendió más y más por el conducto elevador sin dejar de hacer ruido. Cuando la plataforma se paró finalmente con una sacudida, se encontraron en uno de los niveles superiores de la estalactita. Allí, según Arman, estaba la Sala de Thanes, donde el Consejo se reuniría ese día para considerar la destrucción de la puerta y el regreso de un fantasma.

28

Los thanes de Thorbardin. Oscuros aliados

Tanis y los otros no podían saber que al entrar en la Sala de Thanes se metían en una trampa porque, ignorado por todos, incluidos los otros thanes, la reina Takhisis había seducido a uno de los suyos y lo había convencido para que se uniera a su maléfica causa.

El Consejo de Thanes gobernaba Thorbardin, como lo había venido haciendo durante siglos. Cada uno de los grandes clanes enanos —hylar, theiwar, neidar, kiar, daewar, daergar y aghar— tenía asiento en el Consejo.

Los hylars, debido a su educación y cualidades innatas para la diplomacia y el liderazgo, llevaban mucho tiempo siendo el clan dominante de Thorbardin. Aunque en la actualidad no había un Rey Supremo, los hylars, bajo el liderazgo de su thane Hornfel, mantenían el control nominal de los clanes y trabajaban con empeño para evitar que estallara una guerra civil bajo la montaña. Con el cierre de las minas, Hornfel comprendió que la única salvación para los enanos sería restablecer el contacto con el mundo y, en consecuencia, abrir las puertas. Por desgracia, los propios hylars estaban divididos en cuanto a eso, algunos a favor de aventurarse en el mundo y otros convencidos de que el mundo era un lugar peligroso y que lo mejor era dejar clausuradas las puertas.

Los neidars habrían sido los únicos que, mucho tiempo atrás, podrían haber disputado a los hylars su predominio en Thorbardin, pero las cavernas en el interior de la montaña resultaron demasiado restrictivas para la naturaleza inquieta de los neidars y demasiado abarrotadas para su gusto. Mucho antes del Cataclismo, los neidars se habían marchado de Thorbardin para viajar por el mundo. En la superficie trabajaron como artesanos y cultivaron la tierra, recogiendo cosechas y cuidando animales que no podían vivir en la perpetua oscuridad del interior de la montaña. Los neidars y el resto de los clanes habían seguido llevándose bien hasta que el Cataclismo azotó el mundo y lo cambió para siempre.