Había escapado de la pobreza vendiéndose a un hechicero theiwar para el que realizó diversos actos infamantes, entre ellos hurtar y asesinar. Entre paliza y paliza, Realgar recogía ansiosamente fragmentos de la ejecución de conjuros que el hechicero iba dejando caer. Despierto y astuto, Realgar alcanzó en seguida más destreza en la magia oscura que su maestro. Se vengó del hechicero, se trasladó a la vivienda del fallecido maestro y trabajó con ahínco para convertirse en el enano más temido —y por consiguiente el más poderoso— del clan theiwar. Se autoproclamó thane, pero no se conformó con eso. Realgar estaba decidido a coronarse Rey Supremo. Los theiwars volverían a gobernar bajo la montaña.
Sin embargo, no tenía medios para cumplir el alto objetivo que se había marcado. Los theiwars no eran guerreros experimentados. No sabían nada sobre disciplina y nunca se conseguiría agruparlos en una unidad de combate cohesiva. Ni era propio del carácter egoísta theiwar concebir el concepto de sacrificar la propia vida por una causa. A los theiwars se les daba bien apuñalar por la espalda, usar la magia negra contra los enemigos, raptar y robar. Y si bien esas habilidades resultaban útiles para ayudarlos a sobrevivir y mantener el control de su territorio, nunca derrotarían a los poderosos hylars o a los fieros daewars. Al parecer, los theiwars habrían de vivir sujetos al dominio del detestado Hornfel para siempre.
Realgar rumió sus ambiciones rotas durante años, hasta que, por fin, sus lamentos llegaron a oídos de alguien que buscaba almas oscuras y descontentas. La Reina de la Oscuridad se le apareció a Realgar, y el theiwar se postró ante ella. Takhisis le brindó ayuda para que sus aspiraciones se cumplieran a cambio de unos cuantos favores. Favores que no fueron difíciles de realizar y, de hecho, beneficiaron a los theiwars. Realgar no tuvo ningún problema para cumplir su parte del trato y, hasta ese momento, Takhisis había cumplido con su parte también.
Realgar había abordado al thane de los daergars, un enano conocido por el nombre de Ranee, y le hizo una proposición. Realgar había encontrado un comprador para el hierro de las minas daergars cerradas. Quería que se reabrieran unas cuantas, las que estaban ubicadas en lo más profundo de las cavernas laberínticas del territorio daergar. Los mineros volverían a trabajar, pero lo harían en secreto.
A cambio de esto y la promesa de parte del poder cuando Realgar se convirtiera en Rey Supremo, Ranee prometió construir un túnel secreto a través de las montañas que condujera a Pax Tharkas, en la actualidad gobernada por el Señor del Dragón Verminaard. Todo aquello había de hacerse sin que lo supiera ninguno de los otros thanes.
Ranee era un enano corpulento y no muy despierto que era thane porque su banda de matones era la que tenía el mando en ese momento. Le daba igual quién fuera el Rey Supremo siempre y cuando él sacara tajada de los beneficios. Por ello, construyó túneles secretos que conducían a Pax Tharkas. A espaldas de Hornfel, Realgar y Ranee fueron los primeros en reabrir las puertas de Thorbardin, y la primera persona que entró en el reino fue el Señor del Dragón Verminaard.
El trato se cerró. A cambio de enviar un ejército de draconianos para que los ayudara a derrotar a los hylars, los theiwars y los daergars accedieron a vender hierro a Pax Tharkas, así como armas de acero, entre ellas espadas y mazas, martillos y hachas de guerra, moharras y puntas de flecha. Fue un golpe de suerte para lord Verminaard que eso ocurriera en el momento más oportuno, aunque no vivió para saberlo.
Así las cosas, Dray-yan pudo mantener el suministro continuo de hierro y proporcionar a los ejércitos de los Dragones excelentes armas.
Las tropas de draconianos ya habían entrado por el túnel secreto. Realgar estaba casi preparado para lanzar su ataque, cuando la apertura de la Puerta Norte y la llegada de forasteros desbarató su plan. Había intentado matar a los Altos él mismo con la esperanza de librarse de ellos antes de que otros conocieran su presencia en Thorbardin. Los ingenieros draconianos habían reparado y reconstruido los pozos de la muerte del Eco del Yunque. Se suponía que su trabajo era un secreto, ya que el comandante draconiano se proponía utilizar las buhederas en caso de una invasión del ejército hylar.
Realgar no tenía tiempo para secretos, así que envió a sus theiwars allí arriba con órdenes de tirar grandes piedras por los pozos de la muerte hasta el puente.
Resultó que hacerlo no era una tarea tan sencilla como Realgar había supuesto. Los theiwars no eran físicamente fuertes y les costó trabajo situar las piedras en posición. No veían a sus blancos —la luz mágica del bastón del mago los había cegado cada vez que se asomaron por el borde de las buhederas— de modo que más que apuntar para hacer blanco las habían dejado caer al azar. Los Altos habían escapado y Realgar se encontró metido en problemas con el comandante de los draconianos, un detestable lagarto llamado Grag, que lo abroncó por haber desvelado una de sus mejores ventajas estratégicas.
—Puede que tu acción nos cueste una guerra —lo había increpado Grag fríamente—. ¿Por qué no nos mandaste llamar a mis soldados y a mí? Nos habríamos ocupado rápidamente de esa escoria. De hecho, se te habría recompensado. Esos criminales fueron los instigadores de la revuelta de los esclavos humanos y se ha puesto precio a sus cabezas. Ahora, por tu chapucería, están en pleno corazón de Thorbardin, fuera de nuestro alcance. ¿Quién sabe qué perjuicios pueden ocasionarnos?
Realgar se maldijo por no haber llamado a los draconianos para que lo ayudaran con los Altos. Tendría que haber imaginado que existía recompensa por ellos, pero lo ignoraba hasta que Grag lo dijo.
—Esos esclavos huidos vienen hacia Thorbardin —continuó el comandante draconiano, que estaba que echaba chispas—. Tienen intención de entrar para pedir asilo. ¡Tenéis ochocientos humanos ahí fuera, prácticamente en la puerta!
—No serán ochocientos guerreros, ¿verdad? —preguntó Realgar, alarmado.
—No. Alrededor de la mitad son niños y viejos, pero los hombres y algunas de las mujeres son combatientes aguerridos y tienen uno o dos dioses de su parte. Dioses débiles, por supuesto, pero han resultado ser un engorro para nosotros en el pasado.
—Confío en que no estés diciendo que les tienes miedo a unos pocos centenares de esclavos humanos y a sus insignificantes dioses —dijo Realgar con una mueca burlona.
—Puedo ocuparme de ellos —replicó Grag, severo—, pero eso significará dividir las fuerzas, combatir una batalla en dos frentes con la posibilidad de encontrarnos flanqueados en ambos.
—Aún no han entrado en la montaña —manifestó Realgar—. Necesitarán el permiso del Consejo para hacerlo y eso es algo que no se concederá así como así. He oído comentar que han traído consigo un artefacto maldito, conocido como el Yelmo de Grallen. Ni siquiera Hornfel es tan blando ni tan estúpido como para permitir que ochocientos humanos entren tranquilamente en Thorbardin. ¡Y menos si están malditos! No te preocupes, Grag. Estaré en la reunión del Consejo y haré lo que sea menester para asegurarme de que nuestros planes sigan adelante.
Realgar había enviado a sus informadores para que corrieran la voz de que los forasteros traían con ellos el yelmo maldito de un príncipe muerto. Todo el mundo conocía la tétrica historia, aunque hablar de ello públicamente había sido prohibido por los hylars durante trescientos años. Habiendo hecho todo lo posible para poner a la gente en contra de los forasteros, Realgar se dirigió a la reunión del Consejo.
El hechicero theiwar no vestía túnica. Realgar era un renegado, como lo eran casi todos los hechiceros enanos. No sabía nada de las Ordenes de la Alta Hechicería. Ni siquiera sabía que su magia le llegaba como un don de un dios de la oscuridad, Nuitari, al que le caían bien esos sabios enanos. Realgar no tenía libros de conjuros, porque no sabía leer ni escribir. Ejecutaba los hechizos que su maestro había realizado en su presencia y que a su vez había aprendido de su maestro antes y así sucesivamente, remontándose en el tiempo.