Alzando el yelmo, se lo encajó en la cabeza.
Los thanes, todos a una, se incorporaron como impulsados por un resorte, hasta el aghar que, equivocadamente, pensó que como todos se habían puesto de pie era hora de levantar la sesión.
—Esto podría tener fatales consecuencias, amigo mío —dijo Raistlin, que clavó las uñas en el brazo de Tanis.
—¡Eras tú el que quería que se pusiera el maldito trasto! —protestó el semielfo.
—No es el lugar ni el momento que habría elegido para que lo hiciera —repuso el mago.
En un gesto instintivo, Sturm se llevó la mano a la vaina vacía, olvidando que los enanos le habían quitado la espada. Los soldados habían dejado las armas confiscadas cerca de la entrada. Sturm calculó la distancia y se preguntó si llegaría hasta su espada antes de que los soldados lo alcanzaran. Tanis advirtió la dirección de la ojeada del caballero y supo lo que estaba pensando. Lanzó a Sturm una mirada de advertencia. El caballero asintió con la cabeza con disimulo, aunque también dio un par de pasos hacia la puerta.
Flint se encontraba en medio de la sala, con el yelmo en la cabeza, y durante unos instantes largos y tensos no ocurrió nada. Tanis empezaba a respirar con más tranquilidad cuando la gema del yelmo irradió un destello que inundó la estancia de una intensa luz roja anaranjada, un fuego sagrado en medio de los presentes. El yelmo le cubría el rostro a Flint; sólo se le veía la barba, asomando por debajo, y los ojos.
Tanis no reconoció a su amigo en aquellos ojos ni, al parecer, Flint lo reconoció a él ni a ninguno de los otros. Miró a su alrededor como si hubiese entrado en una habitación llena de extraños.
Los thanes guardaban silencio, un silencio torvo que no presagiaba nada bueno. Todos habían llevado la mano al martillo de guerra o a la espada; o a ambas armas. Los soldados tenían prestas las suyas.
Flint no hizo caso de los thanes ni de los soldados. Contempló el entorno; la mirada, a través de las ranuras de la visera, no dejó pasar nada por alto, como alguien que vuelve a un lugar querido tras un largo viaje.
—Estoy en casa... —dijo con una voz que no era la suya.
La expresión furiosa de Hornfel se suavizó para dar paso a otra dubitativa, insegura. Volvió la vista hacia su hijo, que sacudió la cabeza y se encogió de hombros. Realgar sonrió con burla, como si hubiera sido eso lo que esperaba, ni más ni menos.
—Es puro teatro —masculló.
Flint se dirigió hacia el estrado, subió los escalones y se sentó en uno de los tronos vacíos: el negro, el asiento sagrado del reino de los muertos. Miró con aire desafiante a los thanes, como retándolos a que hicieran o dijeran algo al respecto. Los thanes lo miraban, paralizados por la impresión.
—¡Nadie se sienta en el trono de los muertos! —gritó Gneiss, que asió a Flint por el brazo e intentó levantarlo del sagrado solio.
Flint no movió un solo dedo pero, de repente, el thane daewar trastabilló hacia atrás, como si hubiese recibido el golpe de un martillo invisible. Cayó del estrado y se quedó tendido en el suelo, tembloroso de miedo y pasmo. Sentado en el trono del reino de los muertos y con el yelmo de un muerto en la cabeza, Flint habló:
—Soy el príncipe Grallen —dijo y su voz sonó severa y fría, distinta de la de Flint—. He vuelto al hogar de mis antepasados. ¿Así es como se me da la bienvenida?
Los otros thanes echaban ojeadas de soslayo al daewar, que seguía tendido en el suelo. Ninguno se acercó a ayudarlo. Ahora nadie se burlaba ni hacía mofa.
—Tú eres su descendiente —dijo Ranee a Hornfel, nervioso—. Tu familia nos acarreó esta maldición. Deberías ser tú quien hablara con él.
Hornfel se quitó el yelmo en señal de respeto y se acercó al trono con dignidad. Arman habría acompañado a su padre, pero el thane hizo un gesto con la mano con el que indicó a su hijo que se quedara atrás.
—Eres bienvenido al hogar de tus antepasados, príncipe Grallen —dijo Hornfel, que habló con cortesía, pero también con orgullo y sin temor, como correspondía a un thane de los hylars—. Te pedimos disculpas por actuar de forma indebida.
—Los daergars no tenemos nada que ver con ello, príncipe Grallen —se apresuró a decir Ranee en voz alta—. Tú debes saberlo.
—No es justo que suframos una maldición —añadió Gneiss mientras se levantaba del suelo—. Nuestros antepasados ignoraban el complot que había contra ti.
—Tu maldición debería caer sólo sobre los hylars —dijo Ranee.
—Silencio todos —ordenó Hornfel, que miró a su alrededor, ceñudo—. Oigamos lo que el príncipe tiene que decir.
Tanis comprendió. Hornfel era inteligente. Estaba poniendo a prueba a Flint en un intento de descubrir si estaba fingiendo todo aquello o si realmente el espíritu del príncipe Grallen hablaba por su boca.
—Hubo un tiempo en el que os habría maldecido —les dijo Flint. El tono de su voz se tornó más duro y terrible—. Hubo un tiempo en el que mi cólera habría echado abajo esta montaña —aseguró, iracundo—. ¿Cómo osas intercambiar palabras conmigo, Hornfel de los hylars? ¿Cómo osas afrentar más aún a mi fantasma, muerto prematuramente, mi vida segada por mis propios parientes? —Flint golpeó con el puño el brazo del trono.
La montaña se sacudió, el Árbol de la Vida se estremeció, el suelo se movió y los tronos de los thanes traquetearon sobre el estrado. En el techo apareció una grieta mientras las columnas crujían y chascaban. El Gran Bulp soltó un agudo chillido y se desplomó, desmayado.
Hornfel cayó de rodillas. Ahora sí que estaba asustado. Todos lo estaban. Uno tras otro, los soldados que había en la sala hincaron la rodilla en el suelo de piedra. A continuación lo hicieron los thanes hasta que únicamente Realgar se quedó de pie y, finalmente, hasta él se arrodilló aunque era evidente que odiaba tener que hacerlo.
Los temblores cesaron. La montaña se calmó. Tanis echó una rápida ojeada a su alrededor para asegurarse de que todos se encontraban bien.
Sturm estaba inclinado sobre una rodilla y con el brazo levantado en el saludo solámnico de un caballero a la realeza. Raistlin seguía de pie, manteniendo el equilibrio gracias al bastón, con el semblante y los pensamientos ocultos en las sombras de la capucha. Caramon se había quitado el yelmo, aunque no había soltado a Tasslehoff.
—¡Ojalá Fizban estuviera aquí para ver esto! —dijo el kender con gesto pesaroso.
Tanis volvió a poner su atención en Flint y se preguntó en qué acabaría todo aquello. «En nada bueno», pensó, taciturno.
El silencio era tan absoluto que a Tanis le parecía que oía el sonido del polvillo de la piedra deslizándose por el suelo.
—Tus hermanos confesaron su crimen antes de morir, príncipe Grallen. —La voz de Hornfel sonó temblorosa—. Aunque no fuera a sus manos, se consideraban responsables de tu muerte.
—Y lo eran —habló Grallen, iracundo—. Yo era el menor, el favorito de nuestro padre. Temían que los pasara por alto y me dejara a mí el gobierno de Thorbardin. Aunque es cierto que sus manos no dieron el golpe mortal, sí que fue culpa suya que muriera.
»Yo era joven, participaba en mi primera batalla. Mis hermanos mayores juraron velar por mí y protegerme. En cambio me enviaron a la muerte. Me ordenaron que marchara con una pequeña fuerza a Zhaman, la fortaleza del perverso hechicero. Hice lo que me mandaban. ¿Por qué no? Los quería y los admiraba, ansiaba impresionarlos. Mis propios soldados intentaron avisarme, me advirtieron que era una misión suicida, pero no les hice caso. Confiaba en mis hermanos, que afirmaron que mis soldados mentían, que podía decirse que la batalla estaba ganada. Yo tendría el honor de capturar al hechicero y sacarlo de allí encadenado.
»Me regalaron este yelmo asegurándome que me haría invencible. Sabían la verdad, sabían que no me haría invencible. Siendo obra de los theiwars, la magia de la gema atraparía mi alma y así el yelmo me mantendría retenido en él, de manera que ni siquiera mi fantasma vengativo pudiera regresar para revelar la verdad de lo ocurrido.