Que fue exactamente lo que hizo la puerta en ese momento.
Abrirse de golpe. Con el resultado de que Tas se encontró empujando aire y luz del sol y acabó de bruces en el suelo. Caer de bruces le recordó a Tas otra cosa que Fizban habría hecho, dada la ausencia de llamas, humo y destrucción general que por lo general iban de la mano de los hechizos del viejo mago chiflado. Tas se quedó un instante tendido en la hierba y suspiró tristemente por la muerte de su amigo. Entonces, al recordar su Misión, con mayúsculas, se levantó de un salto y miró a su alrededor.
Fue en ese momento cuando se dio cuenta que la puerta de bronce se cerraba tras él. El kender saltó hacia su jupak y se las arregló para recogerla en el último instante antes de que la puerta se cerrara con estruendo. Dando media vuelta alzó los ojos al cielo y vio la tumba flotante y oyó lo que sonaba como el golpe de un mazo contra un gong. El kender se quedó embelesado.
Tas perdió unos segundos contemplando la tumba, mudo de asombro. El mazo estaba allí arriba, en esa tumba que flotaba en el aire, y Flint iba a subir para tomarlo. Tas soltó un suspiro.
—Espero que al decir esto no hiera tus sentimientos, reina Takhisis —manifestó con solemnidad—, y quiero asegurarte que aún tengo intención de visitar el Abismo algún día, pero ahora mismo el sitio donde más deseo estar de todo el mundo es ahí arriba, en la Tumba de Duncan.
Tasslehoff echó a andar en busca de su amigo.
La del príncipe Grallen era una más de las tumbas, montículos y túmulos funerarios que se habían construido alrededor del lago en el centro del valle. Allí, en torno al lago, los thanes y sus familias habían recibido sepultura durante siglos. La tumba de Grallen era la única que estaba vacía, sin embargo; no se había cerrado, a la espera de acoger un cuerpo que jamás se encontraría. Un obelisco negro y una estatua del príncipe de tamaño natural señalaban la tumba. La estatua representaba a Grallen con el uniforme de gala, pero iba sin armas. Las manos estaban tan vacías como la tumba, y la cabeza descubierta.
Kharas se detuvo delante de la estatua del príncipe, inclinada la cabeza en señal de respeto, y con el yelmo en la mano. Flint, que tenía seca la boca, se acercó despacio con el Yelmo de Grallen. No sabía qué tenía que hacer. ¿Se suponía que debía poner el yelmo dentro de la tumba vacía? Iba a dar media vuelta cuando notó un helado roce en la piel. Las manos de piedra de la estatua descansaban sobre las suyas.
A Flint le dio un vuelco el corazón. Le temblaban las manos y casi dejó caer el yelmo. Intentó moverse, pero las manos de piedra sujetaban las suyas con firmeza. Miró el rostro de la estatua, a los ojos, y vio que no era piedra inerte, sino que en ellos brillaba la vida. Los labios de la estatua se movieron.
—He tenido la cabeza descubierta, expuesta al sol y al viento, a la lluvia y la nieve, todos estos largos años.
Flint se estremeció y deseó no haber ido allí nunca. Vaciló, tratando de darse ánimo, y después, tembloroso de miedo, colocó el yelmo en la cabeza de piedra, de forma que le cubrió los ojos. La gema roja destelló.
—Voy a unirme con mis hermanos. Llevan mucho tiempo esperando para hacer juntos este tránsito.
Una sensación de paz inundó a Flint y ya no tuvo miedo. Lo embargó un sentimiento de amor abrumador, un amor que lo perdonaba todo. Soltó el yelmo casi de mala gana e inclinó la cabeza. Oyó que Arman daba un respingo y, cuando consiguió ver a través del velo de lágrimas que le empañaba los ojos, se encontró con que la estatua del príncipe llevaba ahora un yelmo de piedra.
Se obligó a tragar el nudo que tenía en la garganta, se frotó los ojos para quitarse las lágrimas que los humedecían y miró a su alrededor. Tras hallar lo que buscaba, rodeó el obelisco.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Arman, que lo seguía—. ¿Dónde vas?
—A ese arco de ahí —contestó Flint al tiempo que señalaba.
—El arco era un monumento a Kharas —comentó Arman—. Se desmoronó cuando la tumba fue arrancada de la tierra. Estuvo en ruinas mucho tiempo. Mi padre lo hizo reconstruir y volvió a dedicarlo con la esperanza de que nos condujera hasta el Mazo, pero no sirvió de nada.
Flint asintió con la cabeza.
—Tenemos que caminar a través del arco.
—¡Bah! —El escepticismo de Arman era obvio—. He caminado a través del arco incontables veces y no ha ocurrido nada.
Flint no contestó nada y reservó el aliento para dedicarlo a caminar. Como Raistlin le había recordado con tan poco tacto, no era precisamente joven. La gresca con la multitud, la caminata por el valle y el encuentro con la estatua le habían menguado mucho las fuerzas. Que él supiera, había una larga distancia hasta el Mazo.
El arco estaba hecho del mismo mármol negro del obelisco. Era muy sencillo, sin tallas, y sólo llevaba cinceladas unas palabras: «Espero y vigilo. Él no regresará. ¡Ay, lloro a Kharas!»
Flint se paró. Se meció atrás y adelante sobre los pies mientras se decidía y luego, haciendo una profunda inhalación y cerrando los ojos, echó a correr a través del arco.
—¡Lloro a Kharas! —gritó mientras lo hacía.
La carrera de Flint tendría que haberlo conducido a la hierba marchita del otro lado del arco. En cambio, las botas repicaron en un suelo de tablas de madera desvencijadas. Sobresaltado, abrió los ojos y se encontró en una estancia en penumbra con la única iluminación de un rayo de sol que se colaba a través de una aspillera en el muro de piedra.
Flint dio un respingo y soltó el aire con sobrecogimiento. Se dio la vuelta y allí estaba el arco, lejos, muy lejos de él. Oyó una voz lejana gritar «¡Lloro a Kharas!», y Arman apareció en el arco. El enano joven miró en derredor con asombro.
—¡Estamos aquí! —gritó—. ¡Dentro de la tumba! —Se puso de rodillas—. Mi destino está a punto de cumplirse.
Flint se dirigió hacia la saetera y se asomó. Allá abajo se extendía la hierba marchita, un lago iluminado por el sol y un pequeño obelisco. Abrió los ojos de par en par y retrocedió un paso con rapidez.
—¡Aprisa! ¡Cierra la entrada! —bramó, pero ya era demasiado tarde.
—¡Lloro a Kharas! —gritó una voz aguda.
Tasslehoff Burrfoot, jupak en mano, irrumpió a través del arco.
—¡Un kender! —exclamó Arman con espanto—. ¡En la tumba del Rey Supremo! ¡Esto no puede permitirse! Debe volver.
Corrió hacia Tasslehoff, que estaba tan asombrado que se le olvidó correr. Arman lo asió y se disponía a lanzarlo hacia atrás por el arco cuando de repente lo soltó.
—¡El arco ha desaparecido! —exclamó.
—Oye, si el arco ha desaparecido, ¿cómo vamos a volver abajo, al valle? —inquirió Tas mientras se levantaba del suelo.
—Quizá no volvamos —contestó Flint en tono sombrío.
33
Lagartos. Pulgas. Sabandijas
—Cuéntame más cosas sobre ese mazo —pidió Dray-yan.
—Es una vieja y mohosa reliquia enana —contestó Realgar. Observó al hombre-lagarto con desconfianza—. Nada que sea de interés para ti.
—Según lo que ha llegado a oídos de su señoría, el enano que encuentre el mazo decidirá quién ha de ser Rey Supremo —añadió Dray-yan—. Y ahora nos enteramos de que dos enanos han partido en busca de ese objeto. No le mencionaste nada de eso a lord Verminaard.
—No pensé que eso pudiera interesarle a su señoría. —Realgar estaba ceñudo.
—Todo lo contrario —dijo Dray-yan, cuya larga lengua asomó entre los dientes y volvió a meterse en la boca con rapidez—. A su señoría le interesa todo lo que ocurre aquí, en Thorbardin.
El draconiano aurak y su comandante, Grag, se encontraban a gran profundidad debajo de la montaña, reunidos con el thane theiwar. Uno de los informadores a sueldo de Dray-yan le había comunicado la noticia sobre el mazo a un mensajero draconiano, el cual la consideró lo bastante importante para recorrer los túneles secretos lo más rápido posible y despertar a Grag en mitad de la noche. Grag también lo había considerado tan importante como para despertar a Dray-yan. El mismo mensajero también tenía información respecto a los esclavos huidos y la banda de asesinos que los encabezaba.