—Un grupo pequeño de humanos se acerca a la Puerta Norte. Parece una partida de exploradores.
—¿Mis esclavos fugitivos?
—Casi con toda seguridad. Uno de ellos es ese Hombre de las Llanuras tan alto que luchó contra Verminaard. Encabeza a otros como él, seis en total, todos vestidos con pieles de animales. Un lord elfo va con ellos. También fue visto en Pax Tharkas.
—Imagino que hemos recibido la misma noticia —dijo Realgar, que observaba con atención a los draconianos—. Unos guerreros humanos han llegado a la Puerta Norte.
—Sí —admitió el aurak—. Los mismos criminales que se nos escaparon en Pax Tharkas.
—Alabada sea su Oscura Majestad —dijo Realgar mientras se frotaba las sucias manos con satisfacción—. Aquí no se nos escaparán.
—Mandaré a mis fuerzas para que acaben con ellos —empezó Grag.
—¡No, esperad! —medió Realgar—. No hay que matar a todos. Quiero que se capture al menos dos con vida.
—Un enemigo vivo es un enemigo peligroso —adujo Grag—. Matémoslos y acabemos de una vez.
—Normalmente habría estado de acuerdo —dijo Realgar—, pero necesito a esa escoria para demostrar a Hornfel y a los otros miembros del Consejo que un ejército humano planea invadirnos. Llevaré a esos espías ante el Consejo, se los mostraré y los haré confesar. Hornfel no tendrá más remedio que cerrar la Puerta Norte, lo que garantizará la continuación de nuestros tratos secretos con el ejército draconiano. Los theiwars se enriquecerán y se harán poderosos. Los hylars morirán de hambre y dentro de poco yo gobernaré bajo la montaña, con mazo o sin él.
—Sabes, por supuesto, que no hay ningún ejército humano —argüyó Grag—. Son simples esclavos desesperados. ¿Por qué iban a decir lo contrario esos humanos?
—Cuando haya acabado con ellos, no sólo asegurarán que son los cabecillas de un ejército enviado aquí para atacarnos, sino que creerán lo que confiesen. Y también lo harán quienes los oigan. Entre tanto, vosotros y vuestras tropas bajad al bosque, rastread la posición de los otros humanos y matadlos.
—No acepto órdenes de... —empezó Grag, que llevó la garra hacia la empuñadura de la espada.
—Paciencia, comandante —aconsejó Dray-yan, que añadió en su propia lengua— ... El tal Realgar será una comadreja, pero es una comadreja astuta. Haz lo que te ha dicho respecto a los esclavos. Captúralos vivos. De momento dejaremos que crea que él manda. Mientras, quiero que te asegures de que dice la verdad. Descubre si han matado a los asesinos, como afirma. Si no es así, ocúpate tú de ellos.
—¡Dejad de cuchichear entre vosotros! A partir de ahora sólo hablaréis en Común en mi presencia. ¿Qué le has dicho? —demandó el theiwar, desconfiado.
—Lo que me ordenaste que le dijera, thane —repuso el aurak con aire sumiso—. He transmitido tus órdenes a Grag y le he dicho que sus hombres han de capturar vivos a los Hombres de las Llanuras.
Realgar rezongó algo.
—Llevadlos a las mazmorras cuando los tengáis —dijo luego—. Estaré allí para interrogarlos.
—Comandante, ya has oído las órdenes del thane —dijo Dray-yan en Común. Luego miró a Realgar—. Imagino que no habrá ninguna objeción a que el comandante Grag vea los cadáveres de los seis asesinos, ¿verdad?
—Sin el menor problema —contestó Realgar—. Mandaré a algunos de los míos para que lo escolten. —Hizo un gesto a un par de theiwars que aguardaban en las sombras.
»Supongo que el tal Grag es capaz de llevar a cabo mis órdenes —agregó Realgar mientras lanzaba al comandante draconiano una mirada despectiva.
—Es muy inteligente —repuso el aurak con sequedad—. Para ser un lagarto.
34
La Tumba de Duncan. Otro Kharas más
—El yelmo estaba maldito —dijo Arman con la voz temblorosa por la ira y el miedo. Se giró hacia Flint—. ¡Nos has llevado a nuestra perdición con engaños!
A Flint se le retorcieron las entrañas. Imaginó durante un instante horrible lo que sería quedar aprisionado allí, hasta morir de hambre, y entonces recordó el roce de las manos de piedra del príncipe y la sensación de paz que lo había inundado.
—Imagino que no esperarías entrar y encontrar el Mazo tirado en el suelo, ¿verdad? —le preguntó a Arman—. Se nos pondrá a prueba, tanto si nos gusta como si no, antes de hallarlo. Tal vez muramos, pero no nos trajeron hasta aquí para morir.
Arman meditó sobre aquello.
—Seguramente tienes razón —dijo, más tranquilo—. Tendría que habérseme ocurrido. Una prueba, claro, para ver si somos dignos.
La luz del sol penetraba en rayos oblicuos por las aspilleras. Arman rebuscó en un saquillo de cuero que llevaba en el cinturón y sacó un trozo de pergamino amarillento doblado. Lo desplegó con sumo cuidado y luego se acercó a la luz para examinarlo.
—¿Qué tienes ahí? —preguntó Flint con curiosidad.
Arman no contestó.
—Es un mapa —dijo Tasslehoff, que se había acercado al enano y se asomaba por encima de su hombro—. Me encantan los mapas. ¿De dónde es?
Arman cambió de postura para darle la espalda al kender.
—De la tumba —dijo—. Lo dibujó el arquitecto que la construyó. Ha pertenecido a nuestra familia durante generaciones.
—¡Entonces todo lo que tenemos que hacer es usar el mapa para encontrar el Mazo! —exclamó Tas, entusiasmado.
—No, cabeza de chorlito, no podemos hacer eso —dijo Flint—. El Mazo se guardó después de que Duncan fue enterrado aquí. Es imposible que esté indicado en el mapa. —Miró a Arman—. ¿O sí?
—No —contestó el enano joven mientras estudiaba el mapa. Luego alzó la vista y miró a su alrededor y de nuevo bajó la vista al mapa.
—¿Te importa si echo una ojeada? —preguntó Flint.
—Es un mapa muy antiguo y muy frágil —arguyó Arman—. No debería toquetearse. —Dicho esto se lo guardó debajo del cinturón.
—Pero al menos nos indicará por dónde salir —comentó Tas—. Tiene que haber una puerta principal.
—¿Y de qué te serviría eso cuando estamos flotando a decenas de metros del suelo, cabeza hueca? —demandó Flint.
—Oh. Sí, claro.
El arco mágico a través del que habían pasado también se habría añadido tras la muerte de Duncan, sin duda creado por la misma fuerza poderosa que había arrancado la tumba del suelo y la había elevado hasta las nubes. La misma fuerza que aún podía estar al acecho en el interior de la tumba, aguardándolos.
Arman paseó por la estancia, escudriñó los rincones oscuros y se asomó por las aspilleras para echar vistazos al lejano valle. Se volvió hacia Flint.
—Lo primero que deberías hacer es buscar la salida.
—Buscaré lo que he venido a buscar: el Mazo —repuso el viejo enano, hosco.
Como si la palabra la hubiese conjurado, la nota musical resonó de nuevo. Ya no era débil, como se había oído desde abajo, sino profunda y melodiosa. Mucho después de que el sonido se hubo apagado, las vibraciones todavía seguían en el aire.
—Ese ruido pasa a través de mí de la cabeza a los pies. Hasta lo noto en los dientes —dijo Tas, encantado. Alzó la vista al techo y señaló—. Viene de allí arriba.
—Aquí hay una escalera que sube —informó Arman desde el lado opuesto de la estancia. Hizo una pausa y luego añadió con aire estirado—: Lamento haber perdido los nervios. No volverá a pasar, te lo aseguro.
Flint asintió con la cabeza, evasivo. Tenía intención de realizar su propia inspección a la estancia.
—¿Dónde estamos, según el mapa?
—Esta es la Sala de Enemigos —dijo Arman—. Esos trofeos conmemoran las batallas del rey Duncan.