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Varios escudos, armas y otros implementos de guerra estaban en exhibición junto con placas de plata grabadas que relataban los triunfos del rey Duncan sobre sus enemigos, incluidas sus hazañas en la famosa guerra contra los ogros. Sin embargo, no había trofeos de la última guerra, la más amarga y terrible por disputarla contra sus semejantes.

Flint sorprendió al kender en un intento de enarbolar una enorme hacha de guerra ogra.

—¡Suelta eso! —se indignó el enano—. ¿Qué más te has metido en los saquillos?

—No he traído saquillos —hizo notar Tas, pesaroso—. Tuve que dejarlos para ponerme la armadura enana.

—En los bolsillos, entonces —barbotó Flint—. Y si descubro que has robado algo...

—¡No he robado nada en mi vida! —protestó Tas—. Robar está mal.

Flint hizo una profunda inhalación.

—Bien, entonces si descubro que has «tomado prestado» algo o has recogido alguna cosa que alguien «dejó caer...».

—Robar a los muertos está muy, pero que muy mal —aseguró Tas con solemnidad—. Y a veces hasta acarrea maldiciones.

—¿Me vas a dejar que acabe alguna frase? —rugió el viejo enano.

—Sí, Flint —contestó Tas, sumiso—. ¿Qué querías decir?

—Se me ha olvidado. Ven conmigo. —Flint estaba que echaba chispas.

Giró sobre sus talones y se dirigió hacia la esquina en la que Arman había indicado que había una escalera. Tas se desvió hacia uno de los expositores y soltó un pequeño cuchillo con empuñadura de hueso que, a saber cómo, había conseguido colársele por la manga de la camisa arriba. Dio una palmadita al cuchillo y suspiró, tras lo cual se reunió con Flint; éste contemplaba con atención varios martillos de guerra que había apoyados contra una pared.

—Supongo que estará bien que tú robes a los muertos —dijo Tas.

—¿Yo? —dijo Flint, furioso—. Yo no...

Se interrumpió al no saber muy bien qué decir.

—¿Y qué me dices del Mazo? —preguntó Tas.

—Eso no es robar —contestó el enano—. Es... hallar. Ésa es la diferencia.

—¿Así que si yo «hallo» algo puedo quedármelo? —quiso saber el kender. Después de todo, había hallado el cuchillo con mango de hueso en la manga de su camisa.

—¡Yo no he dicho eso!

—Pues claro que lo has dicho.

—¿Dónde está Arman? —Flint se había dado cuenta de repente de que Tas y él se encontraban solos.

—Me parece que ha subido por esa escalera —señaló Tas—. Cuando no chillas lo oigo hablar con alguien.

—¿Con quién rayos va a hablar? —se preguntó Flint, inquieto. Prestó atención y, en efecto, le pareció oír dos voces, una de las cuales pertenecía sin duda a Arman.

—¡Un fantasma! —dedujo Tas e hizo intención de correr hacia la escalera.

Flint sujetó al kender por el faldón de la camisa.

—No tan de prisa.

—¡Pero si es un fantasma no quiero perdérmelo! —gritó Tas al tiempo que se retorcía para soltarse.

—¡Chitón! Quiero oír de qué hablan.

Flint se acercó a la angosta escalera sin hacer ruido; Tas lo siguió, sigiloso. Además de estrecha, la escalera era empinada y no veían dónde conducían los peldaños. Poco después, Flint jadeaba y empezaba a sentir calambres en los músculos de las piernas. Continuó subiendo y de pronto se paró en seco. Dos de los peldaños de piedra sobresalían hacia afuera en un ángulo extraño y dejaban un hueco del tamaño justo para que cupiese un humano grande, más o menos. Del interior salía una luz.

—Ah, un pasadizo secreto —gruñó Flint.

—¡Me encantan los pasadizos secretos! —Tas empezó a colarse por el hueco. Flint lo asió por el tobillo y lo sacó a rastras.

—Primero yo.

El viejo enano entró a gatas al pasadizo. Al otro extremo había una pequeña puerta de madera entreabierta. Flint atisbó por el resquicio. Tas no veía nada al taparle Flint, así que forcejeó para hacerse sitio y meter la cabeza.

—La cámara mortuoria —susurró Flint—. El rey yace ahí. —Se quitó el yelmo.

Un sarcófago de mármol ornamentado se alzaba en el centro de una estancia. Tallada encima, yacía la figura del rey. Al otro extremo había dos enormes puertas de bronce y oro cerradas. Esas grandes puertas sólo se habrían abierto en ocasiones especiales, como el aniversario de la muerte del Rey Supremo. Alrededor del sepulcro, silenciosas hileras de estatuas de guerreros enanos montaban guardia para siempre. La luz arrancaba destellos de un yunque de oro situado a los pies del sarcófago y de una armadura completa de oro y acero.

Arman estaba arrodillado, con el yelmo en el suelo, a su lado. De pie ante él y contemplándolo había un enano de cabello blanco y luenga barba blanca. La edad había encorvado al anciano, pero incluso encorvado era más alto que Flint y de constitución imponente.

—No es un fantasma —susurró Tas, desilusionado—. Sólo es un viejo enano. Sin ánimo de ofender, Flint.

—¡Calla! —ordenó Flint, que le dio un puntapié al kender.

—Es un honor hallarme en tu presencia, gran Kharas —dijo Arman con voz estrangulada por la emoción.

A Flint se le desorbitaron los ojos y enarcó las cejas como si fueran a salírsele de la frente.

—¿Kharas? ¿Ha dicho Kharas? —preguntó Tas—. Ya tenemos dos Kharas: Arman y el muerto. ¿Es éste otro? ¿Cuántos hay?

Flint le dio otro puntapié, y Tas se calló y se frotó las doloridas costillas.

—Ponte en pie, joven —dijo el anciano—. No deberías inclinarte ante mí. No soy un rey, sino simplemente alguien que guarda el descanso del rey.

—Llevas aquí todos estos siglos —dijo Arman, sobrecogido—. ¿Por qué no volviste con tu pueblo, gran Kharas? Necesitamos de tu dirección a toda costa.

—Ya ofrecí consejo a mi pueblo —repuso el anciano con acritud—, pero no lo quería. No estoy en esta tumba por elección propia. Puede decirse que se me exilió a este lugar, que la insensatez de mi pueblo me mandó aquí.

Flint estrechó los ojos y se dio tirones de la barba.

—Qué modo de hablar tan extraño —masculló.

Arman había agachado la cabeza, avergonzado.

—Hemos sido unos necios, gran Kharas, pero todo eso cambiará ahora. Volverás con nosotros, nos traerás el Mazo y estaremos unidos bajo un único rey.

El provecto enano observó al joven con atención.

—¿Por qué has venido aquí, Arman Kharas?

—Para... rendir homenaje al rey Duncan —balbució Arman.

—Viniste por el Mazo, creo. —Kharas sonrió con tristeza.

—¡Lo necesitamos! —protestó a la defensiva Arman, sonrojado—. Nuestro pueblo sufre, los clanes están divididos. La Puerta Norte, clausurada durante siglos, se ha abierto. Hay rumores de guerra en el mundo de la superficie y me temo que la habrá también bajo la montaña. Si pudiera llevar el Mazo a Thorbardin, mi padre sería Rey Supremo y él... —Enmudeció sin acabar la frase.

—Y él ¿qué? ¿Qué haría? —preguntó suavemente Kharas.

—Uniría a los clanes. Daría la bienvenida a la montaña a nuestros parientes, los neidars. Abriría las puertas a humanos y elfos y restablecería las relaciones comerciales y los negocios.

—Unas metas encomiables —dijo Kharas mientras asentía sabiamente con la cabeza—. ¿Por qué necesitas el Mazo para llevarlas a cabo?

Arman parecía desconcertado.

—Tú mismo lo dijiste hace mucho tiempo, antes de irte: «Sólo cuando llegue un enano bueno y honesto a unir las naciones, reaparecerá el Mazo de Kharas. Será el símbolo de su rectitud...»

—¿Y eres tú ese enano? —preguntó Kharas.

Arman se irguió, con la cabeza bien alta.

—Soy Arman Kharas —respondió enorgullecido—. Hallé el camino hasta aquí cuando ningún otro supo encontrarlo en trescientos años.

—¿Cómo que él encontró el camino aquí? —Flint estaba ceñudo.

—¡Chist! —Ahora fue Tas el que le dio un puntapié.

—¿Por qué llevas el nombre de Kharas? —preguntó el viejo enano.

—¡Porque eres un gran héroe, naturalmente!