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Todos soltaron un suspiro de alivio.

Sturm se sentó a la mesa, al igual que Tanis. Caramon ya se ocupaba de repartir la comida.

—Huele bien —dijo, hambriento. Tomó un cuenco y se lo tendió a su hermano—. Toma, Raist, son setas con salsa. Y creo que también lleva cebollas.

Raistlin giró la cabeza.

—Tienes que comer, Raist —dijo su hermano.

—Déjalo ahí. —El mago señaló una mesa que había cerca de la silla en la que estaba sentado. Entonces miró el cuenco con más atención.

Olía bien. Tanis no se había dado cuenta de que tenía hambre, pero cogió la cuchara. Sturm rezó a Paladine pidiendo que bendijera su alimento. Partiendo un buen trozo de pan, Caramon lo mojó en la salsa y se lo llevaba a la boca, goteando, cuando el Bastón de Mago le golpeó la mano y le tiró el pan al suelo.

—¡No te comas eso! —gritó el mago—. ¡No lo comáis ninguno de vosotros!

Volvió a blandir el bastón contra el cuenco de Sturm y lo lanzó al suelo, tras lo cual golpeó el cuenco que sostenía Tanis justo cuando el semielfo metía la cuchara en él.

Los cacharros se rompieron y la salsa salpicó todo. Las setas se deslizaron sobre la mesa y cayeron al suelo.

Todos miraban a Raistlin de hito en hito.

—¡Son venenosas! ¡Las setas! ¡Son mortalmente tóxicas! ¡Mirad! —señaló.

Atraídas por la comida tirada en el suelo, las ratas habían salido de sus agujeros para tener su parte. Una empezó a lamer la salsa derramada. Sólo dio un par de lametones antes de que el cuerpo del animal se estremeciera y se quedara tieso. La rata cayó pesadamente de costado y luego se quedó inmóvil. Las otras ratas o escarmentaron al ver la suerte corrida por su compañera o no les gustó el olor, porque se escabulleron de vuelta a sus agujeros.

Caramon se puso pálido y, levantándose precipitadamente de la mesa, hizo otra visita al cubo de las aguas sucias.

Sturm contemplaba, paralizado, la rata muerta.

Tanis dejó caer la cuchara. Las manos le temblaban.

—¿Cómo lo supiste? —preguntó.

—Recordarás que estuve examinando las setas cuando pasamos por aquel bosque de hongos —contestó Raistlin—. A algunos de vosotros os pareció muy divertido mi intetés. Arman y yo hablábamos del aguardiente enano que, como ya sabes, se consigue de la destilación de hongos. Lo que me pareció muy interesante fue que las setas que se usan para la preparación del aguardiente enano son inocuas y se pueden ingerir si se las deja fermentar, pero son venenosas si se comen crudas o cocinadas. Nunca había visto una planta u hongo con esa peculiaridad y tomé nota de algo tan singular. Reconocí los hongos del aguardiente enano en el guiso. Quienquiera que haya intentado matarnos dio por sentado que desconocíamos esa propiedad del hongo.

—Y la desconocíamos —admitió el semielfo—. Te estamos agradecidos, Raistlin.

—Desde luego —murmuró Sturm, que seguía con los ojos clavados en la rata muerta.

—Me pregunto quién querrá matarnos —dijo Tanis.

—¡Los enanos que trajeron el desayuno! —gritó Sturm mientras se incorporaba de un salto. Corrió a la puerta, la abrió de un tirón y salió disparado a la calle. Volvió a entrar trayendo consigo la espada de Caramon y la suya.

—No están —informó—. Y tampoco los guardias. Ahora al menos podemos recuperar nuestras armas y estaremos preparados si regresan.

—Nuestra principal preocupación tendría que ser por Flint —dijo Raistlin en tono cortante—. ¿No se os ha ocurrido pensar que si vinimos en busca del Mazo entonces podría haber otros que también lo estuvieran buscando? Otros como la Reina Oscura y sus secuaces.

—La Dragonlance fue responsable de la expulsión de Takhisis de vuelta al Abismo —dijo Sturm—. Puedes tener la seguridad de que intentará impedir que vuelvan a forjarse.

—Han intentado matarnos. Flint podría estar muerto a estas alturas —musitó Tanis.

—Lo dudo. Hasta que haya encontrado el Mazo no creo que tengan intención de matarlo —argumentó Raistlin.

—A lo mejor todos los enanos están confabulados con la oscuridad —sugirió Sturm, sombrío.

—Hubo un tiempo en el que los enanos oscuros rendían culto a Takhisis o así está escrito —dijo el mago—. Y si recuerdas, Tanis, te pregunté por qué los theiwars estaban enterados de la presencia de los refugiados en el bosque. En aquel momento no hiciste caso, pero creo que no tendremos que buscar más allá del thane theiwar para hallar la respuesta, ese tal... ¿Cómo se llama?

—Realgar. Estoy de acuerdo contigo —reconoció Tanis—, Puede que Hornfel no se fíe de nosotros o que no le caigamos bien, pero no parece el tipo de persona que se rebajaría a asesinar. Pero no veo cómo podríamos demostrarlo o pillarlos en falta.

—Muy fácil —intervino Caramon, que había vuelto a la mesa y se limpiaba la boca con el dorso de la mano—. Quienquiera que hiciera esto volverá para asegurarse de que su maniobra funcionó. Cuando entre, se llevará una sorpresa.

Raistlin, Tanis y Sturm miraron a Caramon y luego se miraron entre sí.

—Estoy impresionado, hermano —dijo Raistlin—. A veces denotas destellos de inteligencia.

—Gracias, Raist —contestó Caramon, ruborizado de placer.

—Así que fingiremos estar muertos y cuando el asesino entre...

—Lo atrapamos y lo hacemos hablar —finalizó Caramon.

—Podría funcionar —admitió Sturm—. Llevamos al asesino ante Hornfel y eso demostrará que Flint corre peligro.

—Y Tas —les recordó Caramon.

—Dondequiera que esté —dijo Tanis con un suspiro. En los últimos minutos había olvidado por completo al kender.

—Hornfel tendrá que dejarnos ir en busca de Flint —concluyó Sturm.

Tanis no estaba muy seguro respecto a eso, pero al menos el atentado contra sus vidas pondría a los thanes a la defensiva, a menos que todos ellos estuviesen metidos en aquello.

—El asesino esperará encontrar nuestros cadáveres. ¿Cómo estaríamos si nos hubiésemos envenenado?

—Qué mala suerte que los cuencos se hayan roto —comentó Sturm—. Eso nos delatará.

—En absoluto —lo contradijo Raistlin en tono frío—. Lo lógico es que los cuencos se nos cayeran y los golpeáramos en los estertores de la muerte. Y ahora, si me permitís, dispondré nuestros cuerpos para conseguir un buen golpe de efecto.

Cuanto más lo pensaba Realgar, menos le gustaba la idea de que Grag anduviera de aquí para allá por el Árbol de la Vida para ver los cuerpos de los criminales asesinados. El thane theiwar había discutido larga y vehementemente y con bastante lógica que Grag —al ser un «lagarto» como lo llamaba Realgar, con alas y cola incluidas— no pasaría inadvertido. Los cadáveres no iban a ir a ninguna parte y Grag podría esperar a verlos cuando el Mazo estuviera ya a buen recaudo en manos theiwars.

Sin embargo, Dray-yan insistió. No se fiaba de esos criminales y tampoco de los theiwars. Quería estar seguro de que los humanos estaban muertos, como le habían prometido. Grag iría disfrazado, oculto bajo la capa y el capuchón. Los enanos se fijarían en el alto bozak; eso era algo que no podía evitarse. Pero había corrido la voz sobre la presencia de humanos en Thorbardin, así que a Grag lo tomarían por uno de ellos.

Realgar acabó por aceptar porque no le quedaba otro remedio. Detestaba a los «lagartos», pero los necesitaba a ellos y a su ejército para conquistar y someter a los otros clanes. Los guerreros-lagarto de Grag ya habían demostrado su valía al emboscar a un grupo de humanos bárbaros que había entrado por la Puerta Norte. Y los draconianos no sólo habían capturado a los humanos, sino que también habían tomado prisionero a un lord elfo.

A los cautivos se los había puesto en manos theiwars para que los sometieran a interrogatorio. A Grag le habría gustado estar presente, pero Dray-yan le dijo que no hacía falta, que ya sabían todo lo que necesitaban saber de esos humanos. Realgar sólo tenía que convencer a uno o dos de ellos de que «dijeran la verdad» obligándolos a admitir que habían ido a Thorbardin con el propósito de invadir el reino enano y ahí acabaría todo para ellos. Tras pasar unos minutos viendo los «métodos» de interrogatorio, Grag había tenido que reconocer que los theiwars sabían bien lo que hacían en lo referente a torturar. No le cabía duda de que en seguida tendrían una confesión.