Realgar estaba tomándose muchas molestias sin necesidad, pensó Grag. Una vez que Thorbardin estuviese en su poder, sus tropas y él iban a matar a los esclavos de todas formas. Aun así, como señaló Dray-yan, fomentar la desconfianza entre humanos y enanos beneficiaría a su causa. Que los hylars creyeran que los humanos habían estado a punto de invadir su reino. Después de eso, no parecía probable que volvieran a fiarse de ningún humano.
Satisfecho con la idea de que todo marchaba según lo planeado, Grag acompañó a cuatro enanos oscuros a la posada. Realgar no fue con ellos. El thane theiwar había pedido una reunión del Consejo de Thanes para tratar un asunto urgente. Se proponía llevar a dos de los prisioneros y mostrárselos a los otros thanes.
—Esta revelación sumirá en el caos al Consejo —le dijo el aurak a Grag— y así dispondrás de tiempo para formar a tus tropas y situarlas en posición. De ese modo tendremos a todos los thanes limpiamente atrapados en la misma ratonera.
—Incluido a Realgar —añadió Grag mientras abría y cerraba las garras en un gesto de ansia.
—Incluido ese inmundo gusano. Y cuando lleven el Mazo de Kharas, «su señoría» estará presente para recibirlo.
—Verminaard ha desarrollado un plan excelente —dijo Grag con una sonrisa—. Qué mala suerte que lo eche a perder. Menos mal que sus dos brillantes lugartenientes estarán presentes para salvar la situación.
—Brindo por ellos. —Dray-yan alzó una jarra con aguardiente enano.
Grag alzó la suya y las entrechocaron, tras lo cual echaron un buen trago. Hacía poco tiempo que los draconianos habían descubierto ese fuerte licor destilado por los enanos y los dos estaban de acuerdo en que si bien los enanos podían ser una raza de cretinos peludos y repugnantes, sí sabían hacer bien dos cosas: forjar acero y destilar una buena bebida.
El comandante bozak aún saboreaba el aguardiente en la lengua y sentía el fuego abrasador en el estómago cuando bajó del transbordador en el que había viajado junto a sus acompañantes theiwars a través del lago hasta el Árbol de la Vida de Hylar. Realgar y sus dos cautivos —ambos vapuleados y ensangrentados— iban en el mismo transbordador.
Los cautivos iban cubiertos con sacos de arpillera para mantener en secreto su identidad hasta el gran momento de Realgar ante los otros thanes. Los dos hombres yacían inconscientes en la proa del transbordador, aunque de vez en cuando alguno de ellos gemía. Uno de los cautivos era un bárbaro, un hombre muy alto identificado como el cabecilla de los refugiados. El otro era el lord elfo. Las escamas de Grag tintineaban por la peste de la sangre elfa. El bozak esperaba que Realgar no lo matara. Grag odiaba a todas las gentes de Ansalon, pero en su corazón tenía un sitio especial reservado a los elfos.
El bozak notó que la sangre empezaba a filtrarse por el saco de arpillera. Se preguntó si Realgar planeaba arrastrar a los cautivos a través de la ciudad hasta la Sala de Thanes sin llamar demasiado la atención.
Al parecer esos detalles no preocupaban a Realgar, que contemplaba el Árbol de la Vida a través de las rendijas de la máscara mientras hablaba en un tono engreído del día en el que su clan abandonaría las malsanas y húmedas cuevas para trasladarse a ese lugar selecto. Se refirió a ciertos negocios fundamentales de los que tenía pensado que se hicieran cargo los suyos. En cuanto a su residencia, se instalaría en la casa en la que vivía actualmente Hornfel. Hornfel ya no la necesitaría porque iba a trasladarse al Valle de los Thanes.
Grag oía las bravatas jactanciosas del enano oscuro y sonreía para sus adentros.
Pocos theiwars realizaban el transbordo desde el territorio de su clan al Árbol de la Vida, ya que era escaso el intercambio comercial entre theiwars y hylars en la actualidad. El muelle en el que los theiwars atracaban estaba vacío. Realgar y sus hombres sacaron a los cautivos del transbordador sin que nadie se fijara en ellos. Sin embargo, una vez que entraron en las calles se cruzaron con la muchedumbre que todavía rondaba por allí y hablaba en tono acalorado del detestado neidar que buscaba «su» mazo. Pocos prestaron atención a los theiwars o a los sacos de arpillera manchados de sangre que cargaban. A los que lo hicieron se les dijo que los theiwars habían hecho «matanza de cerdos».
Grag y sus guías se separaron de Realgar. Los enanos que andaban por las calles lanzaron miradas torvas al draconiano y, como se suponía que era un Alto, le tocó aguantar sus insultos. Eso no lo afectó en absoluto y siguió adelante, sonriente, arrastrando por los adoquines los pies envueltos en trapos para ocultar las garras.
Los theiwars condujeron a Grag a la parte de la ciudad donde los Altos se albergaban. No habían avanzado mucho cuando dos figuras se apartaron de las sombras del edificio donde habían permanecido ocultas y se acercaron de prisa a los guías del draconiano. Eran theiwars. Parlotearon en su jerga enana durante largos segundos; los dos señalaron la posada mientras reían entre dientes y hacían muecas. Luego indicaron con un gesto a dos enanos hylars tirados en un callejón, atados de pies y manos y con sacos cubriéndoles la cabeza.
Grag esperó con paciencia a que alguien le dijera qué pasaba. Por fin, uno de los theiwars se volvió hacia él.
—Hecho. Puedes ir a informar a tu amo que los Altos están muertos.
—Tengo órdenes de comprobarlo personalmente —dijo Grag—. ¿Dónde están los cuerpos?
El theiwar se puso ceñudo.
—En esa posada al final de la calle, pero es una pérdida de tiempo y alguien podría descubrirnos. Los hylars podrían llegar en cualquier momento.
—Correré el riesgo —insistió el draconiano, que echó a andar hacia el edificio y entonces se detuvo y señaló a los enanos hylars—. ¿Qué pasa con ésos? ¿Están muertos?
—Pues claro que no —replicó el theiwar, desdeñoso—. Nos los llevamos con nosotros.
—Sería más fácil matarlos —comentó Grag.
—Pero menos lucrativo —repuso el theiwar con una mueca burlona.
Grag puso los ojos en blanco.
—¿Seguro que los Altos de ahí dentro han muerto o es que planeáis retenerlos para pedir rescate? —preguntó, severo.
—Puedes verlo por ti mismo, lagarto —se mofó el theiwar y le señaló una ventana rota.
Grag se asomó por ella y reconoció a los humanos de Pax Tharkas. Allí estaba el caballero solámnico, que ya no tenía un aspecto tan caballeresco despatarrado bajo la mesa. El semielfo yacía a su lado. El mago estaba desplomado en una silla. A Grag le alegró ver al mago entre los muertos. Había sido un tipo enfermizo y débil, según lo recordaba el bozak, pero los hechiceros siempre daban problemas. El guerrero musculoso y grandullón estaba tendido junto a la puerta. Seguro que el veneno había tardado más en hacerle efecto a él. Quizás había intentado salir para pedir auxilio.
—Parecen muertos —admitió—, pero tengo que examinar los cuerpos para asegurarme.
Se encaminó hacia la puerta y de repente se encontró con todos los theiwars alineados delante de él y asestándole una mirada fulminante entre las rendijas de los ojillos casi cerrados.
—¿Y ahora qué pasa? —demandó.
Uno de los theiwars lo apuntó con un dedo mugriento.
—No se te ocurra saquear los cuerpos. Cualquier cosa de valor que tengan encima nos pertenece a nosotros.
Todos los demás theiwars asintieron con un enérgico cabeceo.
Grag los miró con asco y empezó a empujarlos para abrirse paso. Los theiwars parecían decididos a oponerse, pero Grag dejó claro que no estaba dispuesto a aguantar tonterías. Llevó la mano a la empuñadura de la espada y los theiwars, sin dejar de rezongar, se apartaron a un lado de la puerta. Cuando Grag la abrió, dos theiwars se colaron dentro como rayos, se acuclillaron al lado del grandullón que estaba caído cerca de la puerta y empezaron a dar tirones de las botas de piel para quitárselas. Los otros dos entraron también a la carrera y se dirigieron directamente al mago muerto.