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Miguel había recibido una segunda nota de su agente de Moscovia aquel día. El hombre tenía demasiadas deudas y demasiados acreedores presionándolo. Necesitaba recuperar los préstamos que él había hecho y si Miguel no podía cumplir, tal vez habría consecuencias.

Siempre había consecuencias, dijo Miguel para sí, si bien él nunca hacía caso de tales comunicaciones. Salvo cuando trataba con holandeses, los cuales bien pudieran llevarle ante los tribunales… y eso era algo que no podía permitirse ahora que sus asuntos empezaban a arreglarse. De modo que pasó el día buscando a Ricardo, pero no hubo suerte. En lugar de eso, acabó en el Urca, bebiendo con Isaías Nunes.

– ¿Qué sabéis de Ricardo? -le preguntó a su amigo.

– No más que vos. No es más que un corredor de dudosa capacidad.

– ¿No tenéis idea de quiénes son sus clientes?

– Eso sí que es algo que Ricardo hace bien: guardar silencio. Es muy popular entre los hombres que no desean pagar ni un minuto antes de lo que ellos decidan. No creo que Ricardo os engañara directamente, pero podría pasar un mes o incluso más antes de que os pague. He oído que una vez se escondió de un cliente durante más de un año.

Miguel no tenía intención de esperar un año.

– Le pondría un ojo morado si no pensara que va a ir corriendo al ma'amad. Lo que menos me interesa mientras arreglo este asunto del café es tener problemas con el Consejo.

– ¿Aún estáis metido en ese proyecto? -Nunes paseó la vista por el local.

Miguel sintió que el vello se le erizaba en la nuca.

– Por supuesto.

– Acaso no sea este el mejor momento -sugirió Nunes medio tragándose las palabras.

Miguel se inclinó hacia delante.

– ¿Qué me estáis diciendo…? ¿Que no podéis conseguir lo que prometisteis? Por los clavos de Cristo, si vos no podéis, ya me diréis quién puede.

– Por supuesto que puedo conseguir lo que prometo -se apresuró a contestar-. No prometería lo que no puedo cumplir. Ni aun la Compañía de las Indias Orientales osaría contrariarme. -Una fanfarronada ociosa, por supuesto.

– Pues yo estoy completamente seguro de que en la Compañía de las Indias Orientales no vacilarían en contrariarme -dijo Miguel-, pero espero que vos sí.

Nunes suspiró con nerviosismo.

– Solo pensaba si, ahora que habéis hecho algo de dinero con el aceite de ballena y os sentís confiado, no sería mal momento para invertir en algo tan arriesgado. ¿Por qué no poneros a cubierto?

– Mi hermano también ha querido disuadirme con el asunto del café.

– Yo no estoy tratando de disuadiros -le aseguró Nunes-. Si estáis sugiriendo que vuestro hermano me ha metido en esto, os engañáis. Ya sabéis que lo tengo en muy poca estima. De no ser Parido su amigo, no tendría ni dos ochavos para comprar pan. Solo que no quiero veros perder en una empresa tan arriesgada.

– Vos limitaos a hacer lo que os pago por hacer -dijo Miguel lo bastante alto para que su amigo se acobardara.

Cuando caminaba de regreso a su casa, Miguel empezó a arrepentirse de las palabras que había dicho a Nunes. Había perdido mucho dinero, y eso había perjudicado seriamente sus humores. Sus amigos hacían bien en preocuparse por él, y lo que le había dicho a Nunes del negocio del café no era del todo cierto. Mañana lo buscaría, se disculparía pagándole unos cuantos bocks de cerveza, y el asunto quedaría olvidado.

Al entrar en la casa de su hermano, Miguel echó de ver que sus planes para retirarse rápidamente se malograban. Daniel estaba sentado en la sala de recibir fumando en su pipa, junto a Hannah, que parecía ensimismada y no reparó en su llegada.

– Unas palabras -dijo Daniel con un tono más autoritario del que a Miguel gustaba-. Debo hablar contigo un momento. Mujer, sal de la habitación.

Hannah cogió su vaso de vino caliente con especias y se retiró a la cocina, lanzando una mirada furtiva a Miguel. Sus ojos se encontraron por un instante, pero ella los apartó enseguida. Siempre lo hacía.

Daniel se puso en pie para recibir a su hermano. Tenía en las manos unos papeles que parecían cartas.

– Hoy has recibido esto.

Miguel las cogió. En apariencia, las cartas no parecían cosa extraordinaria, pero Miguel reconoció enseguida la letra de una de ellas: Joachim.

– Esa es -dijo Daniel reparando en la cara de su hermano-. Por la letra se ve que la ha escrito un holandés. Me inquieta que recibas tales misivas, y que las recibas en mi casa. ¿Se trata acaso de un hombre para quien haces de corredor? Ya sabes que este tipo de transacciones con gentiles son ilegales.

Miguel quiso asegurarse de que la carta no había sido abierta, pero el sello era sencillo, de cera. Bien podían haberlo abierto y después vuelto a cerrar.

– No veo nada malo en recibir una carta en mi lugar de residencia. -Pronto controlaría todo el café de Europa; el solo hecho de tener aquella conversación no era digno de él-. ¿Acaso sugieres que tú nunca tienes necesidad de comunicarte con un holandés? ¿Todos tus asuntos, desde el banco a la adquisición de cuadros, pasan por manos judías?

– Por supuesto que no. Por favor, no me vengas con comentarios absurdos. De todos modos no creo que esta carta sea de igual naturaleza, y quiero saber lo que contiene.

– También yo, pero no la he leído. -Se inclinó hacia delante-. Me pregunto si tú podrías decir otro tanto. Me permito recordarte que ya no estamos en Lisboa -dijo Miguel al cabo de un momento-. Aquí no es menester recelar de un hermano.

– Esa no es la cuestión. Te pido que abras la carta en mi presencia a fin de que su contenido pueda ser revelado ante la comunidad.

¿Revelado ante la comunidad? ¿Había perdido Daniel el juicio y creía que Parido lo había convencido para que se presentara ante el ma'amad?

– ¿También deseas que te la traduzca? ¿Qué prefieres, el portugués o el español?

– ¿Acaso he de ser censurado por no hablar la lengua de los gentiles?

– Por supuesto que no. Continuemos esta conversación en hebreo. Estoy seguro de que tu dominio de esta lengua es superior al mío.

Daniel empezaba a enrojecer.

– Creo que te estás excediendo. Ahora abre esa carta, si no te importa, a menos que tengas algo que ocultar.

– No tengo más que ocultar que cualquier otro hombre de negocios -replicó Miguel, pues no pudo tener sus palabras, aun cuando sabía que debía callar-. Mis cartas son asunto mío.

– Mi esposa está encinta. No permitiré que extrañas cartas holandesas perturben su tranquilidad.

– Por supuesto. -Miguel bajó la vista para ocultar la risa. Sin duda, la tranquilidad de su esposa existía al margen de cualquier carta holandesa que llegara a la casa-. Si lo prefieres -propuso, consciente de que estaba siendo provocador-, haré que me manden mis cartas a una taberna, en cuyo caso será el tendero quien habrá de velar por la tranquilidad de su esposa.

– No -contestó Daniel presto-. No, tal vez no deba interferir. Todo hombre tiene derecho a poner en orden sus asuntos.

– Eres muy amable. -Miguel no pretendía que sus palabras sonaran tan amargas.

– Solo me intereso por tus negocios por curiosidad. Curiosidad fraternal. Por ejemplo, me gustaría saber más sobre ese asunto del café que mencionaste.

Miguel sintió una punzada de pánico.

– Te dije que no tengo ningún asunto con el café.

– Seamos sinceros. No hay ningún peligro en hablar de tales materias entre estas paredes.

– No tengo planes -dijo Miguel saliendo de la habitación-, pero si es cierto que el negocio del café te parece tan prometedor, sin duda lo consultaré.

Miguel pasó por la cocina, donde Hannah y Annetje se dedicaron a mover zanahorias y puerros de acá para allá por que se viera que habían estado ocupadas con la comida y no escuchando detrás de la puerta.

Una vez en su sótano, Miguel encendió algunas velas y luego machacó unos pocos granos en el mortero, que aún no había devuelto a la cocina, ni se habría echado en falta, y calentó un poco de vino. Cuando vertió la mezcla en un cuenco y dejó que se asentara, abrió por fin la carta de Joachim.