– Senhor -empezó-, no ha mucho, el senhor Parido me paró en la Bolsa pretextando asuntos de negocios y me pidió que le revelara la naturaleza de los míos. Me negué a decirle nada entonces, pues sé que el silencio era lo mejor para mí y mis socios. Ahora, como parnass, me exige la misma información, diciendo que pregunta, no por el interés de sus negocios, sino acaso por el de la Nación. Decís que los asuntos de esta cámara no salen de estas paredes, pero espero no parecer demasiado receloso si pregunto si todos los miembros de este Consejo harán honor a su tradición de guardar silencio.
Un frío silencio cayó sobre la sala. Varios miembros del Consejo miraron con gesto airado a Parido. Otros apartaron la mirada, incómodos. Desinea estudió una mancha de la mesa.
– Por favor, salid -dijo Ben Yerushalieem al cabo de un momento.
Miguel esperó, tratando de no hacerse ilusiones, mientras los miembros del ma'amad deliberaban. De vez en cuando a través de las paredes oía la voz de Parido, pero Miguel no acertaba a discernir las palabras. Al cabo, se le llamó.
– Es la opinión de este Consejo -anunció Desinea- que habéis hecho caso omiso de las leyes de esta Nación sin malicia, pero con muy perniciosas consecuencias. Por tanto hemos decidido invocar al cherem, imponeros el destierro por un período de un día, que se iniciará a la puesta de sol del día de hoy. Durante este período no podréis asistir a la sinagoga, relacionaros con judíos ni tener trato ninguno con la comunidad. Al finalizar este período, vuestro lugar entre nosotros seguirá siendo como era.
Miguel asintió. No había salido impune, como deseaba, pero había escapado.
– Dejad que añada -dijo Ben Yerushalieem- que de llegar a conocimiento del Consejo que habéis tergiversado vuestros asuntos, se mostrará mucho menos permisivo. Si vuestra relación con el mendigo es distinta a como dijereis o si vuestro negocio es impropio, no escucharemos por segunda vez vuestras excusas. ¿Tenéis algo que agregar, senhor?
Miguel dijo que lamentaba la ofensa cometida y que el castigo era merecido, y tras dar las gracias a los parnassim por su sabiduría, se retiró en silencio.
Caer bajo el cherem aun por un solo día era una gran desgracia. Significaba ser objeto de cotilleos durante semanas. Muchos hombres habían huido de Amsterdam avergonzados tras un castigo tal, pero Miguel no sería uno de ellos.
Caminó hacia casa con gran prisa, repitiendo una y otra vez su oración de gracias. Él había vencido. Parido se había descubierto, había mostrado su trampa, pero Miguel había sido más listo. Se detuvo para congratularse y prosiguió su camino. Había ganado.
Pero había de ser necesariamente una victoria temporal. Parido había errado en su golpe, y sus pasadas muestras de amabilidad se secarían dejando tras de sí solo cenizas. Más aún, ahora Miguel sabía que tenía un enemigo furioso, que ya no habría menester de actuar con sutileza o subterfugio y en lo sucesivo atacaría abiertamente y con gran cólera.
Pero ¿por qué? ¿Por qué le preocupaban tanto a Parido los planes de Miguel con el café? Si no deseaba que Miguel fuera excomulgado, eso significaba que su plan dependía en parte del plan de Miguel y que el cherem habría de arruinarlo. Pero, ahora que Parido no había podido conseguir lo que ansiaba a través del ma'amad, sin duda lo buscaría por otros medios. Si antes no se tenía por agraviado, sin duda después de la victoria de Miguel, se tendría por más que agraviado. Sí, sin duda, a partir de ahora sería más peligroso que nunca.
de
Las reveladoras y verídicas memorias
de Alonzo Alferonda
Tomé por costumbre emplear a unos pocos holandeses de la peor calaña por que realizaran para mí ciertas tareas. Eran sujetos duros, tan aficionados a la sisa como aquellos a quienes yo prestaba dineros, pero eran necesarios. Estos rufianes, Claes, Caspar, Cornelis -quién puede recordar los extraños nombres de los holandeses-, ayudábanme a asustar a los pobres desgraciados que me habían pedido dinero y no parecían dispuestos a devolverlo. Tengo por cierto que unos pocos de mis florines acabarían sin duda en las bolsas de estos holandeses, pero ¿qué hubiera podido hacer yo? No tenía la inclinación de llevar mis asuntos con la mano de hierro de un tirano y eché de ver que una cierta lasitud en tales cuestiones fomenta una curiosa lealtad.
Una tarde estaba yo sentado en el sótano de una lóbrega taberna, bebiendo cerveza aguada. Frente a mí tenía a un ladrón algo mayor, y un par de mis hombres rondaban amenazadores a mi espalda. Siempre los tenía mondando manzanas con afiladas hojas o tallando piezas de madera en tales momentos. Me evitaba el tedio de tener que proferir amenazas.
El tal ladrón me planteaba cierto problema. Acaso rondara los cincuenta años de edad y los muchos trabajos que había padecido en esta tierra le grababan la cara. Los cabellos largos y apelmazados, las ropas sucias, la piel como una telaraña de venas rotas. Yo le había prestado unos diez florines a un interés harto irrazonable, he de confesarlo, para que pudiera pagar los gastos que causó la muerte de su esposa. Ya casi había pasado un año y no me había dado nada, y es más anunció que no podía reembolsarme nada. Bien, no tenía ante mí a uno de esos hombres los cuales dicen que no pueden pagar mientras sus dedos cargados de anillos acarician una tripa henchida de pan y pescado. No, este hombre nada tenía, mas, aun cuando lo compadecía, no podía perdonar la deuda. ¿Dónde si no hubiera yo de estar?
– Sin duda tendréis algún objeto de valor que podáis empeñar -sugerí yo-. Algunas ropas que no hayáis mentado, viejas joyas quizá. ¿Un gato? Conozco a un prestamista que pagaría un buen precio por un buen cazador de ratones.
– No tengo nada -me dijo.
– Sois un ladrón -le recordé-. Podéis sisarlo. ¿O acaso ando yo confundido en cuanto a la naturaleza del ladrón?
– Ya no soy ladrón -dijo el hombre poniendo las manos en alto-. Mis dedos ya no son diestros, mis pies no son rápidos. No osaría intentarlo.
– Mmm. -Me rasqué la barba-. ¿Y cuánto ha que os aqueja este problema de los dedos y los pies? ¿Un tiempo?
– Sí -admitió el hombre.
– ¿Mucho tiempo? ¿Digamos, más de un año?
– Eso diría, señor, sí.
– Así pues, cuando me pedisteis prestado el dinero, ¿sabíais ya que no podríais pagarme? ¿Acaso soy una casa de caridad para ofrecer limosnas? ¿Acaso vinisteis a mí porque habíais oído de mi generosidad? Debéis decírmelo, pues que estoy confundido.
He de confesar que esta arenga no tenía otro propósito que el de permitirme ganar tiempo en tanto decidía qué camino tomar. Rara vez me topaba con quien nada pudiera pagarme y no tuviera alguna habilidad que pudiera hacerme algún servicio.
– ¿Qué creéis que debiera hacer con un hombre como vos? -le pregunté.
El hombre tomó en considerar esto largo rato.
– Creo -dijo en fin- que debierais cortarme el dedo chico de cada mano. Ya no sirvo de ratero y no habré de echarlos en falta salvo en la manera en que cualquier hombre echaría en falta una parte de su cuerpo. Y haciendo esto, podréis mostrar al mundo que no pensáis dejar que os engañen. Creo que sería lo más piadoso.
Hallábame yo ante un bonito dilema. ¿Cómo podía evitar cortarle sus dedos chicos -los cuales él mismo se ofreció a que le cortare- sin descubrirme como hombre que se abstiene de semejantes actos de crueldad? Yo creía de corazón que el hombre me había obligado y no podía sino cortarle los dedos… aunque, por compasión, estaba dispuesto a dejarle uno. ¿Cómo salvar sino mi fiera reputación? Ignoro qué oscura senda hubiera tomado de no haber sido rescatado por el más inverosímil de los hombres.