Выбрать главу

– Eres una buena esposa -le dijo-, pero no debes desear más de lo que corresponde a la esposa. El saber es cosa de hombres.

– Debe de ser -decía en aquellos momentos a Miguel- que el saber no está vedado a la mujer, pues de ser así, los tudescos no lo permitirían. Y tienen nuestra misma Ley, ¿no es cierto?

– No está vedado -explicó Miguel-. He sabido que incluso hubo grandes talmudistas entre las mujeres en el pasado. Algunas cosas pertenecen a la Ley; otras, a la costumbre. Está escrito que la mujer puede sentir la llamada de la Ley, pero su modestia debiera impedirle acudir a ella. Pero ¿qué es modestia? -preguntó él, como si descalificara la pregunta ante sí mismo-. Estas mujeres holandesas nada saben de ella, y sin embargo no parecen inmodestas.

Annetje llegó en ese momento con los cuencos de café. Hannah aspiró su aroma y la perspectiva de beber le hizo salivar. Más que el sabor, lo que le gustaba era la forma en que le hacía sentirse. De haber sido ella estudiosa, habría podido desentrañar cualquier punto de una ley. De haber sido mercader, hubiera superado en arrojo a cualquier hombre en la Bolsa. En aquel momento, se llevó de nuevo el cuenco a los labios y probó aquella deliciosa amargura que invariablemente llevaba su pensamiento a Miguel. Este es el sabor de Miguel, dijo entre sí: amargo y acogedor.

Hannah esperó a que Annetje, que lanzó toda suerte de miradas de connivencia, saliera antes de volver a hablar.

– ¿Puedo preguntar qué ha sucedido entre vos y el Consejo?

Miguel abrió la boca sorprendido, como si hubiera dicho cosa prohibida, pero también pareció complacido. Acaso su descaro le resultara excitante. ¿Cuánto descaro debiera mostrar?

– No ha sido nada importante. Se me ha interrogado sobre conocidos de los negocios. En el Consejo hay a quien no agrada la gente con quien hago tratos, de modo que me han impuesto este cherem de un día como amonestación. Demasiadas preguntas viniendo de tan bella mujer.

Hannah volvió el rostro para que él no viera el rubor que cubría sus rasgos.

– ¿Acaso sugerís que una mujer no debiera hacer tales preguntas?

– En modo alguno. Me deleita la curiosidad en la mujer.

– Acaso -sugirió ella- os deleitáis en la curiosidad de la mujer de igual forma que os deleitáis en desafiar al Consejo.

Miguel sonrió cordialmente.

– Puede que tengáis razón, senhora. Jamás me he preocupado por la autoridad y me complace desafiarla… ya se trate de la autoridad de un marido, o del ma'amad.

Hannah sintió que se sonrojaba de nuevo, pero esta vez sostuvo su mirada.

– Cuando estuvisteis casado, ¿os gustaba que vuestra esposa os desafiara?

A Miguel le dio risa.

– Las más de las veces -dijo-. Si he de ser sincero, soy hombre tan dado a ceder ante la autoridad como cualquier otro. Lo que no es razón para que no cuestione las cosas. De no haber pensado esto, acaso hubiera seguido el ejemplo de mi padre y nunca hubiera estudiado los caminos de nuestra raza, pues eso es lo que más admiro de las enseñanzas de los rabinos. Todo debe cuestionarse y discutirse, mirarse desde todos los ángulos posibles, examinarse y verse a la luz. Los parnassim y hombres como… bueno, muchos hombres que conozco olvidan esto. Quieren ver las cosas como siempre las han visto y jamás preguntan si podría ser de otra forma.

– ¿Y es vuestro aprecio por desafiar las cosas la razón por la que se os convocó ante el ma'amad? Mi esposo dice que profanasteis la Ley.

– Según lo veo yo, senhora, está la Ley y está la costumbre, la cual la mayoría de las veces no es sino fábula. En tanto que diga a los parnassim lo que desean oír, todo irá bien.

– ¿Y qué quieren oír? -preguntó Hannah, permitiéndose la más leve de las sonrisas-. ¿Les habéis mentido?

Él rió.

– Solo un poco. No desean oír mentiras importantes.

– ¿Pero acaso mentir no es pecado?

– Os burláis de mí, senhora. Es pecado, sí, pero de naturaleza insignificante. El hombre de negocios miente continuamente. Miente para hacer tratos que lo beneficien o para propiciar unas circunstancias que le beneficien. Un hombre puede mentir para que parezca en mejor posición de la que está o peor, depende de sus objetivos. Ninguno de estos casos es igual que mentir de una forma que pueda hacer daño a otro. Estas mentiras son solo las reglas de los negocios, y esas reglas sin duda valen también cuando se trata con el ma'amad.

– Pero ¿no aplicarían esas reglas también a la esposa que habla con su marido? -Hannah solo pretendía aclarar un punto, pero en cuanto pronunció estas palabras comprendió que podían dar a entender algo que no pretendía.

– Depende del marido -señaló él.

A Hannah el estómago le dio un vuelco de miedo. Se estaba excediendo.

– Esta diferencia entre Ley y costumbre es muy confusa -dijo apresurada, esperando que la conversación volviera a materias más seguras.

– El ma'amad es un cuerpo político -dijo Miguel-. Entre los tudescos, hay rabinos que dejan los asuntos de la Ley a los políticos, pero aquí es al revés. A veces olvidan la gloria de la sagrada Torá. Olvidan por qué estamos aquí, el milagro de que seamos judíos vivos en lugar de muertos o papistas vivos. -Dio un último sorbo a su café y dejó el cuenco-. Os agradezco vuestra compañía -dijo-, pero ahora debo irme. Tengo una cita.

– ¿Cómo podéis tener una cita cuando estáis bajo el destierro?

Él sonrió cordialmente.

– Tengo muchos secretos. Como vos.

Acaso lo sabía todo… la iglesia, la viuda, todo. Mientras lo veía marchar, pensó que debía decírselo. A pesar de las consecuencias, debía decírselo. Y entonces podría hablarle también de la viuda, y su vida estaría en sus manos. Mientras daba sorbitos a su café, consideró que tener su vida en manos de Miguel no sería tan terrible.

El primero a quien Miguel vio cuando entró en la Carpa Cantarina fue a Alonzo Alferonda, su figura achaparrada estirada en un banco cual sapo, conferenciando tranquilamente con dos holandeses. Al ver a Miguel, el hombre se incorporó y se dirigió hacia él con grandes prisas sobre sus cortas piernas.

– Senhor -dijo-, me alegra saber de vuestra victoria.

Miguel miró en torno, aun cuando pensara que no había menester de preocuparse por los espías del ma'amad en un día en el cual él no formaba parte de la comunidad.

– No esperaba veros aquí.

– Desearía que bebiéramos algo para celebrar vuestra victoria sobre los fariseos.

– En otra ocasión. Tengo una reunión.

– ¿Algún recado relacionado con el negocio del café, quizá? -preguntó Alferonda.

– Este asunto del café será mi ruina. Parido me arrinconó en la Bolsa y exigió saber qué negocios tenía yo con el café. Me negué y, antes de que pudiera darme la vuelta, estaba ante el ma'amad.

– Oh, es gran fullero, pero la mejor manera de derrotarle será sin duda que prosperéis en vuestro negocio.

Miguel asintió.

– Dejad que os haga una pregunta, Alonzo. Vos sabéis del café más que yo; lleváis años bebiéndolo. He leído en un panfleto escrito por un caballero inglés que el café elimina las necesidades de la carne y, sin embargo, he estado proporcionando un poco a la esposa de mi hermano y la veo bastante exacerbada.

– ¿La esposa de vuestro hermano, decís? No os hacía yo tan pícaro. Os felicito, pues que es mujer hermosa, henchida de carnes por su preñez, así que no temáis que haya algún desafortunado resultado.

– No es mi propósito el poner los cuernos a mi hermano. Ya tengo bastantes problemas. Pero me pregunto si acaso no será el café lo que la altera.