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La muerte no era cosa nueva para Miguel. En Lisboa había vivido bajo el terror del poder arbitrario de la Inquisición y de las bandas de villanos sedientos de sangre que recorrían las calles impunemente. En los últimos años, Amsterdam había recibido el terrible azote de la peste: el rostro de hombres y mujeres se tornaba de un púrpura oscuro, aparecían sarpullidos y la muerte llegaba en unos pocos días. Gracias a Él, bendito sea, ahora la gente fumaba mucho tabaco, pues solo este evitaba que se propagara la enfermedad. Aun así, la muerte acechaba por doquier. Miguel sabía vivir con sus incursiones indiscriminadas como el que más, pero no sabía vivir acosado.

Fue así como Joachim empezó a vencer su guerra contra la tranquilidad de su enemigo. Miguel notaba que su pensamiento se dispersaba, aun en la Bolsa. Contemplaba indefenso cómo Parido se movía entre la multitud de mercaderes, comprando futuros de café, apostando a que el precio seguiría subiendo.

Si algo sucedía y Miguel no podía controlar el precio del café, perdería dinero con sus opciones de venta, y entonces Daniel sabría que había utilizado su nombre y su dinero. ¿Y si Nunes se negaba a entregar la mercancía hasta que le pagara sus deudas? Todo se le antojaba fútil cuando en cualquier momento podía sucumbir bajo la hoja de un asesino.

Miguel sabía que no podía vivir con aquella posibilidad. Aun si Joachim no pretendiera derramamiento de sangre, ya había hecho mucho daño. Nadie podía cuestionar que Miguel debía acabar con ello. Necesitaba vivir su vida sin temor a que algún demente lo acechara.

Aun hubieron de pasar algunos días antes de que decidiera qué camino seguir, pero una vez lo decidió, su idea se le antojó sórdida y astuta a la par. Sería un tanto desagradable, pero no podía esperar ocuparse de un sujeto como Joachim sin hacer algo desagradable. Ciertamente, ese había sido el problema desde el principio. Miguel había tratado de razonar con Joachim como si fuera un hombre cuerdo, como si pensara que podía hacerle entrar en razón, pero en cada ocasión Joachim no había podido o no había querido conducirse como un hombre juicioso. Recordó un cuento de Pieter el Encantador en el cual un rufián buscaba vengarse de Pieter. Este, a quien su enemigo superaba en fuerza, hubo de contratar a un rufián más peligroso para protegerse.

En la Carpa Cantarina le dijeron que Geertruid no aparecía por allí hacía días, lo que significaba que acaso estaría ausente unos días más. En ocasiones, Hendrick la acompañaba, pero no siempre, en cuyo caso no sería menester que Miguel esperara a su regreso. En realidad, quizá fuera mejor así. ¿Por qué había de conocer Geertruid todos sus asuntos?

Pasó la mayor parte del día recorriendo las tabernas que Hendrick frecuentaba, pero hasta ya tarde no halló a su hombre, sentado a una mesa con algunos de sus rudos amigos, fumando una larga pipa que olía a una mezcla de tabaco viejo y boñigas. Hendrick había mencionado alguna vez la taberna cuando pasaban, pero jamás pensó Miguel que nada le moviera a entrar en semejante lugar. En la boca notaba el sabor de la madera podrida de las mesas, y el agua del suelo se había cubierto con paja sucia. En la parte de atrás, una chusma de hombres se divertía viendo pelear a dos ratas.

Al ver a Miguel, Hendrick dio una risotada y dijo algo por lo bajo a sus amigos, los cuales también se echaron a reír.

– Vaya, vaya, pero si tenemos ahí al mismísimo judío. -Hendrick chupó la pipa con fuerza, como si esperara que las nubes de humo engulleran a Miguel.

– Os he estado buscando -dijo Miguel-. He de hablaros un momento.

– Bebed, amigos -gritó Hendrick a sus compañeros-. Debo ausentarme un rato. Como veis, tengo una reunión importante.

Fuera de la taberna, el olor a pescado muerto del canal se le metió a Miguel en la garganta. El calor del verano había empezado a caer sobre la ciudad, y con él habían llegado también las pestilencias. Miguel respiró hondo por la boca y condujo a Hendrick hacia el callejón, en el cual había un olor algo más agradable a tierra y cerveza vieja. Un gato nervioso con un sucio pelaje blanco y una oreja mutilada les bufó, pero Hendrick respondió con otro bufido, y la bestia desapareció entre las sombras.

– Mi señora se ha ausentado, y me he habituado a que cuando mi señora Damhuis no está, tampoco esté el senhor.

– ¿Ha ido a ver a su abogado de Amberes?

– Así que, después de todo, habéis venido en su busca. -Dio un puñetazo amistoso en el brazo de Miguel.

– No, no he venido en pos de ella. -Miguel le dedicó una mirada de connivencia-. Aunque tengo curiosidad.

– ¡Ja! -ladró Hendrick-. Habéis mantenido la curiosidad a raya, ¿no es cierto, mi buen judío? Mi señora es mujer de grandes secretos: secretos para mí, para vos, para el mundo entero. Hay quien dice que es ordinaria como el pan con mantequilla, pero que tiene tantos secretos como para aparentar otra cosa.

– ¿Pero vos sabéis la verdad?

Él asintió.

– Sé la verdad.

Miguel tenía tantas preguntas sobre su socia que jamás habría esperado que hallaran respuesta. Y ahora Hendrick insinuaba que acaso pudiera responderle a todas. Pero ¿podía confiar en que el holandés no hablara de sus preguntas? El hombre gustaba de beber en demasía y tenía fama de soltar su lengua con facilidad. Aquella conversación era prueba suficiente.

– Decidme solo lo que la dama me diría -dijo Miguel al fin-. No hurgaré en secretos que ella desee guardar.

Hendrick asintió.

– Sois hombre cauto, ¿no es cierto? Lo respeto. Os gusta la señora y no haréis nada que pueda molestarla. Y creo que os gustaría de todos modos aun cuando conocierais la verdad, pues en el mejor de los casos, se trata de una verdad algo insulsa, y bien pudiera hacer saber al mundo dónde va cuando se va. Una visita a su abogado, o a su hermana, o a la viuda de su hermano no es menester que sea tan gran secreto.

– No os he pedido que me contéis nada de esto.

– Pero yo he decidido contároslo -dijo Hendrick, perdiendo el tono de ligereza de la voz- porque aun cuando adoro a mi señora Damhuis, sé que puede ser muy cruel. Toma gran deleite en atormentar a los hombres. Toma deleite en llenarlos de deseo para después despacharlos sin nada. Y también de curiosidad. Ella muda en secreto lo mundano, y todos murmuran su nombre.

– Eso no es ningún crimen -concedió Miguel, cediendo al impulso de defenderla.

Hendrick asintió.

– Judío, si hubiereis dicho lo contrario, os hubiera rebanado el pescuezo. Nadie insultará a la señora estando yo presente, pues le debo más que mi vida. Pero si os cuento todo esto es porque sé que la amáis, y que no la amaríais menos sabiendo la verdad.

Miguel tendió una mano al estilo de los holandeses.

– Os agradezco vuestra confianza.

Hendrick sonrió y la estrechó con firmeza.

– No ha habido confianza entre nosotros durante demasiado tiempo. Y quiero que eso se acabe. Vos y mi señora sois amigos, y deseo serlo también yo.

Miguel se felicitaba por su buena fortuna.

– Me alegra oíros estas palabras pues acudo hoy a vos con un delicado problema, y esperaba que pudierais asistirme.

– Solo habéis de decirlo.

Miguel respiró hondo.

– Un demente me atosiga. Este sujeto cree que le debo dinero, lo cual no es cierto, pues los dos perdimos en la misma transacción, que se realizó justamente y dentro de la ley. Ahora me sigue y ha dado en amenazarme. He sido incapaz de disuadirlo con mis razonamientos y no puedo recurrir a la ley, pues aún no me ha hecho ningún daño ni a mí, ni a mi propiedad.

– Yo la ley me la paso por los pies. La ley no os ayudará -dijo Hendrick, chupando la pipa aún alegremente-. Cuando os abra en canal podréis buscar amparo en la ley. Y ¿de qué os servirá entonces? Solo habéis de decirme su nombre, y yo me ocuparé de que nunca vuelva a hacer daño a nadie.

– He visto que sois hombre que sabe defenderse -explicó Miguel con grandes trabajos, pues le dolía alabar a Hendrick su brutalidad-. Recuerdo cuán bien actuasteis en la taberna.