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– No es menester que os excuséis, amigo. Comprendo que no podéis arriesgaros a entrar en brega con un sujeto ruin. Sé que, de no ser por la estrecha vigilancia a que se os somete, un hombre como vos podría atender sus asuntos sin ayuda. Bien, solo habéis de decirme quién es.

– Su nombre es Joachim Waagenaar, y vive junto a la Oude Kerk.

– Si como decís vive junto a la Oude Kerk, imagino que puede sufrir numerosos accidentes sin que nadie se aperciba de ello. Por supuesto, y puesto que entre nosotros los sentimientos son cuales son, estas cosas cuestan un dinero. Cincuenta florines bastarían.

Miguel pestañeó varias veces, como si el precio le hubiera pinchado en el ojo. ¿Qué esperaba que hiciera Hendrick? Joachim era un demente, entonces, ¿por qué le inquietaba tanto aquella transacción?

– Es mucho más de lo que pensaba.

– Es cierto que ahora somos amigos, pero debéis admitir que estoy corriendo un riesgo por vos.

– Por supuesto, por supuesto -dijo Miguel-. No he dicho que no pensara pagaros. Solo que es más de lo que pensaba.

– Pensad lo que os plazca. Cuando decidáis, venid a verme.

– Lo haré. Y, entretanto…

Hendrick sonrió.

– Por supuesto, no diré nada a mi señora. Os entiendo perfectamente y, ahora que conocemos los secretos del otro, no es menester que dudéis de mí.

Miguel le estrechó la mano una vez más.

– Os doy las gracias. Saber que puedo confiar en vos me hace estar más tranquilo.

– Me alegra poder seros útil. -Expulsó una nube de humo y volvió a la taberna.

Una leve neblina había empezado a extenderse: el tiempo perfecto para que un villano acechara entre las sombras. La llovizna se mezclaba con su sudor, haciendo que se sintiera torpe y pesado con sus ropas. Sin embargo, haber hablado con Hendrick le tranquilizaba. Tenía opciones, podía urdir una trama. Joachim no había ganado.

Acaso, pensó, no fuera menester que Hendrick descalabrara a Joachim. Ahora que casi había hecho el encargo, la brutalidad de una acción semejante se le hacía insoportable. Si era posible, lo evitaría. Al fin y al cabo, no había buscado a Hendrick para dañar a Joachim, solo para sentirse más seguro, y el simple hecho de haber hablado de descalabrarlo lo alivió grandemente. Podía hacer que Joachim sufriera un daño cuando quisiera, y, teniendo este poder, lo más correcto acaso fuere perdonarlo. Después de todo, la misericordia era uno de los siete atributos de Él, bendito sea. También Miguel podía tratar de ser misericordioso.

Esperaría. Sin duda, Joachim no pretendía matarlo de verdad, pero si volvía a amenazarlo, descubriría que Miguel conocía la justicia tanto como la misericordia.

Antes de que llegara al Vlooyenburg, la niebla se tornó en lluvia.

Miguel solo deseaba cambiarse las ropas y sentarse ante el fuego, y acaso también leer un poco la Torá… todas aquellas cavilaciones sobre la misericordia le hicieron ansiar la proximidad con la santidad del Altísimo. Primero, repasaría la historia en la que Pieter el Encantador había engañado al avaro chalán, de la cual siempre podía extraer contento.

Cuando entró en la casa se quitó sus zapatos, al estilo holandés, por no llenarlo todo de fango, aunque sus medias calzas estaban empapadas también y fue dejando sus huellas por el suelo. Cuando se dirigía a la entrada del sótano, vio a Hannah esperando junto a la puerta. Las sombras resaltaban la redondez de su vientre.

– Buenas tardes, senhora -dijo, con demasiada prisa. Ya no podía albergar dudas respecto a sus intenciones. Sus ojos, muy abiertos y humedecidos bajo el pañuelo negro, se clavaron en él con ansia.

– He de hablar con vos -dijo con voz muy baja.

Él contestó sin pensar.

– ¿Deseáis volver a beber mi bebida?

Ella negó con la cabeza.

– Ahora no. Debo hablaros de otra cuestión.

– ¿Podemos ir a la sala? -preguntó Miguel.

Ella volvió a negar.

– No, no debemos hacerlo. No puedo arriesgarme a que mi esposo nos encuentre allí juntos. Sospecharía.

¿Sospechar de qué?, estuvo a punto de decir. ¿Acaso se tenía ya por su amante? ¿Tan viva imaginación tenía que no le bastaba con mujeres que estudiaban? También Miguel se había deleitado en el exquisito crimen de los amoríos, pero no se sentía capaz de dar el siguiente paso, el de los encuentros secretos, ocultándose de su esposo, el de solazarse en uno de los peores pecados. Nadie apreciaba más que Miguel las delicias de la imaginación, pero un hombre -una persona- ha de saber dónde termina la fantasía y empieza la realidad. Sin duda apreciaba a Hannah, la tenía por una mujer bella y encantadora. Y aun puede que la amara, pero jamás se dejaría llevar por tales sentimientos.

– Debemos hablar aquí -dijo ella-. Pero en voz baja. Nadie debe oírnos.

– Acaso estáis confundida, y no es menester que hablemos en voz baja.

Hannah esbozó una sonrisa, ligera y dulce, como si ella estuviera bromeando con él, como si él fuera demasiado simple para comprender sus palabras. Que Él, bendito sea, me perdone por desatar el influjo del café sobre la humanidad, pensó Miguel. Este bebedizo pondrá el mundo al revés.

– No me confundo, senhor. Tengo algo que deciros. Y es algo que os concierne muy de cerca. -Respiró hondo-. Se trata de vuestra amiga, senhor. La viuda.

Miguel sintió un repentino mareo. Se apoyó contra la pared.

– Geertruid Damhuis -exhaló-. ¿Qué es? ¿Qué podéis decirme vos de ella?

Hannah meneó la cabeza.

– No lo sé con certeza. Oh, perdonadme, senhor, pues ignoro cómo debo decir esto y temo que, haciéndolo, ponga mi vida en vuestras manos, aunque también temo traicionaros si no lo hiciere.

– ¿Traición? ¿De qué estáis hablando?

– Por favor, senhor. Me estoy esforzando. Hace unos días, unas pocas semanas, vi a la viuda holandesa por la calle, y ella me vio a mí. Las dos teníamos algo que ocultar. Ignoro lo que ella quería ocultar, pero ella vio que yo también tenía un secreto y me amenazó para que no hablara de nuestro encuentro. Entonces no pensé que hubiera mal en ello, pero ya no estoy tan segura.

Miguel dio un paso atrás. Geertruid. ¿Qué podía querer ocultar y en qué le afectaría a él? Podía ser cualquier cosa: un amante, un negocio, una situación vergonzosa… o un asunto de negocios. No tenía sentido.

– ¿Y qué teníais vos que ocultar, senhora?

Ella meneó la cabeza.

– Quisiera no tener que decíroslo, pero he decidido que así había de ser. Sé que puedo confiar en vos, senhor. Y si acaso hubierais de enfrentaros a ella y le hacéis saber que ya conocéis mi secreto, quizá no lo dirá a nadie más y no será tan malo. ¿Puedo hablar y confiar en que no diréis una palabra a nadie?

– Por supuesto -dijo Miguel al punto, aun cuando deseaba con todo su corazón haber podido evitar todo aquello.

– Me avergüenza y al mismo tiempo no me avergüenza deciros esto, pero vi a la viuda mientras yo volvía de un lugar sagrado. Una iglesia de culto católico, senhor.

Miguel la miró con los ojos desenfocados hasta que Hannah se fundió con la pared. No sabía qué pensar. La mujer de su propio hermano, una mujer por quien se preocupaba y a quien deseaba, había resultado ser una católica en secreto.

– ¿Habéis traicionado a vuestro esposo? -preguntó con calma.

Ella tragó con dificultad. Las lágrimas no habían brotado aún, pero pronto llegarían. Se presentían en el aire como una lluvia inminente.

– ¿Cómo podéis hablar de traición? Nadie me dijo jamás que era judía hasta la víspera de mi casamiento. ¿Acaso no he sido yo traicionada?