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Dos noches después de reunirse con Geertruid, Miguel asistió a una sesión de estudio en la Talmud Torá. Allí era donde el ma'amad destacaba. Los grupos de estudio se reunían de forma constante en las cámaras enclaustradas de las sinagogas. Los judíos que habían escapado recientemente de Iberia y de la Inquisición, que no sabían nada de su fe salvo que la llevaban en la sangre, aprendían a conducirse, a rezar, a vivir como judíos. En una cámara contigua, los ancianos, los chachamin, discutían detalles del Talmud que a Miguel se le hacía que jamás llegaría a comprender. Él se reunía con un grupo de hombres en situación muy similar a la suya: habían vuelto en los últimos años y se habían propuesto abrazar la fe de sus ancestros. Cada semana leían en hebreo la sección de la Torá correspondiente y estudiaban su significado mientras un chacham los guiaba y dirigía el comentario del Talmud.

Miguel adoraba estas reuniones. Las esperaba con ansia todas las semanas. No podía permitirse el lujo de estudiar la Torá en casa tanto como hubiera deseado, si bien trataba de asistir a las sesiones de estudio de primera hora de la mañana una o dos veces por semana y, si algún tiempo le quedaba, no siempre hacía un buen uso del mismo. Así pues, estas reuniones eran doblemente preciosas para él. Por espacio de unas pocas horas, podía permitirse olvidar que el día de cuentas avanzaba cruelmente y que los futuros de brandy que había comprado tan impulsivamente incrementarían de forma desesperante sus deudas.

En los salones de la Talmud Torá, después de la reunión, Miguel se demoró para debatir con su amigo Isaías Nunes la interpretación de algún aspecto particularmente espinoso de la gramática hebrea. Nunes comerciaba principalmente siguiendo las rutas levantinas, pero en tiempo reciente había empezado a traficar también con el vino portugués. El hombre se había excedido probando la mercancía de un comprador antes de la reunión y en aquellos momentos argumentaba ruidosamente. Su voz resonaba por los techos altos de la sinagoga casi vacía mientras los dos hombres se dirigían a la salida.

Nunes era un hombre grande y recio, que no gordo. Aún no tenía los treinta años, y sin embargo, había sabido hacerse un lugar importante en las rutas del Levante. A Miguel le gustaba, pero el aprecio que un viudo endeudado de su edad podía sentir por alguien tan joven y afortunado tenía sus límites. Casi por accidente, Nunes tropezaba con lucrativos negocios; invertía con cautela y en cambio sus ganancias eran obscenas; tenía una esposa hermosa y obediente que le había dado dos hijos. Aun así, Nunes era incapaz de disfrutar de nada de cuanto hacía, lo que en parte compensaba el exceso de logros. Siendo niño, había visto a sus parientes caer uno tras otro en manos de la Inquisición y eso lo había convertido en persona de natural nervioso. Tenía sus éxitos por una mera ilusión, un engaño que el demonio urdiera para hacerle cobrar esperanzas antes de aplastarlas.

Los dos hombres se dirigieron hacia la salida en la oscuridad, pues solo unas pocas velas alumbraban las zonas comunes. Nunes estaba en mitad de una arenga y decía grandes disparates, pues razonaba, se desdecía, se disculpaba por no decir más que tonterías y luego le pedía a Miguel que le diera la razón. Y entonces se detuvo y se inclinó hacia delante.

– ¡Por los clavos de Jesucristo, acabo de romperme un dedo del pie! -gritó. Al igual que la mayoría de los judíos de Portugal, maldecía como un cristiano-. ¡Miguel, ayudadme a andar!

Miguel se inclinó para ayudar a su amigo.

– Borracho, ¿con qué os habéis roto el dedo?

– Con nada -susurró Nunes-. Era un ardid. ¿Acaso no sabéis reconocer un ardid cuando lo veis?

– No, si es un buen ardid.

– Supongo que he de tomarlo como un cumplido.

– Y ahora que ya hemos establecido que habéis hecho ver que os rompíais un dedo para hacerme quedar como un necio -dijo Miguel muy tranquilo-, tal vez podríais explicarme por qué habéis hecho tal cosa.

– ¡La Virgen santa! -exclamó Nuiles-, ¡qué dolor! ¡Ayudadme, Miguel! -Bajo la luz de las escasas velas, Miguel vio que Nunes cerraba los ojos en un momento de concentración-. Hay un hombre oculto entre las sombras, junto a la puerta -añadió más comedido-. Os ha estado observando.

Miguel sintió que se ponía tenso. Un hombre que esperaba oculto en la penumbra no le daba buena espina. En más de una ocasión había tenido que permanecer casi preso en el sótano de alguna sucia taberna a causa de algún acreedor furioso hasta que podía mandar en busca del dinero que debía o -las más de las veces- lograba convencerlo para que lo dejara marchar.

Y entonces otro pensamiento se le pasó por las mientes. Aquellas extrañas notas que había estado recibiendo. «Quiero mi dinero.» Sintió un escalofrío en la piel.

– ¿Habéis podido ver quién es? -le preguntó a Nunes.

– He mirado de reojo y, a menos que yerre, se trata de Salomão Parido.

Miguel lanzó una mirada hacia la salida y vio una figura que se adelantaba en la oscuridad.

– Jesús! ¿Qué quiere? -Aquel parnass había sido su enemigo desde un desafortunado incidente que tuvieran hacía dos años y que concluyó cuando el hombre retiró la oferta de casar a su hija con Miguel.

– Nada bueno, podéis estar seguro. Un parnass al acecho nunca augura nada bueno, y si se trata de Parido, menos aún. Y si Parido espera a Miguel Lienzo… bueno, es difícil pensar en una situación más apurada. Sinceramente, detesto que nos vea juntos. Ya tengo bastantes problemas sin necesidad de que un parnass se ponga a indagar en mis asuntos.

– Vos no tenéis problemas -dijo Miguel con gesto sombrío-. Podría dejaros algunos de los míos.

– Vuestro hermano hace negocios con él, ¿me equivoco? ¿Por qué no le pedís que le diga a Parido que os deje en paz?

– Si he de seros sincero, creo que es él quien lo anima -dijo Miguel con amargura. Ya era bastante malo que tuviera que depender de su hermano menor, pero la amistad de Daniel con el parnass le sacaba de quicio. Tenía la impresión de que Daniel contaba todo cuanto decía o hacía.

– Volvamos adentro -sugirió Nunes-. Esperaremos a que pase.

– No le daré esa satisfacción. Tendré que arriesgarme, aunque no creo que vuestra interpretación haya engañado a nadie. Deberíamos romperos el dedo de verdad. Si acaso decide examinar vuestro dedo, se os hallará culpable de haber mentido en la sinagoga.

– Me he arriesgado por vos. Deberíais mostrar algo de gratitud.

– Tenéis razón. Si acaso inspecciona vuestro dedo y lo hallara íntegro, diremos que aquí se ha obrado un gran milagro.

Fueron cojeando hacia el patio y, por bien que quería tenerse, Miguel miró hacia el rincón donde había visto ocultarse a Parido. Pero el parnass ya se había ido.

– Que Parido os aceche es mal asunto -observó Nunes-, pero que os espíe y desaparezca entre las sombras… ha de ser mucho peor de lo que había imaginado.

Miguel ya tenía miedos suficientes sin necesidad de que su amigo los alentara.

– Y ahora me diréis que la luna en cuarto menguante es peor.

– La luna en cuarto menguante es un mal augurio -concedió Nunes.

Miguel profirió un sonido áspero, entre risa ahogada y carraspeo. ¿Qué querría de él el parnass? No se le ocurría ninguna ley religiosa que hubiera podido violar abiertamente en el pasado reciente, aunque tal vez lo habrían visto en la calle con Hendrick. Y sin embargo, el contacto impropio con un gentil difícilmente justificaría aquella vigilancia. Parido tenía alguna otra cosa en las mientes, y si bien no acertaba a imaginar el qué, sabía que no sería nada bueno.