Retrocedió un paso.
– Senhora -susurró-. No puede ser.
Ella se mordió el labio y bajó los ojos a las manos, las cuales retorcían con tanta fuerza el pañuelo como si quisieran destruirlo.
– ¿El qué no puede ser? -preguntó.
Bien, finjamos entonces, concedió Miguel en silencio.
– Os pido perdón -le dijo dando otro paso atrás-. Acaso os haya malinterpretado. Por favor, perdonadme. -Y salió con gran prisa al vestíbulo palpando en la oscuridad el camino hasta el sótano.
Allí, en su oscuro y húmedo lugar, se sentó en silencio, atento a cualquier sonido que pudiera desvelarle la angustia o el alivio de ella, pero nada oyó, ni aun el crujido de las maderas del suelo. Sin duda, Hannah seguía inmóvil, con sus cabellos expuestos en una habitación vacía. Y, extrañamente, Miguel sintió unas lágrimas que le quemaban el rostro. ¿La amo tanto? Acaso fuera así, pero no lloraba de amor.
No lloraba por la tristeza de Hannah, ni aun por la suya propia, lloraba por la certeza de que había sido cruel, de que la había llevado a creer algo que él siempre supo sería imposible. Había puesto en ella las fantasías de su imaginación sin pensar que para ella dejar esas fantasías significaría la muerte. Había sido cruel con una mujer triste que no había hecho sino ser amable con él. Pensó si no habría jugado su mano con igual mala fortuna en sus otros asuntos.
31
Antes de las doce, en el exterior de la Bolsa, la emoción se palpaba ya por el Dam. Habían pasado dos semanas desde la conversación entre Miguel y Geertruid. En la Bolsa era día de cuentas y las inversiones de Miguel vencían aquel día. Miguel estaba entre el gentío, esperando a que las puertas se abrieran y observó los rostros de quienes lo rodeaban: gentes que miraban con dureza e intensidad en la distancia. Holandeses, judíos y extranjeros apretaban los dientes por igual y se mantenían alertas. Cualquier hombre que llevara suficiente tiempo en la Bolsa podía sentirlo, como el olor de una lluvia inminente. Estaban a punto de desatarse grandes planes que habrían de afectar a todo aquel que comerciara. Cada día de cuentas era intenso, pero ese día habría de suceder más que lo habitual. Todos lo sabían.
Aquella mañana, mientras se preparaba, Miguel sintió una paz inquietante. Su estómago había estado alborotado durante semanas, pero ahora Miguel sentía la calma de la resolución, como el hombre que camina hacia el cadalso. Había dormido sorprendentemente bien y, a pesar de eso, había tomado cuatro cuencos de café. Quería estar exaltado por el café. Quería que el café guiara sus pasiones.
No hubiera podido estar más preparado, pero sabía que ciertas cosas no dependían de él. Cinco hombres, tanto si lo sabían ellos como si no, eran sus criaturas, y todo dependía de que ellos hicieran su parte. Todo era tan frágil… Aquel enorme edificio podía desmoronarse en un instante y quedar reducido a polvo.
De modo que se preparó como mejor pudo. Se aseó antes del sabbath en el mikvah y dedicó el día santo a la oración. El siguiente lo dedicó también a la oración y ayunó del alba al anochecer.
No podía sobrevivir a dos ruinas. Acaso el mundo pudiera cerrar los ojos ante la primera, perdonarla atribuyéndola a la mala suerte. Pero una segunda ruina lo destruiría para siempre. Ningún mercader de importancia confiaría a un fracasado una hija suya. Ningún hombre de negocios ofrecería nunca su asociación a Miguel. Si fracasaba aquel día, tendría que abandonar la vida de mercader.
Con la arenilla del café triturado en los dientes, Miguel salió de la casa y aspiró el aire de la mañana. Se sentía más como un conquistador que como un mercader. Apenas unos jirones de nubes flotaban por el cielo, y una brisa ligera llegaba desde el mar. Un holandés supersticioso acaso tuviera los cielos despejados por buen augurio, pero Miguel sabía que los cielos también estaban despejados para Parido.
En la plaza del Dam, Miguel aguardó entre el gentío, extrañamente silencioso. No había discusiones, ni estallidos de risa. Por ninguna parte desató el sonido de los primeros tratos una sucesión de intercambios. Cuando alguien hablaba, lo hacía entre murmullos.
Las opciones de compra de Parido, las opciones de venta de Miguel, vencerían al final del día. Lo cual significaba que Parido tenía que mantener los precios altos y que, cuanto más altos, mayor sería el beneficio para él, del mismo modo que, cuanto más bajaran, más ganaría Miguel. Si Miguel no hacía nada, Parido ganaría con su inversión y Miguel perdería. Puesto que Parido tenía en su poder el cargamento que había de ser para Miguel, se aferraría a su mercancía hasta el día después de mañana. Y entonces, acaso podría vender poco a poco lo que tenía por un precio inflado.
– Si vos fuerais Parido -había razonado Alferonda-, haríais uso de vuestra asociación de comercio. Podríais difundir el rumor de que su asociación estaba planeando desbordar el mercado con valores que bajarían los precios. Pero vos no tenéis ese poder. Parido, sí.
– ¿Por qué no se limita a difundir el rumor de que su asociación piensa comprar y hace así que los precios suban más?
– El juego de los rumores es cosa delicada. Si una asociación abusa de él, nadie volverá a creer ninguno de los rumores que tengan que ver con ella, y habrá perdido con ello una valiosa herramienta. Este asunto del café es cosa de Parido, no de su asociación. Sus otros miembros no querrían hacer mal uso de los rumores por Parido a menos que la riqueza que se les prometiera fuera lo suficientemente importante. Pero puede hacer uso de su asociación de otras formas.
– Puede indicar a sus hombres que no respondan a mis movimientos.
– Exactamente. Parido dará por sentado que deseáis vender tanto café como hayáis adquirido y hacer que parezca que tenéis más del que realmente tenéis, provocando la caída de los precios. Vos, por vuestra parte, venderéis lo que no tenéis. Bien, él sabe que esto es un truco puesto que, si podéis desatar el frenesí de la venta, luego podréis adquirir a bajos precios lo que otros descarguen, y si alguien cuestiona la venta, podréis enseñar el producto que habéis prometido. Pero sin duda, él habrá dado instrucciones a su asociación para que difunda el rumor de que no tenéis lo que deseáis vender y nadie querrá compraros.
Miguel sonrió.
– ¿Puede ser tan simple como eso?
– Parido es hombre poderoso. No ha hecho su fortuna siendo retorcido en exceso, sino guiándose por las cosas más simples. En el pasado, vos habéis demostrado que trabajáis solo, que no seguís una estrategia y que normalmente os dejáis guiar por vuestro instinto en lugar de seguir un plan concreto. Veo que os sentís ofendido, pero no me negaréis que es cierto. Habéis cometido errores, Miguel, pero esos errores os harán un buen servicio cuando hoy entréis en la Bolsa. Parido espera encontrar un oponente muy distinto del que sois ahora.
El reloj de la torre del gran ayuntamiento dio las doce, y las puertas de la Bolsa abrieron entre un gran griterío que resonaba por todo el Dam. Miguel se abrió paso al interior, junto con los otros cientos de comerciantes, y se dirigió lentamente hacia la esquina de las Indias Orientales, sin hacer caso de los comerciantes que lo llamaban ofreciendo sus mercancías.
Un gentío mayor del habitual bullía en torno a los negociantes de las Indias Orientales. Muchos de ellos formaban parte de la asociación de Parido. Vestían los llamativos colores y los sombreros emplumados de los portugueses, y se conducían como hidalgos autoritarios. Estaban allí como favor a un amigo. No habrían de pagar nada por controlar la marcha del asunto del café, ni vender nada, solo tenían que ahuyentar a quien tratara de responder a los intentos de Miguel. Era tal como él y Alferonda suponían.