Выбрать главу

Ella negó con la cabeza, y lo hizo con tal fuerza que Miguel temió que se golpeara la cabeza contra la mesa.

– Lo pedí prestado. A un prestamista. Un prestamista muy desagradable. Tanto que ni tan siquiera los judíos lo quieren.

Miguel cerró los ojos.

– Alferonda -dijo.

– Sí. Fue la única persona que encontré dispuesta a dejarme lo que había menester. Sabía para qué lo quería y sabía quién soy.

– ¿Por qué él no me dijo nada? -exigió Miguel en voz alta-. Nos puso el uno en contra del otro. ¿Por qué había de hacer tal cosa?

– No es un buen hombre -dijo ella con tristeza.

– Oh, Geertruid. -Le tomó la mano-. ¿Por qué no me dijisteis la verdad? ¿Cómo pudisteis permitir que os arruinara?

Ella dejó escapar una pequeña risa.

– ¿Sabéis, Miguel, dulce Miguel? No os culpo a vos. ¿Qué podíais haber hecho? ¿Enfrentaros a mí? ¿Preguntarme por mis planes? Ya sabíais que era una estafadora y deseabais hacer vuestro dinero como mejor pudierais. No puedo culparos. Pero tampoco hubiera podido deciros la verdad, pues tampoco habríais confiado. Temíais a ese Consejo vuestro simplemente porque estabais haciendo negocios con una holandesa. ¿De veras hubierais pensado que podía salir algún bien de hacer negocios con una holandesa proscrita? Sobre todo, una como yo.

– ¿Como vos?

– Debo abandonar la ciudad, Miguel. Debo dejarla esta noche. Alferonda me ha estado buscando y no tendrá compasión conmigo. Corren ciertas historias sobre su cólera, ¿sabéis?

– ¿Y qué le importa a Alferonda? ¿No podéis darle el dinero que transferí a vuestra cuenta? Os he devuelto los tres mil florines que me prestasteis.

– Le debo otros ochocientos florines en intereses.

– Ochocientos -espetó Miguel-. ¿Es que ese hombre no tiene vergüenza?

– Es un usurero -dijo ella con pesar.

– Dejad que hable con él. Es mi amigo y sé que podemos llegar a un entendimiento. No es menester que os cargue con un interés tan alto. Negociaremos una tarifa más razonable, y os ayudaré a pagarle.

Ella le oprimió la mano.

– Pobre y dulce Miguel. Sois demasiado bueno para mí. No puedo dejar que hagáis tal cosa, pues estaríais malgastando vuestro dinero y no ganaríais salvo vuestra ruina. Acaso Alferonda será vuestro amigo, pero no mío, y no permitirá que su reputación quede maltrecha por mí. Y ¿realmente es tan buen amigo cuando os engaña de esta forma? Aun si pudierais satisfacer sus exigencias, sigo debiendo dinero a los agentes de Iberia. Tienen mi nombre, no el vuestro, y vendrán a Amsterdam a buscar a Geertruid Damhuis. Si me quedo, tarde o temprano estaré perdida. Debo partir esta noche, de modo que no os daré más que lo que merecéis diciéndoos la verdad, por fin.

– ¿Hay más?

– Oh, sí. Hay más. -A pesar de la bruma de la borrachera, Geertruid esbozó una de aquellas sonrisas que siempre embebecían a Miguel-. Preguntabais qué he querido decir cuando he dicho una ladrona. Pues os lo voy a decir. -Se inclinó más cerca-. No soy una ladrona corriente, debéis saberlo. No vacío bolsillos ni arranco bolsas o entro a sisar en las tiendas. Muchas veces os habéis preguntado por mis viajes al campo y, necio de vos, habéis leído todos los relatos y los habéis leído porque yo os los di a conocer.

Miguel hubo de recordarse que había de respirar.

– ¿Qué me estáis diciendo? Que vos y Hendrick… -No fue capaz de terminar la frase.

– Sí -dijo ella muy serena-. Somos Pieter el Encantador y su comadre Mary. En cuanto a quién es quién, no sabría deciros. -Le dio risa-. Mi pobre Hendrick es más necio que vos, me temo, pero siempre hacía cuanto yo decía y hacía creer a todos que él estaba detrás de los heroicos robos de Pieter. Poco importaba. Había llegado a convencerme de que, en esta época de novelas y aventuras, si podíamos hacer que la gente tuviera a Pieter el Encantador por héroe, nadie lo delataría, y la leyenda solo haría que confundir cualquier intento por atraparlo. Poco sabíamos nosotros cuán bien iba a salir todo. Yo esperaba oír de nuestras aventuras, pero jamás pensé que viera tales relatos impresos. La mitad de las historias que leísteis eran falsas y la otra mitad grandes exageraciones, pero nos han hecho muy buen servicio.

– ¿Dónde está Hendrick ahora?

– Ha huido. -Suspiró-. Es un hombre simple, pero no tanto como para no saber qué significa no poder pagar a un cruel usurero. No le he visto desde que perdí todo en la Bolsa. Nunca le gustaron mis tratos con Alferonda ni mis planes para hacer fortuna con los negocios. No acertaba a comprender cómo funcionaba todo ello y pensó que acaso estuviera maldito. Temo que, fuera cual fuese la conclusión de todo esto, las aventuras de Pieter el Encantador estaban destinadas a acabarse.

– ¿Cómo he sido capaz de haceros esto? -dijo él, y ocultó el rostro entre las manos.

– Es culpa mía. Os puse en peligro. Y esa pobre joven… la esposa de vuestro hermano… decidle que lamento haber tenido que asustarla.

– Pronto será mi esposa -dijo Miguel, pues sentía que había de ser honrado.

– ¿De verdad? Bueno, no puedo decir que comprenda las costumbres de los israelitas, pero no me corresponde a mí comprenderlas.

– ¿Qué fue lo que Hannah vio? Ni tan siquiera lo sabía.

Geertruid rió.

– Ni tan siquiera lo sabía. ¡Qué divertido! Me vio hablando con Alferonda, y temí que si os enterabais, recelaríais de mí. Pero -dijo, poniéndose en pie-, basta de charlas, senhor. Debo ponerme en camino.

– Estáis demasiado borracha para partir esta noche, señora. Dejad que os lleve a casa.

Ella rió, aferrándose a su brazo por no caer.

– Oh, Miguel, ¡seguís tratando de meteros en mi cama!

– Solo quiero veros segura…

– Shh. -Ella se llevó un dedo a los labios-. No es menester decir nada. Ya no. Debo irme, y ha de ser esta noche. Estando borracha todo será más fácil, no más difícil. -Y sin embargo no se movió-. Senhor, ¿os acordáis de la noche que tratasteis de besarme?

Miguel pensó en mentir, hacer que no había tenido importancia para él y que no se molestaba en recordarlo. Pero no mintió.

– Sí, lo recuerdo.

– Yo deseé devolveros el beso -dijo ella-, y más. Si jamás lo permití, no fue porque no quisiera, sino porque sabía que seríais más manejable si os daba solo lo justo para despertaros el apetito. Una mujer como yo ha de saber cómo emplear sus encantos, aun si eso significa retenerlos.

– Dejad que os lleve a casa -dijo Miguel de nuevo.

– No -dijo ella apartándose con una inesperada sobriedad-. He dicho que debo irme y debo irme. Separémonos ya, pues de lo contrario jamás nos despediremos. -Y dicho esto se fue, salió a la oscuridad de la calle. Sin una luz. Si alguna vez hubo una mujer capaz de burlar a ladrones y serenos, esa era Geertruid Damhuis.

Miguel permaneció inmóvil largo rato. Estuvo con la mirada perdida hasta que una hermosa moza se acercó y preguntó si quería algo.

– Vino -susurró él-. Mucho vino. -Cuando lo bebiera, cuando llevara tanto vino encima que no acertara a distinguir lo que está bien de lo que está mal… entonces iría en busca de Alferonda.

de

Las reveladoras y verídicas memorias

de Alonzo Alferonda

No pensaba yo que tras la victoria de Miguel Lienzo en la Bolsa todo estuviera arreglado. Yo había ganado, Parido había perdido, y la victoria tenía un dulce sabor, pero aún estaba Miguel. Yo le había pasado por encima, y no habría de tomarlo él a la ligera. Había pensado engañarlo cuando viniera a mí, desconcertar sus ojos con trucos e ilusiones hasta que aun dudara de que hubiera existido nadie llamado Alonzo Alferonda y más aún de que lo hubiere utilizado. Pero siempre me había gustado Miguel y estaba en deuda con él. De primero no era mi intención causarle ningún mal ni a él, ni a sus amigos, sino solo utilizarlos como instrumento para mis propósitos a la par que él hacía unos pocos florines.