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Y entonces el maestro declaró:

– Este chico no está muerto (cállate, Eleazar). ¿Quién ha dicho que estaba muerto? (Eleazar, ¡deja de gritar de una vez!) ¿A quién se le ha ocurrido que el niño estaba muerto?

– Él le ha devuelto la vida -dijo uno del grupo.

Estábamos en nuestro patio, pues la multitud nos había seguido y entrado detrás de nosotros, los familiares de Eleazar gritándose entre sí y el maestro pidiendo calma.

También habían llegado mis tíos Alfeo y Simón. Eran hermanos de José y acababan de despertarse. Trataban de contener a la gente con ademanes y gestos fieros.

Mis tías Salomé, Esther y María estaban allí también, con todos los primos correteando por en medio como si fuera una fiesta, salvo Silas, Leví y Santiago, que estaban con los mayores.

Luego ya no vi nada más.

Mi madre me llevó en brazos a la oscura habitación principal. Tía Esther y tía Salomé la rodeaban. La gente continuaba lanzando piedras contra la casa.

El maestro alzó la voz, en griego.

– ¡Tienes sangre en la cara! -susurró mi madre entre sollozos-. Tu ojo sangra y tienes cortes en la cara. Mira cómo te han dejado. -Hablaba en arameo, que era nuestra lengua pese a que no la utilizábamos mucho.

– No me duele -dije, queriendo demostrar que no me importaba.

Mis primos aparecieron presas de la agitación y me rodearon. Salomé me sonrió como diciendo que ella ya sabía que podía devolverle la vida a Eleazar.

Yo le apreté la mano.

Pero allí estaba Santiago con su severa mirada.

El maestro entró de espaldas en la habitación con las manos en alto.

Alguien apartó la cortina y la luz lo inundó todo. Irrumpieron José y sus hermanos. Y luego Cleofás. Tuvimos que movernos para hacer sitio a tanta gente.

– Estáis hablando de José, Cleofás y Alfeo, ¡qué es eso de querer echarlos!

– Dijo el maestro a la multitud-. ¡Llevan entre nosotros más de siete años!

La airada familia de Eleazar se asomó a la estancia. De hecho, el padre logró entrar.

– Siete años, por eso mismo, ¡que vuelvan todos a Galilea! -gritó-. ¡Siete años es demasiado tiempo! ¡Ese chico está poseído por el demonio! ¡Juro que mi hijo estaba muerto!

– ¿Te lamentas de que ahora esté vivo? ¡Qué es lo que te pasa! -le espetó Cleofás.

– ¡Hablas como un loco! -agregó Alfeo.

Y así siguieron durante largo rato, entre gritos y amenazas, mientras las mujeres asentían y se lanzaban miradas, y más gente iba sumándose a la discusión.

– ¡Ah, cómo es posible que digáis estas cosas! -exclamó el maestro como si estuviera en la Casa de Estudio-.Jesús y Santiago son mis mejores alumnos. Y estos hombres son vecinos vuestros. ¿Qué ha pasado para que os pongáis en su contra? ¡Oíd las barbaridades que decís!

– ¡Sí, tus alumnos, tus alumnos! -exclamó el padre de Eleazar-. Pero nosotros tenemos que vivir y trabajar. ¡La vida es algo más que ser alumno!

Mi madre se apretó contra la pared, ya que el gentío iba en aumento. Yo quería escapar de sus brazos, pero no podía. Ella tenía mucho miedo.

– Sí, trabajar, eso es -dijo mi tío Cleofás-, y ¿quién eres tú para decir que no podemos vivir aquí? Queréis echarnos, sí, pero sólo porque a nosotros nos confían más trabajo, porque somos mejores y porque damos a la gente lo que la gente quiere…

De pronto José adelantó las manos y rugió:

– ¡Silencio!

Y todos callaron. Todo aquel populacho enmudeció. José nunca había alzado la voz.

– ¡El Señor creó la vergüenza para una discusión como ésta! -dijo-. Deshonráis mi casa.

Nadie abrió la boca, todos los ojos pendientes de él. Incluso el propio Eleazar estaba allí y lo miraba. Tampoco el maestro habló.

– Ahora Eleazar está vivo -dijo José-. Y resulta que nosotros volvemos a Galilea.

Silencio.

– Partiremos para Tierra Santa tan pronto terminemos los trabajos que tenemos pendientes aquí. Os diremos adiós, y si nos encargan algún nuevo trabajo mientras hacemos los preparativos, os lo pasaremos a vosotros.

El padre de Eleazar estiró el cuello, asintió con la cabeza y separó las manos. Tras encogerse de hombros, hizo una ligera reverencia y se volvió para marcharse. Sus hombres lo imitaron. Eleazar me lanzó una última mirada, y luego se marcharon todos.

La muchedumbre abandonó nuestro patio, y mi tía María, la egipcia, que era la esposa de Cleofás, entró y corrió a medias la cortina.

Sólo quedamos los de nuestra familia. Y el maestro, que no estaba nada contento. Miró ceñudo a José.

Mi madre se enjugó los ojos y me miró a la cara, pero entonces el maestro se puso a hablar. Ella me abrazó y noté que las manos le temblaban.

– ¿Os marcháis a casa? -dijo el maestro-. ¿Y os lleváis a mis alumnos? ¿A mi buen Jesús? ¿Y qué esperáis encontrar allí, si puede saberse? ¿La tierra de la leche y la miel?

– ¿Te burlas de nuestros antepasados? -repuso Cleofás.

– ¿O te burlas del Altísimo? -dijo Alfeo, cuyo griego era tan bueno como el del maestro.

– No me burlo de nadie -dijo éste, mirándome-, pero me desconcierta que decidáis abandonar Egipto por una simple trifulca.

– Eso no tiene nada que ver -dijo José.

– Entonces, ¿por qué? Jesús está progresando mucho aquí. Filo está muy impresionado con sus avances, y Santiago es una maravilla, y…

– Sí, y esto no es Israel, ¿verdad? -repuso Cleofás-. No es nuestro hogar.

– Exacto, y tú les estás enseñando griego, ¡las Sagradas Escrituras en griego! -dijo Alfeo-. Y nosotros en casa tenemos que enseñarles hebreo porque tú no sabes nada de hebreo, y eso que eres el maestro. Y la Casa de Estudio no es más que eso, griego, y tú lo llamas la Tora, y Filo, sí, el gran Filo, nos encarga trabajo, lo mismo que sus amigos, y todo eso está muy bien y estamos muy agradecidos, sí, pero él también habla griego y lee las Escrituras en griego, y le maravilla lo que estos chicos llegan a saber de griego…

– Todo el mundo habla en griego ahora -dijo el maestro-. Los judíos de todas las ciudades del Imperio hablan griego y leen las Escrituras en griego…

– ¡Jerusalén no habla griego! -replicó Alfeo.

– En Galilea leemos las Escrituras en hebreo -observó Cleofás-. ¿Entiendes tú algo de hebreo? ¡Y te haces llamar Maestro!

– Oh, estoy cansado de vuestros ataques, no sé por qué os aguanto. ¿Adonde pensáis llevar a vuestros chicos, a una sucia aldea? Porque si os vais de Alejandría iréis a un sitio así.

– En efecto -dijo Cleofás-, y no es ninguna sucia aldea, sino la casa de mi padre. ¿Sabes alguna palabra de hebreo? -insistió. Y pasó a salmodiar en hebreo el salmo que tanto le gustaba y que nos había enseñado-: «El Señor guarde mis idas y venidas, a partir de ahora y para siempre.» -Y añadió-: Bien, ¿sabes qué significa eso?

– ¡Como si tú lo supieras! -le espetó el maestro-. Me gustaría oír tu explicación. Tú sólo sabes lo que os explicó el escriba de vuestra sinagoga, nada más, y si has aprendido suficiente griego aquí como para insultarme a gritos, mejor que mejor. ¿Qué sabe cualquiera de vosotros, judíos cabezotas de Galilea? Vinisteis a Egipto buscando refugio, y os vais tan cabezotas como llegasteis.

Mi madre estaba nerviosa.

El maestro me miró.

– Y llevarse a este niño, a este niño tan sabio…

– ¿Y qué propones que hagamos? -replicó Alfeo.

– ¡Oh, no! No preguntes tal cosa -susurró mi madre. Sólo en muy contadas ocasiones ella tomaba la palabra.

José la miró de reojo antes de mirar al maestro.

– Siempre pasa igual -continuó éste con un sonoro suspiro-. En tiempos de dificultades, venís a Egipto, sí, siempre a Egipto. Egipto acoge a las heces de Palestina…

– ¡Las heces! -exclamó Cleofás-. ¿Llamas heces a nuestros antepasados?