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No pronuncié palabra.

Me tomó de la mano y volvimos al pueblo. Llegamos a un pequeño huerto delimitado por piedras pequeñas, cerca de unos cuantos árboles. La maleza lo cubría todo, pero había un árbol grande, sano y lleno de brotes y nudos.

– El abuelo de mi abuelo plantó este olivo -dijo José-. Y ese de ahí, un granado, ya verás cuando empiece a florecer. Queda cubierto de capullos rojos.

Inspeccionó el pequeño huerto. Los que había en las colinas estaban cuidados y llenos de hortalizas.

– Mañana gradaremos todo esto para que puedan trabajar las mujeres -dijo-. No es demasiado tarde para plantar unas viñas, pepinos y otras cosas. Veremos qué opina la vieja Sara. -Me miró-. ¿Estás triste?

– No -respondí al punto-. ¡Esto me gusta! -Deseaba tanto encontrar las palabras, palabras como las de los salmos.

José me cogió en brazos y me besó en ambas mejillas. Luego volvimos a casa. Él no me creía. Pensaba que lo había dicho por amabilidad. Yo quería correr por el bosque y escalar las colinas. Quería hacer todo lo que no había hecho en Alejandría. Pero había trabajo pendiente cuando llegamos al patio, y cada vez venía más gente a presentarnos sus respetos.

15

La vieja Sara dijo que éramos un torbellino. Con ayuda de sus hijos, Leví y Silas, Alfeo reparó el tejado en un abrir y cerrar de ojos, y tan bien lo hicieron que pudimos comprobar los resultados brincando encima. Nuestros vecinos de la derecha, colina arriba, se alegraron de ello puesto que tenían una puerta que daba a ese tejado, y les dijimos que podían utilizarlo, como habían hecho antaño, para extender sus mantas en verano. Quedaba mucho tejado para nosotros en la parte principal de la casa y en el lado izquierdo, que daba sobre la casa de abajo y sobre las de la parte de atrás.

Había mujeres subidas a los tejados, cosiendo mientras sus bebés jugaban, y en cada tejado había un parapeto como los que había visto en Jerusalén, para que los niños no se cayeran. Alguna gente tenía incluso macetas con plantas, pequeños árboles frutales y otras plantas que yo desconocía. A mí me encantaba estar allí arriba y contemplar el valle.

El frío del invierno había pasado casi del todo. Quedaba un aire fresco que me desagradaba, pero sabía que el tiempo cambiaría muy pronto.

Cleofás y su hijo mayor Josías, que todavía era pequeño, y Justus, un poco mayor y muy listo aunque era el hijo menor de Simón, se encargaron de enyesar el mikvah con el yeso impermeable que preparamos con los materiales de que disponíamos. Pronto la alberca quedó blanca y lista para llenar con agua de la cisterna. En el fondo tenía un diminuto desagüe por el que escurría agua constantemente, de manera que la alberca no contuviese agua estancada, sino viva, tal como requería la Ley de Moisés para la purificación.

– ¿Y es agua viva gracias a ese pequeño desagüe? -preguntó la pequeña Salomé-. Entonces, ¿es como si fuera un arroyo?

– Sí -dijo Cleofás, su padre-. El agua está en movimiento. Está viva. Más o menos.

Nos congregamos todos alrededor del mikvah la tarde en que terminamos de llenarlo. El agua era transparente y estaba muy fría. A la luz de las lámparas se veía muy bonito.

José y yo reconstruimos los enrejados para las enredaderas de la casa y de la parte delantera del patio, cuidando de romper lo menos posible las verdes plantas. Algunas se echaron a perder y fue una pena, pero pudimos salvar la mayoría y procedimos a anudarlas al enrejado con cordel nuevo.

Santiago se había puesto a arreglar los bancos, aprovechando lo rescatable de unos y juntándolo con lo rescatable de otros, a fin de tener unos pocos en buen estado.

A ratos llegaban vecinos para charlar en el patio, hombres de pocas palabras que iban camino de los campos o mujeres que se quedaban un rato, con sus cestos del mercado, la mayoría amigas de la vieja Sara pero pocas tan ancianas como ella, y también venían chicos a echar una mano. Santiago se hizo amigo de un tal Le vi, pariente nuestro, hijo de los primos que poseían tierras y olivares. Y al cabo de unos pocos días, Salomé ya había hecho buenas migas con un grupo de niñas de su edad que se reunían en casa y cuchicheaban y gritaban.

Las mujeres tenían más trabajo que nunca, mucho más que en Alejandría, donde podían comprar pan fresco e incluso patatas y verduras a diario. Aquí se levantaban muy temprano para hornear pan, y nadie traía agua. Tenían que ir a la fuente que había al salir del pueblo y volver con vasijas llenas. Aparte de esto, limpiaban las habitaciones de arriba que todavía no utilizábamos, también los bancos en cuanto Santiago hubo terminado con ellos, y fregaban el patio y barrían los suelos de la casa.

Eran suelos de tierra prensada similares a los de Alejandría, salvo que aquí la tierra era más dura y no había tanto polvo. Y las alfombras eran mucho mejores, más gruesas y mullidas. Cuando nos tumbábamos para la cena, con alfombras y cojines, nos sentíamos muy cómodos.

Finalmente llegó el sabbat. No nos dimos cuenta y ya estaba allí. Pero las mujeres habían preparado toda la comida de antemano, y fue un festín de pescado seco macerado en vino y luego asado, además de dátiles, nueces que yo nunca había probado y fruta fresca, combinado con muchas aceitunas y otras cosas exquisitas.

Una vez dispuesta la comida, encendimos la lámpara del sabbat. Esto le tocaba hacerlo a mi madre, y ella rezó la oración en voz baja mientras prendía la mecha.

Dijimos nuestras oraciones de acción de gracias por haber llegado sanos y salvos a Nazaret y empezamos, todos juntos, nuestro estudio, cantando y charlando y felices de celebrar el primer sabbat en casa.

Pensé en lo que José le había dicho a Filo. El sabbat nos convierte a todos en estudiosos, en filósofos. Yo no sabía muy bien qué era un filósofo, pero había oído antes esa palabra y la relacioné con aquellos que estudiaban la Ley de Moisés. El maestro, allá en Alejandría, había dicho que Filo era un filósofo.

Claro.

Así que ahora éramos estudiosos y filósofos en aquella gran habitación, limpia de polvo, y todos recién lavados, después de haber pasado por el mikvah y cambiado nuestras ropas por otras limpias, todo ello antes de la puesta de sol, y José leyendo a la luz de la lámpara. ¡Qué agradable era el aroma del aceite de oliva de la lámpara!

Teníamos nuestros pergaminos, igual que Filo, aunque ¡no en tal cantidad, por supuesto. Pero sí unos cuantos, aunque yo ignoraba la cantidad exacta pues procedían de cómodas que había en la casa y cuyas llaves guardaban José y la vieja Sara.

EJ incluso algunos pergaminos estaban escondidos, sepultados en el túnel, que los niños todavía no habíamos sido autorizados a ver. Si alguna vez los bandidos saqueaban la casa, si la incendiaban (me estremecía sólo de pensarlo), esos pergaminos estarían a salvo. ¡Tenía tantas ganas de ver el túnel! Pero los hombres dijeron que hacía falta apuntalarlo y que de momento era peligroso bajar allí.

José había sacado algunos pergaminos antes de que el sabbat empezara.

Los había muy antiguos y con los bordes deteriorados. Pero todos eran buenos.

– A partir de ahora no leeremos más en griego -dijo, abarcándonos a todos con la mirada-. Aquí en Tierra Santa sólo se lee en hebreo. ¿Tengo que explicarle a alguien por qué?

Todos reímos.

– Pero ¿qué voy a hacer con este libro que tanto amamos y que está en griego? -Sostuvo en alto el pergamino. Sabíamos que era el Libro de Jonás. Le suplicamos que lo leyera.

José rió. Nada le gustaba tanto como tenernos reunidos escuchando, y hacía mucho que no se daba esa circunstancia.

– Vosotros me diréis -continuó-: ¿debo leerlo en griego o contároslo en nuestra lengua?

Hubo vítores de contento. Nos encantaba cómo narraba la historia de Jonás.

Y de hecho nunca la había leído en griego sin acabar cerrando el libro para continuar él mismo el relato, pues le gustaba mucho.