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– Ellos tampoco hablaban griego -dijo Alfeo.

Cleofás rió:

– Y el Señor no habló griego en el monte Sinaí.

Mi tío Simón intervino con voz queda:

– Y el sumo sacerdote de Jerusalén, cuando impone sus manos sobre el carnero, seguramente se olvida de enumerar nuestros pecados en griego.

Todos se echaron a reír. Los mayores y tía María. Pero mi madre continuaba llorando. Tuve que quedarme a su lado.

Hasta José sonreía.

El maestro, enojado, prosiguió:

– … si hay hambruna venís a Egipto, si no hay trabajo venís a Egipto, si a Herodes le da la vena asesina venís a Egipto, ¡como si al rey Herodes le importara algo el destino de un puñado de judíos galileos como vosotros! ¡La vena asesina! Como si…

– Basta ya -dijo José.

El maestro calló.

Todos los hombres lo miraron. Nadie dijo una palabra ni se movió. ¿Qué había pasado? ¿Qué había dicho el maestro? La vena asesina. ¿Habían sido ésas sus palabras?

Hasta el propio Santiago tenía la misma expresión que los mayores.

– Oh, ¿pensáis que la gente no habla de estas cosas? -preguntó el maestro -. Como si yo creyera esas patrañas.

Nadie dijo nada.

Luego, en voz baja, José tomó la palabra.

– El Señor creó la paciencia para esto, pero la mía se ha agotado. Volvemos a casa precisamente porque es nuestro hogar -dijo mirando al maestro-, y porque es la tierra del Señor. Y porque Herodes ha muerto.

El maestro se quedó de piedra. Todo el mundo mostró su perplejidad, incluso mi madre. Las mujeres se miraron entre sí.

Todos los niños sabíamos que Herodes era el rey de Tierra Santa y un hombre malo. Hacía poco tiempo había hecho algo terrible, había profanado el Templo de Jerusalén, o eso oímos comentar a los hombres.

El maestro miraba ceñudo a José.

– No está bien decir una cosa así -lo reprendió-. No puedes decir esas cosas del rey.

– Está muerto -insistió José-. La noticia llegará dentro de dos días en el correo de Roma.

El maestro no supo qué cara poner. Todos los demás guardaron silencio, las miradas fijas en José.

– ¿Y cómo lo sabes? -preguntó el maestro.

No hubo respuesta.

– Tardaremos un poco en preparar el viaje -dijo José al cabo-. Hasta entonces, los chicos tendrán que trabajar con nosotros. Me temo que de momento se ha acabado la escuela para ellos.

– ¿Y qué pensará Filo cuando se entere de que os lleváis a Jesús? -preguntó el maestro.

– ¿Qué tiene que ver Filo con mi hijo? -terció mi madre, asombrando a todos los presentes.

Siguió un nuevo silencio.

Supe que no era un momento fácil.

Tiempo atrás el maestro me había llevado a presencia de Filo, un rico erudito, para presentarme como alumno ejemplar. Filo se había encariñado conmigo e incluso me llevó a la Gran Sinagoga -tan grande y tan hermosa como los templos paganos de la ciudad-, donde los judíos ricos se congregaban con ocasión del sabbat, un lugar al que mi familia nunca iba.

Nosotros íbamos a la pequeña Casa de Oración que había en nuestra misma calle.

Fue a raíz de aquellas visitas que Filo nos encargó trabajo: hacer puertas y bancos de madera y unas estanterías para su nueva biblioteca, y al poco tiempo sus amigos empezaron a encargar trabajos similares a nuestra familia, cosa que supuso buenos estipendios.

Filo me había tratado como a un invitado cuando me llevaron a conocerlo. E incluso cuando hubimos montado las puertas en sus pivotes y llevado los bancos recién pintados, Filo había pasado un rato hablando con nosotros y haciendo comentarios elogiosos sobre mí a José.

Pero ¿hablar de esto ahora?, ¿de que Filo me había tomado cariño? No era el momento. Los hombres miraban inquietos al maestro. Habían trabajado duro para Filo y sus amistades.

El maestro no respondió a mi madre.

José dijo:

– ¿A Filo le sorprenderá que me lleve a mi hijo conmigo a Nazaret?

– ¿Nazaret? -dijo el maestro con frialdad-. ¿Qué es eso? Nunca he oído hablar de Nazaret. Vosotros vinisteis de Belén. Aquella horrible historia… Filo opina que Jesús es el alumno más prometedor que ha tenido nunca; si se lo permitieras, él educaría a tu hijo. Eso es lo que Filo tiene que ver con tu hijo, él mismo se ofreció a encargarse de su educación…

– Filo no tiene nada que ver con nuestro hijo -repitió mi madre, sorprendiendo de nuevo a todos al tomar la palabra, mientras sus manos me sujetaban con fuerza por los hombros.

Adiós a aquella casa con suelos de mármol. Adiós a aquella biblioteca repleta de pergaminos y al olor a tinta. «El griego es la lengua del Imperio. ¿Ves esto? Es un mapa del Imperio. Sostenlo por ese extremo. Mira. Roma gobierna en toda esta extensión. Aquí está Roma, aquí Alejandría, ahí Jerusalén. Mira, ahí tienes Antioquia, Damasco, Corinto, Éfeso, todas grandes ciudades donde viven judíos que hablan griego y tienen la Tora en griego. Pero aparte de Roma no hay ciudad más grande que Alejandría, donde nos encontramos ahora.»

Volví al presente. Santiago me estaba mirando y el maestro me hablaba.

– … pero a ti te cae bien Filo, ¿no es así? Te gusta responder a sus preguntas. Te gusta su biblioteca.

– El se queda con nosotros -dijo José con calma-. No irá a ver a Filo.

El maestro continuó mirándome fijamente. Aquello no era justo.

– ¡Jesús, habla! -dijo-. Tú quieres que te eduque Filo, ¿verdad?

– Señor, yo haré lo que mis padres decidan -respondí y me encogí de hombros. ¿Qué más podía decir?

El maestro levantó las manos al cielo, meneó la cabeza y finalmente dijo:

– ¿Cuándo partiréis?

– Tan pronto podamos -respondió José-. Tenemos trabajo que terminar.

– Quiero comunicar a Filo que Jesús se marcha -dijo el maestro, y se dispuso a marchar, pero José añadió:

– Las cosas nos han ido bien en Egipto. -Sacó unas monedas y se las entregó-. Te agradezco que hayas enseñado a mis hijos.

– Sí, claro, y ahora te los llevas a… ¿cómo has dicho que se llama…? José, en Alejandría viven más judíos de los que hay en Jerusalén.

– Es posible, maestro -dijo Cleofás-, pero el Señor mora en el Templo de Jerusalén, y su tierra es la Tierra Santa.

Todos los hombres asintieron en señal de aprobación, y las mujeres asintieron también, lo mismo que yo y Salomé y Judas y Josías y Simeón.

El maestro no pudo menos que asentir con la cabeza.

– Y si terminamos pronto el trabajo -dijo José con un suspiro- podremos llegar a Jerusalén antes de la Pascua judía.

Todos lanzamos vítores al oírlo. Era estupendo. Jerusalén. La Pascua.

Salomé batió palmas y hasta el propio Cleofás sonrió.

El maestro inclinó la cabeza, se llevó dos dedos a los labios y nos dio su bendición:

– Que el Señor os acompañe en vuestro viaje. Y que lleguéis sanos y salvos a vuestra casa.

Luego partió.

De golpe, toda la familia empezó a hablar la lengua materna por primera vez en toda la tarde.

Mi madre se dispuso a curarme los cortes y las magulladuras.

– Oh, han desaparecido -susurró al examinarme-. Estás curado.

– Sólo eran magulladuras -dije. Estaba contentísimo de que volviéramos a casa.

2

Aquella noche después de cenar, mientras los hombres descansaban tumbados en sus esteras en el patio, se presentó Filo.

Se sentó a tomar un vaso de vino con José, como si no le preocupara ensuciarse la ropa blanca que vestía, y cruzó las piernas como haría cualquier hombre. Yo me senté al lado de José, confiando en escuchar lo que hablasen, pero mi madre me llevó dentro.

Se puso a escuchar detrás de la cortina y me dejó hacerlo a mí también. Tía Salomé y tía Esther se sumaron a nosotros.

Filo quería que me quedara a fin de instruirme para después volver a casa convertido en un joven culto. José lo escuchó en silencio y luego le dijo que no, que era mi padre y debía llevarme consigo a Nazaret, que eso era lo que tenía que hacer. Le dio las gracias por su ofrecimiento y le ofreció más vino, y añadió que se ocuparía de que yo recibiera una buena educación de judío.