Aunque yo me había aventurado por los alrededores del pueblo y había ido a ver el manantial, que me pareció muy bonito, no había bajado por la otra vertiente de la colina.
Las casas que había en lo alto eran iguales por fuera, de adobe encalado la mayoría de ellas, pero los patios eran incluso más grandes que el nuestro y las higueras y los olivos, muy viejos. En un portal, dos hermosas mujeres nos sonrieron, iban vestidas con el mejor lino que yo había visto en Nazaret, muy blanco y con ribetes dorados en el borde de los velos. Me gustó mirarlas. Vi un caballo atado en un establo, el primero que veía en Nazaret, y nos cruzamos luego con un hombre sentado a una mesa de escribir, leyendo sus pergaminos al aire libre. Saludó con el brazo a José.
La gente estaba en la calle, nos saludaba al pasar, algunos nos adelantaban porque íbamos despacio, otros venían detrás. No había atisbos de que nadie estuviera trabajando. Todo el mundo observaba el sabbat y se movía con lentitud.
Cuando llegamos a lo alto de la cuesta vi a mi primo Leví y a su padre Jehiel, y por primera vez contemplé su enorme casa con sus bien encajadas puertas y ventanas, sus celosías recién pintadas, y recordé que eran propietarios de gran parte de los terrenos contiguos.
Se pusieron en fila con nosotros. La calle era más serpenteante aquí que en la otra ladera, y cada vez había más personas que llevaban la misma dirección.
Una arboleda se extendía ante nosotros. Seguimos un sendero entre los árboles y allí estaba el manantial, llenando sus dos cuencas abiertas en la roca mientras el agua fluía y saltaba risco abajo.
La mayor de las cuencas estaba a rebosar, y era ahí donde muchos iban a lavarse las manos.
Eso hicimos nosotros, lavarnos las manos y la parte del brazo que podíamos sin mojarnos la ropa. El agua estaba fría. Muy fría. Miré hacia ambos lados. El arroyo serpenteaba como el camino que habíamos dejado atrás, pero alcancé a ver un buen trecho en las dos direcciones.
Me incorporé. Tuve que pellizcarme y frotarme para entrar en calor.
Allí estaba la Casa de Oración, o la sinagoga, un edificio grande a la izquierda del arroyo y un poco apartado del camino. La puerta estaba abierta y arriba había habitaciones a las que se llegaba por una escalera adosada a un lado, todo muy cuidado y con hierba verde.
Fuimos hasta allí y esperamos nuestro turno mientras otros entraban.
Cleofás, Alfeo, José, Simón y la vieja Sara se colocaron detrás de mí. Los otros siguieron adelante, primero las mujeres. Cleofás tomó a la vieja Sara del brazo, y Silas y Leví entraron. Santiago se situó también detrás de mí, con todos mis tíos y José.
José me empujó suavemente hacia el interior.
Los hombres me flanquearon por ambos lados.
Me quedé en el umbral de madera. Era un recinto mucho más grande que la sinagoga donde solíamos reunimos en Alejandría, que era sólo para nuestros vecinos. Y tenía bancos a lo largo de las paredes, colocados en gradería, de manera que la gente se sentaba como en un teatro o en la Gran Sinagoga de Alejandría, a la que yo había ido una vez.
Los bancos del lado izquierdo estaban ocupados por mujeres. Vi cómo mis tías y Bruria ocupaban sus sitios. Había muchos niños, sentados en el suelo y por todas partes, y también en el lado derecho, delante de los hombres. Había también una hilera de columnas, y al fondo un espacio para que un hombre leyera de pie.
Ya era momento de entrar. Había muchas personas esperando detrás de mí, y nadie delante. Pero un hombre alto se situó a la izquierda, un hombre con una larga barba grisácea y de aspecto suave, tan poblada en el labio superior que casi le ocultaba la boca. Sus ojos eran oscuros y tenía una cabellera larga hasta los hombros, sólo un poquito gris, bajo el chal de rezar.
El hombre alargó su mano delante de mí.
Habló con voz muy suave, mirándome al hacerlo, pero sus palabras iban dirigidas a los demás.
– Conozco a Santiago, sí, y a Silas y Leví, los recuerdo, pero ¿y éste? ¿Quién es?
Yo guardé silencio. Todo el mundo nos estaba mirando y eso no me gustó.
Empecé a asustarme.
Entonces habló José:
– Es mi hijo. Jesús hijo de José hijo de Jacob -dijo.
Los que estaban detrás de mí se me acercaron más. Cleofás me puso la mano en la espalda, y lo mismo hizo Alfeo. Mi tío Simón se colocó también detrás y apoyó una mano en mi hombro.
El hombre de la barba, de rostro sereno, me miró fijamente y luego miró a los demás.
Entonces oí la voz de la vieja Sara, tan clara como antes. Estaba detrás de todos nosotros.
– Ya sabes quién es, Sherebiah hijo de Janneus -dijo-. ¿Hace falta que te diga que hoy es el sabbat? Déjale entrar.
El rabino debía de estar mirándola, pero yo no podía volver la cabeza. Miré al frente y tal vez vi el suelo de tierra, o la luz que entraba por las celosías, o todos los rostros vueltos hacia nuestro grupo. Pero, viera lo que viese, supe que el rabino se dio la vuelta y que otro de los rabinos allí presentes -y había dos en el banco- le susurró algo.
Y acto seguido supe que íbamos a entrar en la sinagoga.
Mis tíos ocuparon el extremo del banco. Cleofás se sentó en el suelo y me indicó que me sentara yo también. Santiago, que ya había estado allí, tomó asiento al lado de Cleofás. Luego los otros dos chicos se levantaron y vinieron a sentarse con nosotros. Ocupábamos la esquina interior.
La vieja Sara avanzó con ayuda de tía Salomé y tía María hasta el banco de las mujeres. Y por primera vez pensé: «Mi madre no ha venido.» Podía haberlo hecho, dejar los pequeños al cuidado de Riba, pero no había venido.
El rabino dio la bienvenida a muchas personas hasta que la sinagoga estuvo llena.
No levanté la vista cuando empezaron a hablar. Supe que el rabino recitaba de memoria cuando cantó en hebreo:
– Es Salomón quien habla -dijo-, el gran rey. Señor, Señor de nuestros padres, Señor misericordioso, tú creaste al hombre para que gobernara sobre la creación, mayordomo del mundo… para que administrara justicia con el corazón virtuoso. Otórgame sabiduría, Señor, y no me niegues un lugar al lado de tus siervos.
Mientras lo pronunciaba, los hombres y los chicos empezaron lentamente a repetir cada frase, y el rabino hacía pausas para que pudiéramos seguirlo.
Mi temor remitió, pues la gente se había olvidado de nosotros. Pero yo no olvidaba que el rabino nos había interrogado y había pretendido impedirnos la entrada. Recordé las extrañas palabras que mi madre me había dicho en Jerusalén. Recordé sus advertencias. Supe que algo andaba mal.
Estuvimos varias horas en la sinagoga. Se leyó y se habló. Algunos niños se quedaron dormidos. Al cabo de un rato la gente empezó a desfilar. Algunos iban saliendo y otros llegando. Allí dentro se estaba bien.
El rabino fue de un lado a otro haciendo preguntas e invitando a dar respuestas. De vez en cuando se oían risitas. Cantamos un poco y después se habló de la Ley de Moisés, dando lugar a discusiones acaloradas por parte de los hombres. Pero a mí me entró sueño y me dormí con la cabeza apoyada en las rodillas de José.
En cierto momento desperté y todo el mundo estaba cantando. Era muy bonito, y no se parecía en nada a los cánticos de la gente en el Jordán.
Volví a quedarme dormido.
José me despertó para decirme que volvíamos a casa.
– ¡No puedo llevarte en brazos durante el sabbat! -susurró-. Levanta.
Lo hice. Salí con la cabeza gacha, sin mirar a nadie a la cara.
Llegamos a casa. Mi madre, que estaba recostada contra la pared, cerca del brasero, y arrebujada en una manta, levantó la vista. Miró a José y noté que lo interrogaba con los ojos.
Me acerqué a ella y me eché a su lado, con la cabeza en sus piernas. Me adormilé a ratos.
Desperté varias veces antes de la puesta de sol. En ningún momento estuvimos a solas.