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Mis tíos hablaban en voz baja a la luz de las lámparas que no debían apagarse durante el sabbat.

Aunque hubiera tenido la ocasión de hacerle alguna pregunta a José, ¿qué le habría preguntado? ¿Qué podía preguntar que él quisiera responder, que no me hubiera prohibido preguntar? Yo no quería que mi madre supiese que el rabino me había parado en la puerta de la sinagoga.

Mis recuerdos se enlazaban como eslabones de una cadena: la muerte de Eleazar en Alejandría y todo lo que vino después, paso a paso. ¿Qué habían dicho aquella noche, antes de partir, acerca de Belén? ¿Qué había pasado en Belén? Yo había nacido allí, pero ¿de qué estaban hablando?

Vi a aquel hombre agonizando en el Templo, la muchedumbre asustada e intentando escapar, el largo viaje, las llamaradas que subían al cielo. Oí a los bandidos. Me estremecí. Sentí cosas que no logré relacionar con palabras.

Pensé en Cleofás cuando creyó que iba a morir en Jerusalén, y luego en mi madre en aquel tejado. «Te digan lo que te digan en Nazaret… un ángel se apareció… no había ningún hombre… una niña que tejía para el Templo, hasta que fue demasiado mayor… un ángel se apareció.»

José dijo:

– Vamos, Yeshua, ¿cuánto tiempo vas a poner esa cara de preocupación? Mañana iremos a Séforis.

16

El camino de Séforis, salpicado de otros pueblos más pequeños, estaba repleto de gente ya desde Nazaret. Inclinamos la cabeza al pasar por delante de las cruces, aunque ya no había ningún cuerpo en ellas. Se había derramado sangre en la región y estábamos apenados. Vimos casas reducidas a cenizas, también árboles quemados, y gente que mendigaba diciendo que lo habían perdido todo por culpa de los bandidos o los soldados.

Nos detuvimos repetidas veces para que José les diera monedas de la bolsa familiar. Mi madre les dedicaba palabras de consuelo.

Los dientes me castañeteaban y mi madre pensó que tenía frío, pero no era eso, sino la visión de las casas incendiadas de Séforis, a pesar de que buena parte de la ciudad estaba intacta y que la gente compraba y vendía tranquilamente en el mercado.

Mis tías vendieron el lino bordado de oro que habían traído de Egipto con ese único propósito, y obtuvieron más de lo que esperaban; lo mismo pasó con los brazaletes y las tazas. La bolsa del dinero abultaba cada vez más.

Nos acercamos a los que lloraban a sus muertos entre vigas quemadas y cenizas, o a aquellos que preguntaban: «¿Habéis visto a éste, habéis visto a aquél?» Dimos un poco de dinero a las viudas. Y durante un rato lloramos, quiero decir, la pequeña Salomé y yo, y también las mujeres. Los hombres habían seguido adelante.

Era el centro mismo de la ciudad lo que había ardido, según nos contaron; el palacio de Herodes, el arsenal, y también las casas próximas a éste donde se habían hecho fuertes los rebeldes.

Ya había hombres despejando el terreno para empezar la reconstrucción.

Se veían soldados del rey Herodes por todas partes, alertas y vigilantes, pero los que estaban de duelo no se fijaban en ellos. Era un espectáculo muy humano: el llanto, el trabajo, el luto, la actividad del mercado… Los dientes ya no me castañeteaban. El cielo estaba de un azul intenso y el aire era frío pero limpio.

En una casa cercana vi unos cuantos soldados romanos que parecían dispuestos a marcharse de la ciudad cuanto antes. Deambulaban delante de las puertas con aire impaciente. El sol se reflejaba en sus cascos.

– Oh, sí, parecen inofensivos -dijo una mujer que vio que yo los miraba.

Tenía los ojos enrojecidos y la ropa cubierta de ceniza y polvo-. Pero el otro día hicieron una matanza aquí, y a cambio de dinero permitieron que los mercaderes de esclavos cayeran sobre nosotros y encadenaran a nuestros seres queridos. Se llevaron a mi hijo, mi único hijo varón, ¡y ahora no volveré a verlo! Pero ¿qué había hecho él, aparte de ir por la calle en busca de su hermana? A ella también se la llevaron, pese a que únicamente trataba de llegar a la casa de su suegra. ¡Son unos malvados!

Al escuchar esta historia, Bruria rompió a llorar por su hijo. Al final fue con su esclava hasta una pared donde la gente dejaba mensajes para sus desaparecidos. Pero Bruria confiaba muy poco en tener noticias suyas.

– Ten cuidado con lo que escribes ahí -la advirtió mi tía Salomé. Las otras mujeres asintieron con la cabeza.

De las ruinas salían hombres pidiendo gente para trabajar:

– ¿Vais a quedaros aquí lloriqueando todo el día? ¡Os pago por ayudarme a retirar los escombros de mi casa! Y otro:

– Necesito gente para transportar cubos de tierra. ¿Quién se ofrece? -Enseñó unas monedas que destellaron al sol.

La gente maldecía al tiempo que lloraba. Maldecía al rey, a los bandidos, a los romanos. Unos fueron a trabajar y otros no.

Abriéndose paso entre la multitud aparecieron nuestros hombres, con una carreta nueva llena de tablones de madera y sacos de clavos, e incluso tejas, motivo de discusión entre ellos. Cleofás dijo que eran una buena compra, y bastante baratas, mientras que José dijo que con el adobe el tejado ya estaba bien. Alfeo estuvo de acuerdo con este último y añadió que la casa era demasiado grande para tejarla toda.

– Además, visto todo este afán de construir, por aquí se van a acabar las tejas enseguida.

Unos hombres los abordaron ofreciéndoles trabajo.

– ¿Sois carpinteros? Os pago el doble de lo que os ofrezca cualquiera.

Vamos, ¿qué decís? Podéis empezar a trabajar ahora mismo.

José negó con la cabeza.

– Acabamos de llegar de Alejandría. Sólo hacemos trabajos especializados…

– ¡Pues es lo que yo necesito! -dijo un hombre orondo y bien vestido-. He de terminar una casa entera para mi señor. Se ha quemado todo. No queda otra cosa que los cimientos.

– Tenemos trabajo de sobra en nuestro pueblo -explicó José, mientras intentábamos seguir nuestro camino.

Los hombres nos rodearon, querían comprarnos la madera de la carreta y utilizarnos como cuadrilla. José les prometió que volveríamos tan pronto nos fuera posible. El mayordomo del hombre rico se llamaba Jannaeus.

– Me acordaré de vosotros -dijo-: los egipcios.

Nos reímos del comentario y, finalmente, pudimos salir de allí y encaminarnos de regreso a la paz del campo. Pero así fue como acabaron conociéndonos, como «los egipcios».

Volví la cabeza y vi a lo lejos todo aquel trajín humano bajo el sol de poniente. Tío Cleofás me dijo:

– ¿Alguna vez te has fijado en un hormiguero?

– Sí.

– ¿Y has pisado alguno?

– No, pero vi cómo otro niño pisaba uno.

– ¿Qué hicieron las hormigas? Correr como locas de un lado al otro, ¿verdad? Pero no abandonaron el hormiguero, y luego lo reconstruyeron. Es lo que pasa con esta guerra, sea pequeña o grande. La gente sigue con su vida.

Se levanta y sigue adelante porque necesita comer y un techo, y vuelve a empezar ocurra lo que ocurra. Y un día los soldados pueden apresarte y venderte como esclavo, y al siguiente ni siquiera se fijan en ti cuando pasas, porque alguien ha dicho que todo terminó.

– ¿Por qué te haces el sabio con mi hijo? -lo pinchó José.

Caminábamos a paso lento detrás de la carreta.

– Si no me hubiese pescado una mujer -respondió Cleofás, riendo-, yo habría sido profeta.

Toda la familia rió a carcajadas, incluso yo. Su mujer, mi tía, dijo:

– Habla mejor que canta. Y si hay un salmo en que salga una hormiga, no dejará de cantarlo.

Mi tío se puso a cantar y su esposa gruñó, pero enseguida le hicimos coro.

Nosotros no conocíamos ningún salmo donde saliera una hormiga.

Cuando Cleofás se hartó de cantar, dijo:

– Debería haber sido profeta.

José rió.

– Pues empieza ahora -dijo mi tía-, dinos si va a llover antes de que lleguemos a casa.

Cleofás me agarró del hombro y me miró a los ojos:

– Tú eres el único que siempre me escucha. Te diré una cosa: ¡a los profetas no les hacen caso en su propia tierra!