Выбрать главу

– En Egipto yo tampoco te hacía caso -rió su mujer.

Después de que todos, incluido Cleofás, nos hubiéramos reído de esto, mi madre dijo:

– Yo sí te hago caso, hermano. Siempre.

– Es cierto, hermana -reconoció él-. Y no te importa cuando le enseño a tu hijo un par de cosas, porque él no tiene abuelos en este mundo, y yo de joven fui casi escriba.

– ¿Casi fuiste escriba? -pregunté-. No tenía ni idea.

José me llamó la atención agitando un dedo y meneó exageradamente la cabeza: «No es verdad.»

– ¿Qué sabrás tú de eso, hermano? -saltó Cleofás, divertido-. Cuando llevamos a María a Jerusalén para entregarla a la casa donde tejían los velos, yo estudié varios meses en el Templo. Estudié con los fariseos, con los más eruditos. Me sentaba a sus pies. -Me dio unos golpecitos en el hombro para cerciorarse de que le escuchaba-. Hay muchos maestros en las columnatas del Templo. Los mejores de Jerusalén y, bueno, sí, también algunos no tan buenos.

– Y unos cuantos alumnos «no tan buenos» -apostilló Alfeo.

– ¡Ah, lo que habría podido ser yo si no me hubiera ido a Egipto! -se lamentó Cleofás.

– Pero ¿por qué fuiste? -pregunté.

Me miró y se produjo un silencio. Seguimos andando, callados.

– Fui -respondió al cabo con una afable sonrisa- porque mi familia iba: tú, mi hermana, su marido y los hermanos de él…

Esa no era una verdadera respuesta a mi pregunta.

Oí tronar largo y grave.

Inmediatamente apretamos el paso, pero nos pilló una llovizna y hubimos de desviarnos del camino para guarecernos bajo unos árboles. El suelo estaba cubierto de hojarasca.

– Muy bien, profeta -dijo mi tía María-, ahora haz que pare la lluvia para que podamos continuar.

Todos reímos, pero José comentó:

– Un santo sí puede hacer que llueva o deje de llover. Hablo en serio. En Galilea hubo un hombre santo, Joni el trazador de círculos, de los tiempos de mi bisabuelo, que era capaz de conseguirlo.

– Sí, pero diles a los niños lo que le pasó -intervino mi tía Salomé-. Te dejas la mejor parte.

– ¿Qué le pasó a Joni? -preguntó Santiago.

– Los judíos lo lapidaron en el Templo -dijo Cleofás encogiéndose de hombros-. ¡No les gustó su oración! -Se echó a reír. Y siguió riendo a carcajadas, como si cada vez le pareciera más divertido.

Pero yo no fui capaz de reírme.

La lluvia arreció, las ramas ya no nos protegían y empezábamos a mojarnos.

Se me ocurrió una cosa, un pensamiento tan diminuto que lo imaginé no más grande que mi dedo meñique. «Quiero que pare esta lluvia.» Simple de mí, pensar estas cosas. Hice inventario de todo lo sucedido -los gorriones, Eleazar…-y luego miré hacia arriba.

Había dejado de llover.

Me quedé pasmado contemplando las nubes, incapaz de hacer nada, de respirar siquiera.

Todo el mundo se alegró mucho. Salimos de nuevo al camino y continuamos hacia Nazaret.

No le dije nada a nadie, pero estaba preocupado, muy preocupado. Sabía que nunca podría contarle a nadie lo que acababa de hacer.

Al llegar, Nazaret me pareció muy bonito, la pequeña calle y las casas blanqueadas y las enredaderas que crecían en nuestros enrejados pese al frío.

Me pareció incluso que la higuera había echado todavía más hojas en estos últimos días.

Y allí estaba Sara, esperándonos. El pequeño Santiago le estaba leyendo al viejo Justus. Y los más pequeños se encontraban jugando en el patio o corriendo por las habitaciones.

Toda la tristeza y la pena de Séforis había quedado atrás.

Lo mismo que la lluvia.

17

Esa noche se decidió que yo me quedaría a trabajar con José en la casa y que Alfeo y sus hijos Leví y Silas, así como Cleofás y quizá Simón, irían al mercado de Séforis para conseguir una cuadrilla de peones. Había dinero y hacía buen tiempo.

Se decidió asimismo que, al margen de dónde trabajara cada cual, los chicos visitaríamos la sinagoga donde se impartían las clases y estudiaríamos allí con los tres rabinos. Hasta que nos dejaran marchar, probablemente a media mañana, no nos reuniríamos con los mayores.

Yo no quería ir a las clases. Y cuando caí en la cuenta de que, una vez más, todos los hombres de la familia venían con nosotros colina arriba, me entró miedo.

Luego vi que Cleofás llevaba al pequeño Simeón de la mano, y que tío Alfeo llevaba al pequeño Josías y tío Simón a Silas y Leví. Quizás era la manera.

En la escuela nos encontramos a tres hombres que yo había visto en la sinagoga. Nos acercamos al más anciano, el cual nos indicó por señas que entráramos. Aquel hombre no había hablado ni enseñado durante el sabbat.

Era, como digo, un hombre muy viejo, y yo no había llegado a mirarle del todo porque me dio miedo hacerlo en la sinagoga. Pero él era el maestro.

– Éstos son nuestros hijos, rabino -dijo José-. ¿Qué podemos hacer por ti?

Ofreció al rabino una bolsa de dinero, pero el rabino no la cogió. Sentí un vahído.

Yo nunca había visto rechazar una bolsa de dinero. Al levantar los ojos vi que el rabino me estaba mirando. De inmediato bajé la mirada. Quería llorar.

No pude recordar una sola palabra de lo que mi madre me había dicho aquella noche en Jerusalén. Sólo me acordaba de su cara y de cómo me había hablado en susurros. Y el aspecto de Cleofás en su lecho de enfermo, cuando habló y todos creímos que se iba a morir.

El anciano tenía el pelo y la barba completamente blancos. Con la mirada fija en los bajos de su túnica, advertí que la tela era de buena calidad, las borlas cosidas con el apropiado hilo azul.

Habló con voz suave y afable:

– Sí, José. Conozco a Santiago, Silas y Leví, pero ¿Jesús hijo de José?

Los hombres que estaban detrás de mí no dijeron nada.

– Rabino, viste a mi hijo en el sabbat -dijo José-. Tú sabes que es mi hijo.

No necesité mirar a José para adivinar que estaba soliviantado. Hice acopio de fuerzas y levanté la vista hacia el anciano, que miraba a José.

Entonces, sin poder evitarlo, rompí a llorar en silencio. Mis ojos parecían serenos, pero las lágrimas estaban allí. Tragué saliva y aguanté como pude.

El anciano no dijo nada. Todos callaban.

José habló como si pronunciara una oración:

– Jesús hijo de José hijo de Jacob hijo de Matan hijo de Eleazar hijo de Eliud de la tribu de David, que vino a Nazaret por unas tierras que le concedió el rey para establecerse en la Galilea de los gentiles. E hijo de María hija de Ana hija de Matatías y Joaquín hijo de Samuel hijo de Zakai hijo de Eleazar hijo de Eliud de la tribu de David; María de Ana y Joaquín, una de las que fueron enviadas a Jerusalén para estar entre las ochenta y cuatro menores de doce años y un mes elegidas para tejer los dos velos anuales para el Templo, como así lo hizo ella hasta que tuvo edad para volver a casa. Y así consta en los archivos del Templo, sus años de servicio y este linaje, como se hizo constar el día en que el niño fue circuncidado.

Cerré y abrí los ojos. El rabino parecía complacido, y cuando vio que yo le miraba, me sonrió incluso. Luego volvió a mirar a José.

– No hay nadie aquí que no recuerde vuestros esponsales -dijo-. Y hay también otras cosas que todos recuerdan, ya me entiendes.

Otro silencio.

– Recuerdo -prosiguió el rabino, sin alterar el tono- el día en que tu joven prometida salió de la casa y alborotó a todo el pueblo…

– Rabino, estamos ante niños pequeños -dijo José-. ¿No son los padres quienes tienen que contarles esas cosas a sus hijos cuando llega el momento?

– ¿Los padres? -preguntó el rabino.

– Según la Ley, soy el padre del niño -dijo José.

– Pero di: ¿dónde se celebraron tus esponsales y dónde nació tu hijo?