– Y ¿no fue la Sabiduría quien dijo que cuando el Señor creó el mundo, la Sabiduría estaba allí como maestro artesano? Y si la Sabiduría no es el Señor, ¿qué es la Sabiduría? -Hice una pausa. No sabía de dónde había sacado eso-. Fue a los carpinteros a quienes Nabucodonosor llevó a Babilonia después de indultarlos, porque sabían construir, y cuando Ciro el Grande decretó que podían regresar, los carpinteros volvieron para edificar el Templo como el Señor había indicado que lo construyeran.
Silencio.
El rabino se retrepó. No pude descifrar la expresión de su rostro. Bajé la vista. ¿Qué había dicho yo? Miré de nuevo.
– Rabino, señor -dije-, desde los tiempos del Sinaí, donde hay Israel hay un carpintero; un carpintero para construir el tabernáculo; fue el Señor quien dio las medidas del tabernáculo, y…
El rabino me hizo callar. Rió y levantó una mano pidiendo silencio.
– Es un buen niño -dijo mirando a José-. Me gusta este niño.
Los otros asintieron con la cabeza como lo hacía el anciano. Hubo más risas, no carcajadas sino risas comedidas por toda la sala.
El rabino señaló el suelo, delante de él.
Me senté en la estera.
El rabino recibió a Santiago y los otros chicos, hablando brevemente con ellos de forma amistosa, pero yo no presté atención. Sólo sabía que había pasado lo peor. El corazón me latía tan fuerte que pensé que los demás podrían oírlo. Aún no me había secado las lágrimas, pero ya no lloraba.
Por fin, los hombres se marcharon. Empezó la clase.
El viejo rabino recitó preguntas y sus respuestas, que los chicos repetíamos, y cuando las puertas se cerraron dejó de hacer fresco en la sala.
Aquella mañana no me dijeron nada más, y yo no pedí la palabra, pero sí recité y canté con los otros, y miré al rabino y éste me miró a mí.
Una vez en casa, durante la comida familiar, hubo pocas ocasiones para preguntar nada, pero adiviné por las caras de los demás que nunca me dirían por qué el rabino me había hecho tantas preguntas; lo noté en sus miradas, su intento de hacerme creer que no ocurría nada.
Mi madre estaba muy contenta, y comprendí que no se lo habían explicado.
Parecía una muchacha mientras se ocupaba de los platos y nos decía que comiéramos un poco más.
Yo me sentía cansado como si hubiéramos estado todo el día poniendo losas de mármol. Entré en la habitación de las mujeres sin darme cuenta, me tumbé en la estera de mi madre y me quedé dormido.
Cuando desperté, me llegó aroma de gachas y pan reciente. Todo el mundo hablaba. Me había pasado la tarde durmiendo como un bebé, y ya era hora de cenar. Fui al baño y me lavé la cara y las manos con agua fría de la jofaina, y después me arrodillé para lavarme las manos en el mikvah. Volví y me senté a comer.
Me dieron un cuenco de delicioso requesón con miel.
– ¿Qué es? -pregunté.
– Tú come -dijo Cleofás-. ¿No sabes qué es?
Entonces José rió un poco y todos mis tíos se contagiaron como si aquella risa fuera un viento que agitara los árboles.
Mi madre miró el cuenco y dijo:
– Deberías comerlo, si te lo ha dado tu tío.
Cleofás dijo en voz baja pero perfectamente audible:
– «Comerá cuajada y miel hasta que sepa rechazar lo malo y escoger lo bueno.»
– ¿Sabes quién dijo esas palabras? -preguntó mi madre.
Yo estaba comiendo la cuajada con miel. Satisfecho, le pasé el cuenco a Santiago pero él no quería. Se lo di a José y éste lo pasó al de al lado.
– Sé que fue Isaías -contesté a mi madre-, pero no recuerdo más que eso.
Mi respuesta les hizo reír. Yo me reí también, pero la verdad es que no lo recordaba. Quizá no había vuelto a pensar en ello.
Quería aprovechar un hueco, sólo uno, para hacerle una pregunta a Cleofás, pero la oportunidad no se presentó. Estaba anocheciendo ya. Había dormido demasiado y no había hecho mi trabajo después de la clase. No podía permitir que eso volviera a pasar.
18
A medida que pasaban los días le fui tomando gusto a las clases matinales.
Los tres rabinos eran conocidos como los «Mayores» y el más viejo de los tres era el maestro principal además de sacerdote -aunque su avanzada edad le impedía desplazarse a Jerusalén-. Nos contaba unas historias maravillosas y se llamaba Berejaiah hijo de Fineas. Siempre estaba en casa a media tarde si alguno de los chicos quería ir a verle. Vivía cerca de la cima misma de la colina en una casa espaciosa, pues su mujer era rica.
Por las mañanas repetíamos y aprendíamos de memoria pasajes de los libros sagrados, como habíamos hecho en Alejandría, pero aquí era siempre en hebreo, y solíamos hablar en nuestra lengua. Con un poco de insistencia no era difícil conseguir que el rabino nos contara aventuras.
Por las tardes estaba siempre en su biblioteca, con las puertas abiertas al patio, una habitación modesta (según decía él, y de hecho lo era en comparación con la gran biblioteca de Filo) pero cálida y acogedora. Él nunca parecía reacio a contestar preguntas, y por muy cansado que estuviera yo de trabajar, siempre subía a sentarme un rato a sus pies. Los sirvientes eran amables y nos traían agua fresca. Yo habría pasado horas allí escuchando sus historias, pero tenía que volver a casa.
El rabino más joven, bastante reservado, se llamaba Sherebiah y era también sacerdote, aunque tampoco podía ir ya al templo pues había sufrido un terrible accidente al ser asaltado junto con sus hermanos por unos ladrones camino de Jerusalén. Los ladrones lo habían arrojado por un risco y a raíz de eso hubo que amputarle una pierna.
Usaba una pata de palo, aunque la ropa impedía que se le viera; parecía un hombre normal y de aspecto muy saludable y ligero. Pero un sacerdote cojo o manco no podía ir ante el Señor, de modo que oficiaba de rabino en la escuela del pueblo y era muy buscado por sus enseñanzas. Contaban que se había hecho fariseo a partir del accidente. Sus hermanos, también sacerdotes, vivían en la cercana Cafarnaum.
El otro rabino del trío de los Mayores, el que nos había dado la bienvenida en la sinagoga, se llamaba Jacimus y era un gran fariseo -aunque los tres llevaban borlas azules en sus túnicas-. Era muy estricto en todos los hábitos que intentaba inculcarnos.
Todos los familiares del rabino Jacimus -numerosos tíos, hermanos y hermanas con sus maridos e hijos- eran fariseos y cenaban únicamente unos con los otros, práctica habitual entre los fariseos, y las costumbres de Nazaret no siempre eran de su agrado. Pero todo el mundo acudía a ellos en busca de consejo. Dos hermanos del rabino Jacimus eran escribas que redactaban cartas para gente del pueblo, e incluso leían cartas remitidas a personas muy mayores o poco diestras en la lectura. Estos hombres redactaban también otros documentos, y se los solía ver ocupados en sus patios pasando por escrito lo que les dictaba otra persona.
Los tres maestros ejercían de jueces en disputas diversas, pero había otros hombres muy ancianos que raramente salían de sus casas debido a su edad y que solían venir con ellos si había que hacer algún trabajo.
De hecho, también al viejo Justus, nuestro tío, venían a preguntarle a veces su opinión. Justus había perdido el habla, y yo, como cualquier otro, veía que él no sabía lo que le estaban diciendo, pero la gente le contaba sus preocupaciones y el viejo asentía con la cabeza. Agrandaba mucho los ojos y sonreía. Le encantaba que la gente le dijera cosas, y la gente a su vez se sentía bien y se marchaba dándonos las gracias a todos.
Entonces mi madre y la vieja Sara meneaban la cabeza.
Debo decir que muchas personas acudían a esta última. Hombres y mujeres por igual. A veces me parecía que la vieja Sara era tan venerable como decía la gente, por su edad como por su inteligencia y agilidad mental, tanto que algunos ya no la consideraban un ser humano.
Y fue escuchando esta clase de conversaciones como me enteré de cosas relativas al pueblo, muchas de las cuales yo quería saber, pero algunas no.