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A mí no me importaba, pero prefería estudiar en Nazaret.

Lo que más me gustaba, aparte de la escuela, era la excursión a Séforis y el regreso, porque el aire era cálido, la cosecha estaba casi concluida y los árboles lucían preciosos. Ya no había capullos en los almendros, pero otros muchos árboles estaban repletos de hojas hermosas. En cada trayecto veía cosas nuevas.

Yo quería desviarme del camino y perderme por el monte, pero no podía ser. Así pues, a veces me adelantaba y exploraba un poco los alrededores.

«Algún día -pensaba- tendré tiempo para perderme en esas pequeñas aldeas que salpican los vallecitos.» Pero de momento estaba completamente ocupado entre el trabajo y la escuela. ¿Quién hubiera podido pedir más de lo que teníamos?

19

No sé cuántos días pasaron hasta que empecé a sentirme mal.

Una tarde tuve fiebre. Cleofás se dio cuenta antes que yo, y luego Santiago dijo que él también se encontraba mal. Cleofás me puso la mano en la frente y dijo que teníamos que volver enseguida a Nazaret.

José me llevó a cuestas la última hora de camino. Me desperté con mucha sed y un fuerte escozor en la garganta. Mi madre estaba asustada cuando me acostó. La pequeña Salomé también estaba indispuesta. Primero fuimos cuatro y después cinco, acostados en la misma habitación.

Oía toser continuamente a mi alrededor. Mi madre me aplicaba agua a los labios. La oí decir a Santiago:

– ¡Tienes que bebértela! ¡Despierta!

La pequeña Salomé gemía, y cuando la toqué, la encontré ardiendo.

– Quién sabe qué puede ser -me dijo mi madre-. Quizá viene de los romanos. Podrían haberlo traído ellos. O quizás es porque hemos estado fuera y ahora estamos en casa. En el pueblo no hay nadie más enfermo, sólo nuestros niños.

Pero mi tía María enfermó también. Cleofás la llevó a la habitación y la acostó. Pronunció el nombre de ella como si estuviera enfadado, pero no lo estaba. Y ella no le respondía. Yo vi todo esto, aunque medio dormido. La vieja Sara vino a cantarnos. Cuando yo no podía verla bien en la penumbra, al menos oía su voz.

Tenía todo el cuerpo dolorido -los hombros, las caderas, las rodillas- pero podía dormir. Podía soñar. Por primera vez tuve la sensación de que dormir era un lugar donde estar. Hasta aquel momento de mi vida siempre me había resistido a dormir. Nunca quería dejarme llevar por el sueño. Incluso cuando tenía miedo por los incendios, yo quería que el fuego se apagara y que los bandidos se marcharan, mas no quería dormir. Dejarme mecer en brazos de mi madre, eso sí. Sentirme en casa, sano y salvo, eso sí. Pero dormir no.

Enfermo y con los hombros y las piernas doloridos, me hizo bien sumirme en un sueño profundo. Empecé a soñar cuando aún estaba despierto. Fue el sueño más placentero que había tenido nunca. Sabía que estaba en Nazaret.

Sabía que mi madre estaba allí conmigo y que tía María estaba acostada cerca.

Sabía que me encontraba a salvo.

Pero al mismo tiempo estaba caminando por un palacio. Era mucho más grande que la casa de Filo, y cuando llegué al fondo de una sala vi el mar azul.

La costa era rocosa y describía una curva, y abajo en el jardín había teas encendidas. Muchas teas. El techo estaba sostenido por columnas. Conocía el estilo de aquellas columnas, las hojas de acanto talladas en los capiteles.

Un ser alado estaba sentado en un banco de mármol. Parecía un hombre, un hombre muy agraciado. Pensé en Absalón, el hijo de David, que había sido muy apuesto, y entonces sucedía la cosa más extraña: a aquel hombre le crecía mucho el pelo, en longitud y espesura.

– Intentas parecer Absalón -le decía yo.

– Vaya, eres muy listo para tu edad, ¿eh? -replicaba él-. El rabino te quiere mucho. -Su voz era suave y melodiosa. Sus ojos, azules como el mar, le brillaban. Su túnica tenía ribetes verdirrojos, una enredadera repleta de flores diminutas-. Sabía que esto te iba a gustar -añadía, sonriendo-. Lo que me gustaría saber es… ¿Qué crees que estás haciendo aquí?

– ¿Aquí? ¿En este palacio? Soñar, por supuesto. -Me reía de él y en el sueño oía mi risa. Luego contemplaba el mar y veía muchas nubes amontonadas en el cielo, y hacia el horizonte unos barcos navegando. Casi creía ver los remos hundirse en las olas, y los hombres al timón. Todo era diáfano bajo la luna llena.

Todo era belleza a mi alrededor.

– Sí, es un palacio adecuado para un emperador -decía él-. ¿Por qué no vives en un palacio así?

– ¿Por qué habría de hacerlo?

– Bueno, sin duda es mucho mejor que la tierra y la inmundicia de Jerusalén -decía él con su tono afable y su amable sonrisa.

– ¿Estás seguro de eso? -preguntaba yo.

– He vivido en ambos sitios. -Su rostro se ensombrecía antes de mirarme con desprecio.

Yo volvía a contemplar los barcos, que se movían raudos y ligeros bajo la luna, navegando de noche cuando la noche era un momento peligroso para hacerlo, pero ¡tan hermosos!

– Esas hermosas galeras han zarpado de Ostia -decía él-. Tu Arquelao está ansioso por volver a casa, igual que sus hermanos y su hermana.

– Lo sé.

– ¿Quién eres? -exigía saber el ser, impaciente. Después de todo, aquel sueño tenía que terminar tarde o temprano, como todos los sueños.

El estaba enojado pero trataba de disimular, sin conseguirlo. Me hizo pensar en mis hermanos pequeños. Pero aquel ser alado no era un niño.

– ¡Y tú tampoco lo eres! -me decía.

– Vaya, por fin lo entiendo -replicaba yo, comprendiéndolo con repentina satisfacción-. Cuando me hablas así es porque no sabes lo que va a pasar, ¿verdad? ¡No sabes qué ocurrirá! -Soltaba una carcajada y añadía-: Ese es tu sino: no saber cómo acabará.

El se enfadaba tanto que ya no podía mantener la sonrisa. Y a continuación rompía a llorar. No podía aguantarse. Era un llanto intermitente de hombre mayor que nunca había visto.

– Tú sabes que soy lo que soy por el amor -decía-. Esto que soy es por el amor.

Aunque me daba pena, debía ir con cuidado. El hombre se cubría la cara con la mano y me miraba entre los dedos.

Llorando, sí, pero vigilándome, y el hecho de verlo así me colmaba de pesadumbre. No quería verlo. No podía hacer nada por él.

– ¿Quién eres? -repetía. Estaba tan enfadado que dejaba de llorar y tendía una mano hacia mí-. ¡Exijo que me lo digas!

Yo me apartaba.

– No me pongas la mano encima -le decía. No estaba enfadado, sólo quería que él lo comprendiera-. Nunca jamás me pongas la mano encima.

– ¿Sabes lo que está pasando en Jerusalén? -preguntaba él. Había enrojecido de ira y sus ojos se agrandaban cada vez más.

Yo no respondía.

– Deja que te lo muestre, niño ángel -decía él.

– No hace falta que te molestes.

Ante nosotros, en lugar del mar azul, vi de repente el gran patio del Templo de Jerusalén. Yo no quería verlo. No quería pensar en los hombres que peleaban allí. Pero ahora era mucho peor.

Desde lo alto de los pórticos unos arqueros disparaban flechas a los soldados romanos y otros les arrojaban piedras, y los combates se sucedían hasta que brotaban llamas al pie de las columnas, terribles y pavorosas llamas que al elevarse prendían en los judíos desprevenidos, mientras las columnatas se llenaban de fuego y los trabajos en oro del exterior empezaban a retorcerse y los cuerpos caían al fuego, y la gente gritaba clamando ayuda al Señor.

El patio entero estaba rodeado de fuego, pero algunos judíos se despojaban de su coraza y se lanzaban a las llamas, rugiendo, y algunos romanos trataban de escapar por donde podían mientras otros salían con los brazos cargados de tesoros. Tesoros del Templo, sagrados, tesoros del Señor.

Los gritos de la gente me resultaban insoportables de oír.

– Señor de las Alturas -clamaba yo, muy asustado-, ten piedad de ellos.

– Estaba tiritando. Temblando. El miedo volvía a mí, peor que las otras veces.