20
Tan pronto mi madre me dio permiso, me bañé en el mikvah, que ahora estaba muy frío y el agua tan alta que me cubría la cabeza. Luego me puse ropa recién lavada y subí a la casa del rabino en la colina, el rabino Berejaiah.
Los sirvientes me dijeron que estaba en la sinagoga, de modo que fui y me lavé esmeradamente las manos en el arroyo pese a que ya me había bañado.
Entré y tomé asiento en un extremo, sorprendido de que hubiera tanta gente allí ese día de la semana, pero pronto vi que no estaban escuchando al rabino sino a un hombre que había venido a contarles cómo estaban las cosas en Jerusalén. Era un fariseo e iba vestido con ropas suntuosas. Su cabeza estaba repleta de cabellos blancos.
Mi hermano Santiago estaba allí, al igual que José, Cleofás y mis primos mayores. El rabino Berejaiah sonrió al verme y me indicó que estuviera callado mientras aquel hombre continuaba con su relato. Estaba hablando en griego y de vez en cuando cambiaba a nuestra lengua.
– Este Sabinus, procurador de los romanos, tenía a sus hombres rodeando el Templo. Entonces los judíos tomaron los tejados de la columnata y empezaron a arrojar piedras a los soldados. A continuación las flechas romanas surcaron el cielo, pero no podían alcanzar a los judíos debido a su posición. Así pues, este hombre impío, Sabinus, cuyo único propósito era localizar el tesoro del rey en ausencia de éste, este hombre avaricioso prendió fuego a las columnatas, sí, las columnatas del Templo con sus dorados a la cera, y los judíos fueron alcanzados por las llamas. El fuego explotó como si saliera de un volcán y la brea de los tejados prendió. Y todo el oro sucumbió al fuego, así como los hombres parapetados en los tejados. Se desconoce el número de víctimas…
El miedo volvió a mí. Aunque allí hacía calor, noté frío mientras el hombre continuaba con su relato. -…y los romanos atravesaron las llamas para robar los tesoros del Señor ante los ojos de quienes observaban impotentes. Cruzaron el Gran Patio hasta los almacenes para robarlo todo, y saquearon también la propia casa del Señor.
Lo vi como lo había visto en mi sueño. Incliné la cabeza y cerré los ojos.
Podía ver claramente lo que nos contaba: enfrentamiento tras enfrentamiento, y la llegada de las legiones romanas, y las cruces irguiéndose en el camino.
– Dos mil hombres crucificados -dijo-. Persiguieron a los que habían huido. Atraparon a los que les parecían sospechosos y los ejecutaron. ¿Cómo saber si esos hombres eran culpables? ¡Los romanos no distinguen entre inocentes y culpables! No saben nada. Y no se sabe cuántas aldeas quemaron los árabes antes de que el general Varus los mandara de regreso al ver que no podía confiar en ellos como portadores de paz. -Luego ofreció una larga ristra de nombres: lugares incendiados, familias que habían perdido sus hogares…
Yo seguí con los ojos cerrados. Vi elevarse las llamas en el cielo nocturno y gente correr. Una mano me tocó el hombro y oí que el rabino me susurraba:
– Presta atención.
– Sí, rabino -dije.
Miré al hombre, que ahora se paseaba frente a la asamblea hablando de los rebeldes. Simón, el que quemó el palacio de Jericó, había sido apresado por Gratus, general de Herodes que acudió en ayuda de los romanos. Pero había muchos, muchos más…
– ¡Están escondidos en las cuevas del norte! -dijo-. Nunca serán derrotados.
La gente susurró, asintiendo con la cabeza.
– Son familias, tribus de bandidos. Y ahora corre el rumor de que el César nos ha repartido entre los hijos de Herodes, y estos príncipes, si es que lo son, se han embarcado rumbo a nuestros puertos.
Vi el mar a la luz de la luna. Mi sueño otra vez.
El mensajero hizo una pausa, como si supiera muchas más cosas pero no pudiera contarlas.
– Esperamos al gobernante que nos han adjudicado -dijo.
Uno de los presentes tomó la palabra:
– ¡Los sacerdotes del Templo mandarán!
– Los sacerdotes conocen la Ley de Moisés y viven conforme a ella -saltó otro-. ¿Por qué no tenemos sacerdotes de la estirpe de Zadok, como la Ley dice que deberíamos tener? Si purgamos el Templo de sus impurezas, los sacerdotes mandarán otra vez.
Algunos se levantaron y se enzarzaron en agrias discusiones.
El rabino Jacimus se puso en pie para pedir orden, pero los hombres sólo callaron cuando se levantó el rabino Berejaiah.
– Nuestros emisarios han presentado sus peticiones al César -dijo-.
César ha tomado una decisión y pronto sabremos el alcance de ella. Hasta entonces, sólo nos queda esperar. -Paseó la mirada por la asamblea, escrutando los rostros de los hombres y mujeres allí reunidos.
– Nadie conoce aún el linaje del sacerdote del Templo -añadió-. Ni siquiera si todavía existe un sumo sacerdote.
Muchos asintieron en señal de aprobación. Los hombres volvieron a sentarse. El mensajero procedió a contestar las preguntas de los reunidos.
Pero enseguida se reanudaron los gritos y las discusiones.
Me levanté y salí disimuladamente de la sinagoga.
Fuera, con el calor, dejé de tiritar. Crucé el pueblo y subí colina arriba.
Había mujeres ocupadas en los huertos. Los agricultores trabajaban en los campos con sus peones.
El cielo se veía inmenso y las nubes flotaban como barcos en el mar. La hierba estaba poblada de flores silvestres, pequeñas y grandes; y los árboles, cargados de aceitunas verdes.
Me tumbé en la hierba y palpé las flores con la mano. Miré el cielo entre las ramas del olivo. Me gustaba verlo así, a trocitos. A lo lejos oía las palomas del pueblo, incluso las abejas en sus colmenas. Oí también algo parecido a la hierba creciendo, pero no, eso no podía ser. Estaban todos los sonidos juntos, tan suaves y tan distintos de los de una ciudad.
Pensé en Alejandría, en el gran templo dedicado a César Augusto junto al puerto de la ciudad, con todos sus jardines y bibliotecas. Lo había contemplado infinidad de veces cuando íbamos a comprar provisiones en los almacenes del muelle. Y en nuestra procesión, la de los judíos de Alejandría, que formaban la mayoría de la población, celebrando el día de la traducción de las Escrituras al griego. Les habíamos dado una buena lección a los paganos, ¿no? O eso decían los hombres cuando entonábamos los salmos.
Visualicé el mar.
Pensé en todas esas cosas, pero yo adoraba este lugar. Sentía amor por él, amor por los empinados bosques frondosos de cipreses y sicómoros, y los mirtos. José me enseñaba los nombres de las diversas plantas y árboles.
Recé para mis adentros: «Padre celestial, te doy gracias por esto.»
No duró mucho mi soledad allí. Cleofás vino a consolarme.
– No estés triste -dijo.
– Soy muy feliz -respondí, poniéndome de pie-. No estoy nada triste. No me siento desdichado por nada.
– Vaya -dijo él, en su tono acostumbrado-. Pensé que estabas llorando por lo que oíste en la sinagoga.
– No -negué con la cabeza-. Este es un lugar feliz. Cuando estoy aquí -señalé en derredor- mis pensamientos se vuelven oraciones.
Eso le gustó.
Descendimos juntos la colina.
– Bien -dijo-. No debes preocuparte por esta época de violencia que estamos viviendo. Los romanos acabarán hasta con el último rebelde que haya en Judea. Como ese tonto de Simón. Acabarán con Atronges, el rey pastor, y con sus hermanos también. Y perseguirán a esos bandidos que asolan Galilea; están escondidos en las cuevas, en las fuentes del Jordán, pero tendrán que salir cuando necesiten algo. Los oirás pasar con estruendo… Oh, no por aquí, claro. En Nazaret apenas ocurre nunca nada, salvo… Sea quien sea el rey aquí o en Judea, se trate de Arquelao o de Antipas, a quien hemos de recurrir como juez es al César. Te diré una cosa: César no quiere problemas aquí; y estos Herodes gobernarán sólo mientras no haya problemas. Nosotros siempre tendremos a César. Me detuve y lo miré.