– ¿Es lo que quieres, que siempre tengamos a César?
– ¿Por qué no? ¿Quién va a mantener la paz sino él?
Sentí una punzada de miedo en el estómago. No respondí.
– ¿Nunca vamos a tener otro rey que ocupe el trono de David? -pregunté luego.
Cleofás me miró largamente antes de responder.
– Yo quiero paz -dijo-. Quiero construir, enyesar y pintar, alimentar a mis hijos y estar con mi familia. Eso es lo que quiero, lo mismo que todos los romanos. No son mala gente, ¿sabes? Ellos adoran a sus dioses y sus mujeres son decorosas. Tienen su manera de hacer como nosotros la nuestra. ¡Tampoco hay que pensar que todo pagano es un diablo que sacrifica a sus hijos a Moloch y comete atrocidades en su propia casa!
Solté una carcajada.
– Pero esto es Galilea -continuó él-. Cuando uno ha vivido en Alejandría y ha estado en Roma, sabe que esto son ilusiones. ¿Sabes qué significa esta palabra?
– Sí -respondí-. Caprichos. Fantasías.
– Buen chico. Eres el único que me entiende.
Me reí, asintiendo con la cabeza.
– Soy tu profeta -dijo Cleofás.
– ¿Me servirás de profeta?
– Ponme a prueba.
– Está bien. Contesta: ¿por qué me pararon a la entrada de la sinagoga? ¿Por qué no quiso decir José que fue en…?
– Alto ahí -dijo llevándose las manos a la cabeza. Bajó la vista-. No puedo contestar a eso. José no quiere.
– José me ha prohibido que le haga preguntas -dije.
– ¿Y sabes por qué?
– Él no quiere oírlas. -Me encogí de hombros-. ¿Qué motivo puede haber?
Cleofás se puso de rodillas y me agarró por los hombros, mirándome a los ojos.
– Él mismo no entiende ciertas cosas -dijo-. Y cuando uno no entiende, no puede explicar.
– ¿Que no entiende?
– Eso he dicho. Pero que quede entre tú y yo.
– ¿Y tú sí entiendes?
– Procuro. -Arqueó las cejas y sonrió-. Ya me conoces. Sabes que intento entender, pero José es paciente, confía ciegamente en el Señor. José no necesita comprender. Hay una cosa que sí puedo decirte y que no debes olvidar: un ángel ha visitado a tu madre. Y a José se le han aparecido también.
Pero a mí no ha venido a verme ninguno.
– Ni a mí, aunque… -Me callé. No quería decirlo: lo de Eleazar en Egipto, lo de detener la lluvia, y menos aún lo del propio Cleofás en el Jordán, mi mano en su espalda. Ni lo de la noche en la ribera del Jordán, cuando creí que había otros seres rodeándome en la oscuridad.
Él estaba absorto en sus pensamientos. Se levantó y contempló los montes que se elevaban al este y el oeste.
– ¡Cuéntame lo que pasó! -supliqué en voz baja-. Cuéntamelo todo.
– Hablemos de las batallas y la rebelión, y de esos reyes de la casa de Herodes. Es más sencillo -dijo sin mirarme. Entonces volvió los ojos hacia mí-. No puedo decirte lo que quieres saber. Tampoco lo sé todo. Si intento explicarte algo, tu padre me echará de la casa. Además, no quiero causar más problemas. ¿Cuántos años tienes ahora, ocho?
– Aún no -dije-. Pero falta poco.
– ¡Todo un hombre! -dijo sonriendo-. Escucha, algún día, antes de que yo muera, te contaré todo lo que sé. Lo prometo… -Volvió a interrumpirse.
– ¿Qué pasa?
Su rostro estaba sombrío.
– Te diré algo, pero debes guardarlo como un secreto -dijo-. Llegará un día… -Meneó la cabeza y apartó la mirada.
– Vamos, habla, estoy escuchando. Volvió a mirarme y sonrió.
– Creo que debemos seguir en el bando de César Augusto -dijo-. ¿Qué más da quién cobra los impuestos o persigue a los ladrones? ¿Qué importa quién vigila las puertas de la ciudad? Tú viste el Templo. ¿Cómo se va a reconstruir si los romanos no devuelven el orden a Jerusalén? Herodes Arquelao ordenó aquella matanza en el Templo mismo. Los bandidos y los sublevados campan por los claustros y en el Templo mismo. Yo apoyaría una paz romana, sí, una paz como la que disfrutábamos en Alejandría. Te diré algo de los romanos: su cáliz está lleno, y es bueno que te gobierne alguien cuyo cáliz está lleno.
No respondí, pero sus palabras se grabaron en mi mente.
– ¿Qué le hicieron a Simón, el rebelde al que apresaron?
– Fue decapitado -dijo Cleofás-. Se merecía eso y más, si quieres saber mi opinión. Aunque a mí no me importa que quemara los dos palacios de Herodes. No es eso… es todo lo demás, los crímenes, la destrucción. -Me miró-. Bah, eres demasiado pequeño para entenderlo.
– ¿Cuántas veces me has dicho eso?
Se rió.
– Claro que lo entiendo -dije-. No tenemos un rey judío que pueda gobernarnos a todos, un rey judío que sea amado por el pueblo.
Asintió con la cabeza. Miró el cielo y las nubes que pasaban.
– Para nosotros no cambia nada -dijo.
– No es la primera vez que oigo eso.
– Y volverás a oírlo. Mañana vendrás conmigo a Séforis y me ayudarás a pintar las paredes que estamos terminando. Es trabajo fácil. Ya he dibujado las líneas. Yo mezclaré el color y tú sólo tendrás que aplicar la pintura. Trabajarás tal como lo hiciste en Alejandría. Eso es lo que queremos, ¿no es así? Eso y amar al Señor con todo nuestro corazón, y observar la Ley de Moisés.
Volvimos a casa.
No le dije lo que tenía en mi corazón. No podía. Quería hablarle de aquel extraño sueño pero no podía. Y si no podía decírselo a mi tío, tampoco a nadie. Nunca podría preguntar al viejo rabino acerca del ser alado ni acerca de las visiones que tuve, de las columnatas del Templo en llamas. ¿Y quién entendería lo de la noche cerca del Jordán, los seres que me rodearon en la oscuridad?
Estábamos casi al pie de la colina. Había una mujer cantando en su jardín, y niños pequeños jugando.
Me detuve.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Cleofás-. Vamos -dijo haciendo un gesto con la mano.
No le obedecí.
– Tío -dije-. ¿Qué era lo que ibas a decirme allá arriba?
Nos miramos.
– Quiero saberlo -añadí.
Vi que experimentaba un cambio, que se ablandaba.
– Guarda para ti lo que voy a decirte -respondió con voz grave-: llegará el día en que serás tú quien nos dará las respuestas.
Nos miramos, y ahora fui yo el que apartó la vista. ¡Yo tendría que dar las respuestas! Recordé entonces la puesta de sol en el Jordán, el fuego en el agua, un fuego hermoso, y la sensación de estar rodeado por un corro de innumerables seres.
Y fue así como tuve una repentina sensación de certidumbre, de que por fin lo entendía todo, ¡todo! Pero sólo fue durante un instante y la sensación se desvaneció.
Mi tío no dejaba de mirarme. Se inclinó para apartarme el pelo de la frente y me dio un beso.
– ¿Estás sonriendo? -preguntó.
– Sí. Porque has dicho la verdad.
– ¿Qué verdad?
– Que soy demasiado pequeño para comprender -dije.
Cleofás rió.
– No me tomes el pelo -sonrió.
Se incorporó y continuamos andando hacia el pueblo.
21
Había sido un verano estupendo.
La segunda tanda de higos colmaba nuestro árbol del patio, los aceituneros batían las ramas en los olivares, y yo sentía una dicha como nunca antes, y era consciente de ello. Para mí era el comienzo del tiempo: desde los últimos días en Alejandría hasta la venida aquí.
A medida que pasaban los meses fuimos terminando las reparaciones en nuestra casa, y ya casi estaba perfecta para todas las familias, las de mis tíos Simón, Alfeo y Cleofás, y para José, mi madre y yo.
Riba, la esclava griega que había venido con Bruria, iba a dar a luz un niño.