Hubo numerosos cuchicheos sobre el particular, incluso entre los niños. Un día, la pequeña Salomé me susurró:
– Parece que Riba no se escondió del todo en ese túnel, ¿no?
La noche del parto oí llorar al bebé y cómo Riba le cantaba en griego, y luego también Bruria. Mis tías no cesaban de reír y cantar juntas, con las lámparas encendidas. Fue una noche feliz.
José despertó y tomó al bebé en brazos.
– No es un niño árabe -dijo mi tía Salomé-. Es un niño judío y tú lo sabes.
– ¡Quién ha dicho que sea árabe! -exclamó Riba-. Ya os expliqué que…
– Muy bien, muy bien -dijo José con calma, como siempre-. Lo llamaremos Ismael. ¿Le parece bien a todo el mundo?
El bebé me gustó a primera vista. Tenía una bonita barbilla y ojos grandes y negros. No lloraba todo el rato como el nuevo bebé de tía Salomé, que alborotaba al menor ruido, y la pequeña Salomé disfrutaba llevándolo en brazos cuando su madre estaba ocupada en otros quehaceres. Allí estaba, el pequeño Ismael. Juan, el hijo pequeño de tía Salomé y Alfeo, era uno de los quince Juanes que había en el pueblo, junto con los diecisiete Simones y trece Judas; también había más Marías de las que podían contarse con las dos manos, y eso sólo en cuanto a nuestros parientes de este lado de la colina.
Pero me estoy anticipando. Esos bebés no llegarían al invierno.
El verano fue muy caluroso, sin la brisa de la costa, y bañarse en el manantial era muy divertido cuando volvíamos de Séforis por la noche. Los chicos hacíamos batallas de agua, mientras al otro lado del recodo las chicas reían y charlaban. Río arriba, en la cisterna abierta en la roca donde las mujeres llenaban sus vasijas, se hablaba y reía también, y a veces mi madre iba allí al atardecer para ver a las otras mujeres.
A finales del verano hubo varias bodas en el pueblo, con largas celebraciones que duraban la noche entera y donde todo Nazaret parecía congregarse para beber y bailar, hombres con hombres y mujeres con mujeres, e incluso las doncellas, aunque éstas se mostraban tímidas y se quedaban cerca del entoldado donde estaba la novia, ésta con los más bonitos velos y brazaletes de oro.
En el pueblo había varios hombres que tocaban la flauta y algunos la lira, y las mujeres la pandereta sosteniéndola en alto; por su parte, los viejos tañían los címbalos para llevar el ritmo del baile. Hasta el viejo Justus fue llevado fuera y acomodado en unos almohadones contra la pared, y se le veía sonreír contento, aunque la saliva le resbalaba por el mentón y la vieja Sara tenía que enjugársela.
El padre de la novia era a veces el que ejecutaba los pasos de baile más atrevidos, lanzando los brazos al aire y girando como una peonza con su vistosa vestimenta. Algunos se emborracharon y sus hermanos o sus hijos los recogieron y se los llevaron a casa sin suscitar comentarios de nadie.
Había buena comida, cordero asado y un espeso potaje de carne y lentejas, y también hubo lágrimas, y los pequeños jugamos fuera hasta muy tarde, corriendo y chillando y lanzando vítores en la oscuridad, porque a nadie le importaba. Yo fui corriendo hasta el bosque y luego colina arriba, y contemplé las estrellas y bailé como había visto bailar a los hombres.
Ese año ocurrieron más cosas de las que soy capaz de contar.
Se casó Alejandra, la hija del granjero rico, al decir de todos una belleza.
Estaba muy guapa de novia con sus velos ribeteados de oro. Cuando el entoldado y las antorchas fueron a buscarla a su casa, todo el mundo cantó al verla aparecer por la puerta.
Al banquete asistió gente de otros pueblos. Cuando los fariseos se reunieron para desear lo mejor a todos y no quisieron comer nada, la madre de Alejandra se inclinó hasta el suelo delante de Sherebiah y le dijo que la comida había sido preparada de manera perfecta y limpia, y que si no quería compartir la comida de la boda de su hija, ella tampoco comería ni bebería pese a tratarse de la boda de su única hija.
El rabino ordenó a su sirviente que le trajera agua para lavarse las manos, pues los fariseos así lo hacían siempre, lavarse los dedos antes de comer aunque ya los tuvieran limpios, y luego empezó a comer, mostrando a todos el trozo de carne, y la gente lo vitoreó, y todos los fariseos le imitaron, incluso el rabino Jacimus, aunque ellos casi nunca cenaban en compañía de otra gente.
Luego Sherebiah bailó a pesar de su pata de palo, y todos los hombres bailaron también.
Nuestro estimado rabino Berejaiah ejecutó después una danza lenta y asombrosa que deleitó a sus alumnos. Es más, después de eso su suegro tuvo que bailar, para no ser menos, y otro tanto hicieron los demás viejos del pueblo.
La madre de Alejandra fue a sentarse con la novia y las mujeres, y bebieron contentas de que los fariseos hubieran asistido al banquete.
El trabajo continuaba.
En Séforis crecían edificios como plantas silvestres en un prado. Los lugares quemados sanaron como sana una herida. El mercado crecía cada vez más, y nuevos mercaderes acudían a diario para vender sus mercancías a los que tenían que amueblar sus casas nuevas. Y había numerosos peones que ayudaban en nuestro trabajo. Todo el mundo nos llamaba la Cuadrilla Egipcia.
Nadie se quejaba de nuestros precios. Alfeo y Simón dirigían la colocación de cimientos, suelos y paredes; Cleofás y José confeccionaban las hermosas mesas de banquete, estanterías y sillas romanas que solíamos hacer en Alejandría.
Aprendí a pintar márgenes mejor que antes, e incluso a pintar algunas flores y hojas, aunque por regla general sólo rellenaba las perfiladas por los pintores expertos.
Nuestro trabajo de mampostería era de la mayor calidad; emparejar las losas de mármol requería paciencia, y había que cuidar mucho la disposición.
Fuimos al pueblo de Cana para hacerle un suelo a un hombre que había vuelto de las islas griegas y quería tener una biblioteca hermosa.
Venían a encargarnos trabajos desde otros lugares. Un mercader de Cafarnaum nos pidió que fuésemos allí, y yo tenía muchas ganas de ir porque estaríamos cerca del mar de Galilea, pero José dijo que eso tendría que esperar hasta que la construcción en Séforis terminara.
Y también nos llevábamos mucha faena a Nazaret para hacer en casa, sobre todo divanes o mesas taraceadas. Preguntamos cuáles eran los mejores plateros y esmaltadores de Séforis y acudíamos a ellos para los retoques finales.
Aparte de las noticias sobre constantes escaramuzas entre soldados y rebeldes en Judea, lo único malo era que la pequeña Salomé y yo no podíamos estar juntos. Ahora ella estaba siempre ocupada con las mujeres, mucho más que en Alejandría, y a mí me parecía que pese a todo el trabajo que teníamos y al dinero que entraba en nuestras bolsas, las mujeres llevaban la peor parte.
Habían traído mucha comida de Alejandría, pero aquí plantaban hortalizas y tenían que recogerlas del huerto; y mientras que en Alejandría podían comprar pan caliente en la calle de los Panaderos, aquí se pasaban el día horneando, y eso después de moler ellas mismas el trigo cada día al amanecer.
Cada vez que yo intentaba hablar con la pequeña Salomé, ella me daba largas, y conmigo empleaba cada vez más la misma voz que las mujeres empleaban con los niños. Había crecido de la noche a la mañana y siempre estaba cuidando de algún bebé. Normalmente era la pequeña Esther, que por fin ya no era tan llorona, o bien el bebé de alguna mujer que venía a visitar a la vieja Sara. La pequeña Salomé ya no era pequeña, no era la niña con quien yo compartía juegos y risas en Alejandría, ni la que lloró en el viaje desde Jerusalén. De vez en cuando iba con nosotros a la escuela -las pocas chicas que asistían se sentaban aparte de los chicos-, pero se mostraba impaciente por volver a casa a trabajar. Cleofás insistió en que tenía que aprender a leer y escribir el hebreo, pero a Salomé le daba igual.
Yo la echaba de menos.
Lo que más les gustaba hacer a nuestras mujeres era tejer, y cuando sacaban sus telares al patio en los meses cálidos, eso era motivo de conversación en todo Nazaret. Por lo visto, las mujeres de la región utilizaban un telar con una vara y una pieza transversal sobre la que tenían que estar de pie. Pero nosotros habíamos traído de Alejandría telares más grandes con dos piezas deslizantes sobre las cuales las mujeres podían estar sentadas, y todas las mujeres del pueblo venían a ver el invento.