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Así pues, como hacía mi madre, una mujer podía estar sentada ante el telar, y, como hacía mi madre, podía ir mucho más rápido y hacer tejidos para vender en el mercado, como hacía mi madre… cuando tenía tiempo, es decir, cuando Salomé le echaba una mano con los pequeños Simeón y Judas.

Pero mi madre adoraba tejer. Sus días en Jerusalén, tejiendo los velos del templo con las ochenta y cuatro muchachas elegidas, le habían dado mucha velocidad y destreza, y sus telas eran de la mejor calidad. También sabía teñir, e incluso trabajar con púrpura.

A nosotros nos habían explicado que elegían a muchachas para confeccionar los velos porque todas las cosas destinadas al Templo tenían que ser hechas en estado de pureza. Y que sólo muchachas menores de doce años eran puras con seguridad, y que había una tradición de chicas elegidas y la familia de mi madre formaba parte de esa tradición. Pero ella no hablaba mucho de sus días en Jerusalén. Sólo para comentar sobre lo grande y lo complicado que era el velo, y que cada año tenían que tejer dos. Este velo era el que cubría la entrada al sanctasanctórum, el lugar donde el Señor estaba presente. Ninguna mujer entraba nunca allí: sólo el sumo sacerdote. Mi madre había sido feliz tejiendo una parte del velo y sabiendo que sus manos colaboraban en aquella obra.

Varias mujeres del pueblo venían a hablar con mi madre y verla trabajar en su telar. Y su número aumentó cuando empezó a tejer en el patio, al aire libre.

Tenía más amigas. Los parientes que no habían venido todavía a vernos, lo hacían ahora con frecuencia.

Pasado aquel verano seguían yendo a verla, y las chicas jóvenes que no estaban cuidando niños pequeños acudían para acunar a los bebés sobre sus rodillas. Esto era bueno para mi madre, porque ella era muy aprensiva. En un pueblo como Nazaret, las mujeres están al corriente de todo. Cómo, no lo sé, pero así ocurre y así ocurría entonces. Y mi madre sin duda sabía del interrogatorio al que fue sometido José cuando me llevaron a la sinagoga. Y tenía aprensión por ello.

Yo lo sabía porque me conocía hasta el más pequeño gesto de su cara, sus movimientos de ojos y labios, y me daba cuenta. Veía su temor ante las otras mujeres. Los hombres no la preocupaban, porque ningún hombre iba a mirarla o dirigirse a ella, ni importunarla de manera alguna. Un hombre no hablaba con una mujer casada salvo que fuese un pariente muy próximo, e incluso en tal caso nunca a solas, salvo que fuese su hermano. De modo que mi madre no temía a los hombres, pero ¿a las mujeres? Sí, las había temido hasta los días del telar, cuando acudían para aprender de ella.

Todos estos pensamientos acerca del temor de mi madre no los hice yo conscientes hasta que la cosa cambió; ella siempre había sido de talante apocado. Por eso me alegré mucho del cambio que experimentó.

Y se me ocurrió algo más, un pensamiento secreto, uno más de los que no podía revelar a nadie: mi madre era inocente. Tenía que serlo. De lo contrario, habría tenido miedo de los hombres, ¿no? Pero a los hombres no los temía.

Como tampoco temía ir por agua al arroyo, ni ir de vez en cuando a Séforis para vender la ropa que tejía. Sus ojos eran más inocentes aún que los de la pequeña Salomé. Sí, no me equivocaba.

La vieja Sara ya no estaba en condiciones de hacer trabajo de filigrana -ni de ninguna clase- con una aguja o en el telar, pero enseñaba a las muchachas a hacer bordados y a menudo las veía allí juntas, charlando y riendo y contando historias, con mi madre muy cerca.

Martillear y pulir y ensamblar y coser y tejer: el patio era un hervidero de actividad. Y luego los gritos y lloros y risas de los niños, bebés gateando por el suelo, el establo donde los hombres atendían a los burros que transportaban nuestras cosas hasta Séforis, los chicos mayores entrando y saliendo con haces de heno, uno o dos de nosotros frotando incrustaciones de oro en un nuevo diván de banquete (un hombre nos había encargado ocho), la lumbre de cocinar sobre el brasero y después las esteras extendidas en el suelo de piedra cuando comíamos, todos allí reunidos rezando y procurando que los más pequeños callaran un momento para poder dar gracias al Señor; todo esto, sumado, da una imagen de lo que fue ese primer año en Nazaret, un año que quedó grabado en mi memoria durante los muchos que todavía iba a vivir allí.

«A buen resguardo», había dicho José. Yo estaba «a buen resguardo». Pero de qué, no quiso decirlo, y yo no podía preguntar. Pero estaba felizmente escondido. Y cuando pensaba en eso y en las extrañas palabras de Cleofás -que algún día yo habría de dar las respuestas-, me sentía como si fuera otro; me palpaba el cuerpo y después dejaba de pensar en ello.

Mi aprendizaje iba muy bien.

Aprendía nuevas palabras, palabras que había oído y dicho pero cuyo significado sólo conocía ahora, la mayor parte proveniente de los Salmos. «Que los campos sean gozosos, sí, gozosos, y que los árboles del monte se regocijen. Escribid una canción gozosa al Señor; cantad alabanzas.»

La oscuridad había desaparecido; los incendios también. Y aunque la gente hablaba de los chicos que se habían sumado a la rebelión, y aunque de vez en cuando una mujer se desgañitaba de pena al tener noticias de un hijo perdido, nuestra vida estaba llena de cosas agradables.

A la última luz de la tarde, subía y bajaba cuestas entre los árboles hasta que perdía de vista Nazaret. Encontré flores tan dulces que me llevé algunas a casa para plantarlas allí. Y en casa, el olor dulzón de las virutas y el del aceite con que untábamos la madera; el omnipresente olor del pan horneándose y el aroma de la salsa que nos recibía a nuestro regreso.

Bebíamos buen vino del mercado de Séforis. Comíamos deliciosos melones y pepinos de nuestro propio huerto.

En la sinagoga aprendíamos las Escrituras batiendo palmas, bailando y cantando. La escuela era un poco más difícil, pues los maestros nos hacían redactar cartas en nuestras tablillas, y repetir lo que no hacíamos bien. Pero incluso esto era agradable, y el tiempo pasaba volando.

Los hombres empezaron a recolectar la aceituna, batían las ramas de los olivares con sus largas varas y recogían los frutos. La prensa estaba siempre en funcionamiento, y a mí me gustaba pasar por allí para ver cómo los hombres extraían aquel aceite que olía tan bien.

Las mujeres de la casa aplastaban aceitunas en una prensa pequeña para conseguir el mejor aceite de cocina.

Las uvas de nuestro huerto estaban maduras, y también los higos, de los que teníamos todos los que queríamos y más, para secar, hacer tartas, o comer tal cual. Eran tantos los últimos higos del patio y el huerto, que el sobrante lo vendimos en el mercado al pie de la colina.

La uva que no consumíamos la poníamos a secar; no se hacía vino con ella pues en la zona no había viñedos, todo era trigo y cebada y pasto para las ovejas, y los bosques que tanto me gustaban.

El aire empezó a refrescar y llegaron las primeras lluvias, muy abundantes.

Tronaba con fuerza sobre los tejados, y todo el mundo ofrecía plegarias en acción de gracias. Las cisternas de la casa se llenaron, y se cambió el agua del mikvah.

El rabino Jacimus, el más estricto de los fariseos, nos dijo en la sinagoga que el agua que ahora iba a parar al mikvah estaba viva, y que eso era lo que demandaba el Señor, que nos purificásemos con agua viva. Debíamos rogar que las lluvias fueran suficientes, no sólo para los campos y arroyos sino para que las cisternas estuvieran llenas y nuestro mikvah también.

El rabino Sherebiah no estuvo del todo de acuerdo con Jacimus y empezaron a citar a los sabios sobre este particular y a discutir, y finalmente el anciano rabino nos pidió que ofreciéramos oraciones de acción de gracias por que las ventanas del cielo se hubieran abierto, lo que permitiría empezar a plantar muy pronto los campos.