Durante la cena, mientras la lluvia repiqueteaba en los tejados, hablamos del rabino Jacimus y de aquel asunto del agua viva. Era algo que a Santiago y a mí nos inquietaba un poco.
Habíamos llegado a Nazaret después de las lluvias, y el mikvah estaba vacío entonces. Lo habíamos reparado, llenándolo después con agua de la cisterna, agua que había estado en reposo durante mucho tiempo. Pero era agua de lluvia, ¿verdad? ¿Se podía considerar «viva» la que usamos para llenar por primera vez el mikvah?
– Si no es agua viva -dijo Santiago-, entonces quiere decir que no quedamos limpios después del mikvah.
– Pero nos bañamos a menudo en el arroyo, ¿no? -dijo Cleofás-. Y el mikvah tiene un agujerito en el fondo a fin de que el agua esté en constante movimiento. Cuando la lluvia llenó la cisterna, era agua viva. Sigue viva, no os preocupéis más.
– Pero el rabino Jacimus dice que con eso no basta -insistió Santiago-. ¿Por qué?
– Sí basta -intervino José-, pero él es fariseo y los fariseos son muy concienzudos. Debéis entenderlo: ellos piensan que esmerándose mucho en todos los aspectos de la vida estarán más a salvo de transgredir la Ley.
– Pero no pueden decir que nuestro mikvah no es puro -repuso tío Alfeo -. Las mujeres lo utilizan…
– Mirad -dijo José-. Imaginaos dos senderos en la cima de una montaña.
Uno cerca del borde y el otro más apartado. Este último es más seguro. Ese es el camino de los fariseos: estar lejos del borde del precipicio, lejos de caer en el pecado, por eso el rabino Jacimus cree en sus costumbres.
– Pero las costumbres no son leyes -objetó Alfeo-. Los fariseos afirman que todas estas cosas son leyes.
– Sherebiah nos dijo que era la Ley de Moisés -intervino tímidamente Santiago-, que Moisés recibió unas leyes no escritas que se fueron transmitiendo a través de los sabios.
José se encogió de hombros.
– Lo hacemos lo mejor que podemos. Y ahora han llegado las lluvias. ¿Qué pasa con el mikvah? ¡Pues que está lleno de agua dulce! -exclamó levantando las manos y sonrió.
Todos nos reímos, pero no del rabino. Nos reímos como siempre hacíamos al hablar de cuestiones para las que no parecía haber una respuesta clara.
El rabino Jacimus era severo en sus cosas pero era un hombre afable, un hombre sabio, y me contaba historias maravillosas. Esas historias hacían referencia a nuestra realidad, y había veces en que nada me gustaba más que esas historias. Pero empezaba a comprender algo de importancia capitaclass="underline" todas esas historias formaban parte de una mayor, la historia de quiénes éramos, de nuestra identidad como pueblo. Nunca lo había visto tan claro, y ahora me emocionaba.
A menudo en la escuela y a veces en la sinagoga, el rabino Berejaiah se erguía sobre sus piernas pese a que le temblaban, levantaba los brazos y, elevando los ojos, exclamaba:
– Decidme, niños, ¿quiénes somos?
Y entonces entonábamos con éclass="underline"
– Somos el pueblo de Abraham e Isaac. Fuimos a Egipto en los tiempos de José. Allí nos convertimos en esclavos. Egipto se convirtió en la fragua y allí sufrimos. Pero el Señor nos había redimido, el Señor alzó a Moisés para que nos guiara, y el Señor nos salvó dividiendo las aguas del mar Rojo y conduciéndonos a la Tierra Prometida.»El Señor entregó la Ley a Moisés en el Sinaí. Y nosotros somos un pueblo santo, un pueblo de sacerdotes, un pueblo fiel a los mandamientos. Somos un pueblo de grandes reyes: Saúl, David, Salomón, Josué.»Pero Israel pecó a ojos del Señor. Y el Señor envió a Nabucodonosor de Babilonia para que asolara Jerusalén e incluso la propia casa del Señor.»Pero nuestro Señor es reacio a la ira y constante en su amor, y es todo misericordia, y nos envió un redentor para que pusiera fin a la cautividad, y ése fue Ciro el Grande, y volvimos a la Tierra Prometida y reconstruimos el Templo.
Mirad siempre hacia el Templo, pues cada día el sumo sacerdote ofrece un sacrificio por el pueblo de Israel al Señor de las Alturas. Los judíos están desperdigados por todo el mundo, son un pueblo santo, fiel a la Ley de Moisés y al Señor, un pueblo que mira hacia el Templo y que no conoce otros dioses que el Señor.»Oye, Oh, Israel, el Señor nuestro Dios es Uno.»Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y toda tu alma y con todas tus fuerzas.»Y estas palabras, que yo hoy te impongo, estarán en tu corazón. Y las enseñarás con afán a tus hijos, y hablarás de ello cuando estés en tu casa y cuando vayas por los caminos y cuando te acuestes y cuando te levantes.
No era imprescindible estar en el Templo para observar las fiestas sagradas. Los judíos repartidos por todo el mundo las observaban escrupulosamente.
Todavía no era seguro viajar a Jerusalén, pero nos llegó la noticia de que los combates habían cesado en la ciudad y que el Templo había sido purificado. Al parecer, todo iba bien.
Salimos fuera al amanecer del día de la Expiación, pendientes de los primeros rayos de sol, pues sabíamos que el sumo sacerdote se levantaba al despuntar el alba para iniciar sus ceremonias en el Templo, esos baños que habría de repetir varias veces a lo largo del día.
Oramos con la esperanza de que no hubiera insurrecciones ni dificultades.
Porque durante ese día el sumo sacerdote procuraría expiar todos los pecados del pueblo de Israel. Para ello, iría ataviado con sus mejores vestiduras. El rabino Jacimus, sacerdote ungido también, nos había descrito estas prendas sagradas, y nosotros habíamos aprendido cómo eran en las Escrituras:
La larga túnica del sumo sacerdote era azul, iba sujeta por una faja en la cintura, y los bajos ribeteados con borlas y campanillas doradas que tintineaban cuando el sumo sacerdote caminaba. Sobre la túnica llevaba una segunda prenda llamada efod, que tenía mucha filigrana en oro, así como un peto de doce gemas brillantes, una por cada tribu de Israel, de modo que cuando se situara ante el Señor estuviesen allí las Doce Tribus. Y en la cabeza, el sumo sacerdote llevaba un turbante con una corona de oro. Era algo digno de verse.
Pero antes de ponerse estas bellas prendas, estas vestimentas tan ricas como las de un sacerdote pagano, el sumo sacerdote se vestía de lino, puro y blanco, para realizar los sacrificios.
En el día de la Expiación, imponía sus manos sobre el novillo castrado que iba a sacrificar por Israel. E imponía sus manos sobre los dos machos cabríos.
Uno de éstos sería sacrificado, y el otro se llevaría consigo al desierto todos los pecados del pueblo de Israel. Era el macho cabrío enviado a Azazel. ¿Y qué era Azazel? Los pequeños queríamos saberlo. Pero de hecho ya lo sabíamos. Azazel era la maldad, eran los demonios, era el mundo «de fuera», el mundo del desierto. Todos sabíamos lo que significaba la palabra desierto, pues todo el pueblo de Israel había cruzado el desierto para llegar a la Tierra Prometida. Y el macho cabrío llevaría los pecados a Azazel en señal de que los pecados de Israel habían sido perdonados por el Señor, y así el mal recuperaría el mal del que nosotros nos habríamos despojado.
Pero el momento más importante era cuando el sumo sacerdote entraba en el sanctasanctórum, el lugar del Templo donde el Señor estaba presente, y al que sólo podía entrar el sumo sacerdote.
Y todo Israel rezaba para que la ira del Señor no cayera sobre el sumo sacerdote, sino que sus plegarias de expiación fueran oídas y que pudiese salir de nuevo ante el pueblo habiendo estado en presencia del Señor.
A media tarde nos congregamos en la sinagoga, donde el rabino leyó el pergamino que el sumo sacerdote estaba leyendo en el Patio de las Mujeres: «Y el día diez del mes séptimo será el día de la expiación… y celebraréis asamblea santa.» El rabino nos explicó lo que el sumo sacerdote estaba diciendo a los fieles en el Templo. «Todo lo que he leído ante vosotros está escrito aquí.»