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Oí un clamor de voces delante de mí. Hombres y mujeres discutían con los encargados de cambiar el dinero. Cleofás se impacientaba.

– ¿A qué viene tanta discusión? -me dijo en griego-. Fíjate. ¿Es que no saben que estos tipos son unos salteadores? -Empleó la misma palabra en griego que utilizábamos para los bandidos que vivían en las colinas, aquellos rebeldes que habían tomado Séforis y habían sido perseguidos luego por los romanos.

En nuestra primera visita, el derramamiento de sangre nos había impedido llegar hasta aquí. Y ahora, cuando nos tocaba ya el turno ante las mesas, el alboroto era tremendo.

– Pues si quieres comprar dos aves, ¡tienes que cambiar esto! -le dijo uno de ellos a una mujer, la cual no pareció entender lo que el otro le decía en griego. La mujer hizo una pregunta en un arameo diferente del nuestro, pero yo logré entenderla.

Cuando José se ofreció a darle las monedas exactas que necesitaba, ella rehusó aceptar nada.

José, Cleofás y el resto de los hombres cambiaron sus monedas sin decir palabra, pero luego Cleofás se apartó un poco y espetó:

– Hatajo de bribones, ¿estáis orgullosos de lo que hacéis?

Los que cambiaban el dinero apenas si se dignaron mirarle, y José le apremió para que callara.

– En la casa del Señor, no -dijo.

– ¿Por qué no? -replicó Cleofás-. El Señor sabe que son unos ladrones.

Se quedan demasiada comisión por el cambio.

– Déjalo correr -dijo Alfeo-. Hoy todavía no ha pasado nada. ¿Qué quieres, provocar un altercado?

– Pero ¿por qué cobran tanta comisión, padre? -preguntó Santiago.

– Yo no sé lo que hacen, simplemente lo acepto -respondió José-. Hemos traído dinero suficiente para el sacrificio. Nadie me ha quitado nada que yo no estuviera dispuesto a dar.

Estábamos ya en el sitio donde guardaban las tórtolas. El calor apretaba.

Las piedras estaban duras bajo mis pies, aunque eran hermosas. Oí nuevas voces airadas, discusiones mezcladas con el alboroto de las aves. Tardamos bastante en llegar a las mesas.

El hedor de las jaulas era peor que el de cualquier corral de Nazaret. La inmundicia rebosaba de ellas.

Hasta el mismo José se sorprendió del precio que tuvo que pagar, pero el mercader estaba enfadado y se quejaba de tener tanto trabajo.

– ¿Te gustaría estar aquí sentado y tener que aguantar a toda esta gente? -inquirió-. ¿Por qué no te traes las aves de Galilea? Es de ahí de donde vienes, ¿no? Lo adivino por tu forma de hablar.

Por todas partes se oían las mismas protestas. Una familia había tenido que volverse porque los sacerdotes no aceptaban sus aves. El mercader gritó en griego que esas aves estaban perfectas cuando él las había vendido. José se ofreció a costearles el sacrificio, pero el padre dijo que no, aunque le dio las gracias. La mujer lloraba.

– Ha caminado catorce días para venir a ofrecer este sacrificio -balbuceó.

– ¡Pues deja que paguemos nosotros otras dos tórtolas! -dijo Cleofás-. No te doy el dinero a ti -le dijo a la mujer-. Se lo doy a este individuo y él te entrega otras dos. Sigue siendo tu sacrificio, ¿entiendes? Tú no me quitas nada. Es él quien se queda mi dinero.

La mujer dejó de llorar y miró a su esposo. El hombre asintió con la cabeza.

Cleofás pagó.

El mercader entregó dos pequeñas tórtolas asustadas y, rápidamente, metió las otras en una jaula vacía.

– ¡Miserable bribón! -dijo Cleofás por lo bajo.

El mercader asintió:

– Sí, sí, sí.

Santiago hizo su compra.

Me vinieron pensamientos a la cabeza y empecé a sentir miedo; no recuerdos de aquella batalla campal ni del hombre que había muerto allí, sino otros pensamientos: que ése no era un sitio para orar, que no era el hermoso lugar de Yahvé al que todos venían para adorarle. Cuando recitábamos las Escrituras todo parecía sencillo, incluso los rituales del sacrificio, pero aquello era un enorme mercado lleno de ruido, enojo y decepción.

Había muchos gentiles allí, en medio de aquella multitud, y yo sentí vergüenza ajena por lo que tenían que ver y oír. Pero reparé en que a muchos les daba lo mismo. Habían venido a ver el Templo y parecían más contentos casi que los judíos a mi alrededor, los que seguirían hasta el Patio de las Mujeres, lugar en el que ningún gentil estaba autorizado a entrar.

Por supuesto, los gentiles tenían sus propios templos, sus propios mercaderes que vendían animales para sacrificar. Yo había visto muchos en Alejandría. Posiblemente discutían y peleaban tanto como los judíos.

Pero nuestro Señor era el creador de todas las cosas, nuestro Señor era invisible, nuestro Señor lo era de todos los lugares y todas las cosas. Nuestro Señor moraba sólo en su Templo, y nosotros, hasta el último de nosotros, éramos su pueblo sagrado.

Cuando llegamos al Patio de las Mujeres la vieja Sara, mi madre y las demás se detuvieron, pues las mujeres no tenían permiso para ir más allá. Allí no había tanta aglomeración. Los gentiles no podían entrar so pena de muerte.

Ahora sí estábamos en el Templo, aunque el ruido de los animales no nos había abandonado pues los hombres traían sus propias vacas, ovejas y aves.

Los incendios no habían dañado aquel lugar. Por todas partes veías plata y oro. Las columnas eran griegas, tan bellas como cualquiera de las que había en Alejandría. Varias mujeres subieron a la terraza para contemplar el sacrificio en el Patio Interior, pero la vieja Sara ya no podía subir más escaleras y nuestras mujeres se quedaron con ella.

Quedamos en encontrarnos de nuevo en la esquina suroriental del Gran Patio, y a mí me preocupó cómo daríamos los unos con los otros.

Las piernas me dolían mientras subíamos los peldaños, pero me sentía imbuido de una nueva dicha, y por primera vez mis dolorosos recuerdos, mi confusión, me abandonaron.

Me encontraba en la casa del Señor. Ya se oían los cánticos de los levitas.

Al llegar a la verja, el levita guardián nos detuvo.

– Este chico es muy pequeño -dijo-. ¿Por qué no lo dejáis con vuestras mujeres?

– Es mayor de lo que su edad dice, y conoce la Ley de Moisés -dijo José-. Está preparado -añadió.

El levita asintió con la cabeza y nos dejó pasar.

Aquí volvía a estar repleto de gente. El ruido de animales era ensordecedor, y las tórtolas de Santiago se agitaron. Pero la música sonaba en todas partes.

Oí las flautas y los címbalos y las bien ensambladas voces de los cantantes.

Jamás había oído música tan sublime, tan plena, como la de los levitas cantando. No eran los cánticos alegres y mal interpretados de cuando nosotros entonábamos los salmos por el camino, ni las canciones de ritmo rápido de las bodas. Era un sonido oscuro y casi triste que fluía ininterrumpidamente con fuerza tremenda. Las palabras en hebreo se fundían en el estribillo. No había un principio ni un final.

Quedé tan cautivado que hasta un rato después no me percaté de lo que estaba sucediendo ante mis ojos, frente a la barandilla.

Los sacerdotes, vestidos de puro blanco y con turbantes blancos, se movían al compás del vaivén de los animales, entre la multitud y el altar. Vi los corderitos y los machos cabríos que iban a sacrificar. Vi las aves.

Los sacerdotes estaban tan apretujados alrededor del altar que no distinguía lo que estaban haciendo, sólo de vez en cuando alcanzaba a ver la sangre que salía disparada hacia arriba o abajo. Sus bellas prendas de lino manchadas de sangre. Un gran fuego ardía sobre el altar, y el olor a carne quemada era indescriptible. Cada vez que tomaba aire olía aquella pestilencia.

Aunque José señaló el altar del incienso y yo pude verlo también, no percibí el olor del incienso.